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El mundo|Domingo, 15 de noviembre de 2009
ESCENARIO

El Gran Lugar

Por Santiago O’Donnell
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Para aquel que sabe disfrutar de la vida militar, Fort Hood parece el sitio ideal.

“Como el estado de Texas, Fort Hood es grande y se enorgullece de ser el mayor puesto armado de personal en actividad de los Estados Unidos. Fort Hood lleva el apodo de El Gran Lugar por la calidad de vida que el puesto y el área les ofrecen a los soldados y sus familias. Estas cualidades son importantes especialmente con la vida en la base, los traslados frecuentes y la búsqueda de estabilidad y apoyo familiar”, arranca la página oficial de la base de ejército estadounidense, a modo de bienvenida.

“Soldados asignados a Fort Hood pueden aspirar a los más altos niveles de calidad de vida del ejército. Nuevas viviendas, atención médica de calidad, comunidades prósperas, recreación y sistema educativo se combinan para asegurar que Fort Hood es El Gran Lugar.”

Un lugar donde convergen “múltiples unidades”, prosigue la bienvenida oficial, un lugar para encontrarse, para charlar, para compartir experiencias. Un lugar bien típico del centro de Texas, con sus lagos y colinas, de “inviernos tibios y veranos calientes, ideales para las actividades al aire libre”.

Un lugar que no pasa inadvertido: “Fort Hood también captura la atención de la industria del entretenimiento y es frecuente anfitrión de celebridades, artistas y shows teatrales de equipos nacionales de danza (sic). También hay muchas oportunidades para disfrutar del ambiente del centro de Texas y el talento local se luce en los clubes de Fort Hood”.

Haciendo clic en “actividades recreativas”, uno descubre el variado menú de distracciones disponibles: golf, bingo, bowling, camping, excursiones, cine, equitación, artesanías, patinaje, aerobics, club de lectura y todo tipo de deportes. El primer ítem en la lista es Caza y Pesca:

“Nuestro centro comercial es la única parada necesaria para salir a cazar. Ofrecemos licencias estatales para cazar y pescar y permisos para cazar dentro de la base. Tenemos una tienda de profesionales completamente equipada. Concursos de caza y pesca. No nos olvidamos de los cazadores con arco y flecha: tenemos repuestos y ofrecemos calibración de arcos. El centro también opera un predio de arquería y otro de tiro al plato”.

La carta de bienvenida en la página de Fort Hood termina con un consejo: “Con todos los traslados que hay en estos días, asegúrese de disfrutar al máximo su tiempo libre. La experiencia Fort Hood no se limita a lo individual. ¡Así que aproveche su estadía aquí!”

Fort Hood es el orgullo de las fuerzas armadas estadounidenses. De acuerdo con el último censo allí viven 33.711 personas en 5819 viviendas. La base se estableció en 1942, cuando Estados Unidos ingresó en la Segunda Guerra Mundial. Desde esa base partieron tropas a Vietnam, a la primera guerra de Irak y a distintas misiones alrededor del mundo. A partir del 9/11 se utiliza exclusivamente en la llamada guerra contra el terrorismo. Desde allí partieron miles de tropas a Irak y Afganistán, entre ellos más de 500 soldados que nunca volvieron.

A pesar de las comodidades que ofrece Fort Hood, algunos de sus soldados no consiguen superar el estrés postraumático. Según el Washington Post, este año ya se suicidaron diez soldados en la base.

También ocurrieron en el pasado reciente algunos incidentes atribuibles al estrés que dejaron un sabor amargo en la población de Fort Hood. Hace cuatro meses un soldado de Fort Hood mató a un compañero de batallón al volver de Irak. En septiembre de año pasado otro soldado mató a su teniente y después se mató a sí mismo.

Teniendo en cuenta que los resultados en el frente no son óptimos, diez suicidios en diez meses y un par de tiroteos al año no parecen un mal número.

Al menos eso pensaba el almirante Mike Mullen, jefe de Estado Mayor Conjunto, al elogiar al comandante de la base, teniente general Rick Lynch, por los programas antiestrés que había implementado en Fort Hood. “Algo está pasando en

Hood que yo creo que es extraordinario y que debemos emular hasta que encontremos algo mejor”, había declarado el almirante en la revista Army Times.

El mayor Nidal Malik Hasan amaba la vida militar. “Su vida era el ejército”, contó su tía, a quien Hasan visitaba durante las vacaciones, cuando se pasaba las tardes viendo jugar a su equipo preferido de fútbol americano, los Pieles Rojas de Washington. Al llegar a Texas el año pasado, como cualquier soldado, fue derecho a una armería y se compró su propia pistola semiautomática.

Pero Hasan también era un devoto musulmán y en Fort Hood los musulmanes no la tenían fácil. Los llamaban “jockey de camellos”, con todo el odio que traían de vuelta de sus guerras. Pocos días después de llegar a la base Hasan denunció a la policía un acto de vandalismo. Le habían rayado el auto con una llave y le habían arrancado una calcomanía que decía: “Alá es grande”. Pero el vándalo no lo desanimó y Hasan siguió repartiendo copias del Corán entre sus vecinos de la base.

