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El mundo|Jueves, 6 de mayo de 2010
Final de bandera verde para las elecciones británicas

Cierre frenético de campaña

En una de las elecciones más reñidas de las últimas décadas, el conservador Cameron supera el 30 por ciento de la intención de voto, pero está lejos de una mayoría absoluta y lucha contra una altísima abstención.

Por Marcelo Justo
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Cartel de campaña que critica al primer ministro laborista Gordon Brown.

Desde Londres

Con un cierre frenético de campaña, las encuestas apuntan a una victoria conservadora, pero los porcentajes varían demasiado para asegurar que David Cameron será primer ministro mañana viernes. En una de las elecciones más reñidas de las últimas décadas, el conservador supera el 30 por ciento de la intención de voto en las encuestas, pero está lejos de una mayoría absoluta y lucha contra el factor más imponderable de esta elección: el altísimo porcentaje de indecisos. En el curso de la semana, el primer ministro Gordon Brown parece haber neutralizado el infierno más temido de los laboristas, el tercer puesto, y el liberal-demócrata Nick Clegg, la gran sorpresa de esta campaña, ha perdido un poco de fuerza. Aun así el nivel de incertidumbre es muy alto y coloca en primer plano las peculiaridades del sistema electoral británica, el nivel de ausentismo electoral y el impredecible voto táctico.

David Cameron no durmió el martes por la noche y siguió la campaña de corrido todo el miércoles para intentar convencer al electorado de que luego de trece años de laborismo, él representa un cambio indispensable. En sus recorridas nocturnas el líder conservador habló con panaderos, pescadores y enfermeros en distritos de Cumbria, Lancashire, Yorkshire y Lincolnshire antes de lanzar el último “sprint” por Gales y Bristol. El maratón fue una manera de mostrar que está montado a una ola triunfal que va a llevar a su partido a 10 Downing Street. El primer ministro Gordon Brown también mostró un considerable resto de adrenalina luego de una campaña en la que lució agotado y torpe. Ayer su mensaje era claro y tenía algo de sus épocas de vibrante dirigente estudiantil, mucho antes del matrimonio de conveniencia que selló con el mundo de las finanzas y las clases medias bajo el estandarte del “Nuevo Laborismo”. En relación con el ajuste que planean los conservadores para lidiar con un déficit fiscal del 11,6 por ciento, eje temático de su campaña, Brown recalcó que “todo el mundo, menos los conservadores, sabe que si uno hace los recortes mal y antes de tiempo pone en peligro la recuperación económica”. El gran beneficiado de los tres debates televisivos de estilo “presidencialista” que se hicieron por primera vez en una campaña británica, el liberal-demócrata Nick Clegg, insistió que él (y no David Cameron) representa el cambio por ser la ruptura con el bipartidismo que ha dominado la política británica en las últimas décadas.

Cameron aspira al éxito de Tony Blair en 1997, cuando después de 18 de thatcherismo logró una mayoría absoluta para los laboristas al encarnar el anhelo de cambio de una población cansada del discurso conservador. No deja de ser una paradoja que el espejo electoral que le gustaría encontrar hoy a Gordon Brown es el de un conservador, John Major, que en 1992 le birló a último momento al laborista Neil Kinnock una elección que parecía tener ganada. Major logró sintonizar con el miedo al cambio que experimentaban los británicos en medio de la profunda recesión de principios de los ’90. Brown espera conseguir lo mismo en medio de la actual crisis económica, la peor desde los años ’30. En cuanto a Clegg, los liberales perdieron el tren en 1922 ante el surgimiento de los laboristas como segunda fuerza política británica y no lo han recuperado desde entonces. De ahí que insistan en que ésta es una oportunidad “única en mucho tiempo” para lograr un cambio sísmico de la política británica.

El sistema electoral puede resultar decisivo. En el Reino Unido se eligen los diputados de 650 circunscripciones, quienes a su vez deciden quién es el primer ministro: elección directa de los diputados, indirecta del mandatario. En cada circunscripción, no importa si la diferencia es de un voto o 100 mil: el partido que gana se lleva el escaño, es decir, todo lo que hay en juego. Al no registrar la proporción de votos de cada partido, sino simplemente el número de distritos electorales que se ganan, este sistema produce resultados paradójicos como los de 1950 y 1974 en los que el partido que ganó más votos no fue el que consiguió más escaños y por lo tanto no pudo gobernar. Sin llegar a este extremo, en la elección de 2005 los laboristas obtuvieron un 35 por ciento del voto y se llevaron el 54 por ciento de los escaños en juego, mientras que los liberal-demócratas ganaron un 22 por ciento del voto y se quedaron con un poco más del 10 por ciento de los parlamentarios. Según la última encuesta de encuestas de la BBC, los conservadores obtienen el 35 por ciento de los votos, pero sólo consiguen 270 escaños, dos menos que los laboristas, que con un 29 por ciento del voto se convertirán en la primera minoría parlamentaria. Por su parte, los liberal-demócratas, eternos perdedores con este sistema, se llevan 79 escaños, con un 26 por ciento de los votos.

Dada la peculiaridad del sistema electoral, mucho dependerá del resultado en unas 70 circunscripciones en donde hay mínimas diferencias entre laboristas y conservadores por un lado y conservadores y liberales por el otro. En este sentido, el voto táctico pueda ser decisivo. De hecho dos altos dirigentes laboristas sugirieron a sus seguidores que opten en su circunscripción por el candidato que tenga más posibilidades de evitar una victoria conservadora: si es liberal-demócrata que lo voten. En caso de que nadie alcance una mayoría propia, la única alternativa será un gobierno de coalición (el primero desde 1974). El precio de los liberal-demócratas a una alianza de este tipo será sin duda una reforma electoral que contemple la proporcionalidad en el voto y su regreso al centro de la escena política.

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