Había nacido en Virginia hace 49 años, hijo de padres palestinos de Cisjordania que regenteaban con éxito moderado un restorán. Malik, el mayor de tres hermanos, se había recibido del secundario con buenas notas, pero no tanto como para ganarse una educación universitaria gratuita. Entonces eligió, como muchos adolescentes de clase media como él, pagársela enlistándose en el ejército, contra los deseos de sus padres.

“Es un buen estadounidense”, dijo la tía, su pariente más cercana tras la prematura muerte de los padres de Hasan, a los 48 y 51 años, hace ocho y diez años, fatalidades que afectaron profundamente a Hasan, según cuentan miembros de su familia.

Con el tiempo se recibió de médico especializado en psiquiatría en una academia militar, pero nunca abandonó su religión. Visitaba una mezquita de Virginia todos los días y trabajaba de voluntario en la guardería del templo, donde lo recuerdan porque muchas veces llegaba vestido en fajina militar. Quería casarse y formar familia pero era demasiado exigente: su esposa debía ser musulmana y rezar cinco veces por día, escribió en un sitio de encuentros para musulmanes en la web.

Tampoco estaba muy de acuerdo con la guerra contra el terrorismo. Decía que se parecía demasiado a una guerra contra el Islam.

En el 2001 empezó su residencia en el principal hospital militar de Washington y a principios de año completó una especialización en tratamiento de estrés postraumático. Sus pacientes dicen que sabía escuchar y dar buenos consejos.

Recibió una queja por predicar su fe de manera un tanto insistente entre sus colegas, pero el comité de psiquiatras del hospital que evaluó su trabajo el año pasado quedó más que satisfecho. En mayo fue promovido de capitán a coronel y en julio lo trasladaron a Fort Hood.

Cuentan sus familiares que las heridas y las historias que los soldados traían de la guerra le causaron a Hasan una profunda impresión. Su primo recuerda escucharlo hablar de un soldado que se había quemado a tal punto que parecía que su cara se había derretido.

Cuando no aguantó más, Hasan pidió un préstamo familiar para pagar sus deudas con el ejército y contrató un abogado para pedir la baja, pero no la consiguió. Para entonces ya se carteaba con su imán de Virginia, que a esa altura se había exiliado en Yemen, y que veía con simpatía los actos terroristas atribuidos a la fantasmal red Al Qaida. El FBI había interceptado esos mails, que al parecer no contenían amenazas ni avisos de lo que vendría.

Después el ejército le comunicó a Hasan que él también sería trasladado a Afganistán a fines de noviembre.

Entonces Hasan tomó una decisión: empezó a prepararse para lo que vendría. Como buen musulmán, repartió su ropa y sus muebles entre sus vecinos y regaló más copias del Corán. Como buen soldado, pasó dos francos mirando tetas en un puticlub.

El jueves de la semana pasada, a la 1.34 de la tarde Hasan se dirigió a su lugar de trabajo, un centro de procesamiento repleto de soldados a punto de ser trasladados. Encontró una mesa vacía, arrimó una silla y se sentó. Agachó la cabeza como rezando, quedó en silencio unos segundos y después se paró, sacó una pistola y un revólver, y al grito de “Allabu Abkar (Dios es Grande)”, empezó a disparar.

Dicen los testigos que Hasan les apuntaba a los uniformados, ignorando a los civiles. Salió del centro persiguiendo a un soldado herido y se encontró con dos policías militares. Bajó a la primera con dos tiros en las piernas, pero tuvo que recargar y entonces el otro policía aprovechó y le metió cuatro tiros. Hasan se dobló un instante y después se desplomó. El policía se acercó, le pateó la pistola y lo esposó.

Al principio el ejército lo dio por muerto. Pero Hasan está vivo, consciente y prendido a un respirador artificial en un hospital de Texas. Las heridas de bala lo paralizaron de la cintura para abajo y todavía no lo pueden interrogar. En Fort Hood dejó trece muertos y treinta heridos.

Y dejó algo más. Barack Hussein Obama debió sentirlo cuando visitó la base para rendirles honores a los caídos, cuidándose de no pronunciar la palabra “terrorista”. Ralph Peters, columnista del New York Post, captó la bronca y le puso palabras.

“Hasan no es el único culpable. La imperdonable corrección política del ejército de los Estados Unidos también es culpable por las bajas en Fort Hood. Dada la abundancia de señales de advertencia, es lamentable que ninguna medida se tomara con un hombre que aparentemente era conocido por elogiar a los bombarderos suicidas y que condenaba abiertamente la política de Estados Unidos. Pero ningún oficial en su cadena de mando, ni en el hospital Walter Reed ni en Fort Hood, tuvo las agallas necesarias como para tomar medidas significativas en contra de un soldado disfuncional y médico incompetente”, escribió.

“Si Hasan hubiera sido luterano o metodista seguramente lo hubieran echado a patadas. Pero los oficiales temen denuncias de discriminación cuando se enfrentan con inconductas de miembros de minorías protegidas.”

Hasan nunca entendió que el ejército protege a su propios musulmanes. Por eso mató a trece soldados perfectamente aptos para combatir a otros musulmanes, allá en Afganistán. La confusión le costó las piernas y una casi segura condena de muerte.

Cosas que pasan en El Gran Lugar.

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