Imprimir|Regresar a la nota
El mundo|Jueves, 3 de febrero de 2011
Hombres leales al presidente egipcio chocaron contra los manifestantes que desde hace días piden el cambio de régimen

El contraataque de Mubarak azuzó la ira

Unos egipcios contra otros egipcios con piedras, garrotes y palos se enfrentaron todo el día en la plaza principal de El Cairo. El ejército se abstuvo de intervenir. El saldo al final de la jornada era de tres muertos y 1500 heridos.

Por Robert Fisk *
/fotos/20110203/notas/na19fo01.jpg
“Mubarak logró que los egipcios se vuelvan en contra de los egipcios por sólo nueve meses más de poder”, dijo un herido.

Desde la plaza Tahrir, El Cairo

La contrarrevolución del presidente Hosni Mubarak chocó con sus oponentes ayer en un aluvión de piedras, garrotes, barras de hierro y palos, en una batalla que duró todo el día en el centro mismo de la capital que él afirma gobernar entre decenas de miles de jóvenes, ambos –y aquí está la más peligrosa de todas las armas– blandiendo en los rostros de los contrarios la bandera de Egipto.

La lucha a mi alrededor en la plaza llamada Tahrir era tan terrible que podíamos oler la sangre. Los hombres y mujeres que están exigiendo el final de la dictadura de 30 años de Mubarak –vi a mujeres jóvenes con bufandas y polleras largas de rodillas rompiendo las piedras del pavimento mientras caían rocas a su alrededor– luchaban con inmenso coraje que más tarde se convirtió en una crueldad terrible. Más tarde el gobierno informó que hubo 3 muertos y 637 heridos –según la cadena Al Jazeera los heridos eran 1500–.

Algunos arrastraban a los hombres de seguridad de Mubarak por la plaza, golpeándolos hasta que salía sangre de sus cabezas y manchaban su ropa. El Tercer Ejército egipcio, legendariamente famoso por cruzar el Canal de Suez en 1973, no pudo –o no quiso– ni siquiera cruzar la plaza Tahrir para ayudar a los heridos. Mientras miles de egipcios gritaban abuso –y esto es lo más cercano a una guerra civil–, se lanzaban unos contra otros como luchadores romanos, simplemente aplastaron a las unidades de paracaidistas que “vigilaban” la plaza, trepándose sobre sus tanques y vehículos blindados y luego usándolos para cubrirse.

Un comandante de tanque Abrams –y yo estaba a sólo tres metros– simplemente esquivó las piedras que rebotaban contra el tanque, saltó dentro del vehículo y cerró la escotilla. Los partidarios de Mubarak se treparon entonces al tanque para tirar más rocas a sus jóvenes y enloquecidos antagonistas.

Supongo que es lo mismo en todas las batallas, aunque (todavía) no han aparecido las armas; el abuso de ambos lados provocó una lluvia de rocas de los hombres de Mubarak –sí, ellos comenzaron– y luego los manifestantes que tomaron la plaza para pedir el derrocamiento del anciano comenzaron a romper las piedras para tirarlas de vuelta.

Para cuando llegué a la línea del “frente” ambos bandos estaban gritando y atacándose entre ellos, la sangre corría por sus rostros. En un momento, antes de que pasara el shock del ataque, los partidarios de Mubarak casi cruzan toda la plaza frente el monstruoso edificio Mugamma –una reliquia del esfuerzo nasserista– antes de que los echaran.

Ahora que los egipcios están luchando contra los egipcios, ¿cómo debemos llamar a esta gente peligrosamente furiosa? ¿Los mubarakitas? ¿Los “manifestantes” o más inquietantemente la “resistencia”? Porque es así como se llaman a sí mismos los hombres y mujeres que están luchando para derrocar a Mubarak. “Esto es obra de Mubarak”, me dijo un tirador de piedras herido. “Ha logrado que los egipcios se vuelvan en contra de los egipcios por sólo nueve meses más de poder. Está loco. ¿También están locos ustedes en Occidente?”

No recuerdo cómo contesté a esta pregunta. Pero cómo me podía olvidar de haber visto, sólo unas pocas horas antes, cuando al “experto” en Medio Oriente Mitt Romney, ex gobernador de Massachusetts, le preguntaron si Mubarak era un dictador. No, dijo que era una “figura de estilo monárquico”.

La imagen del rostro de este monarca era llevada en carteles gigantes, una provocación impresa, a las barricadas. Distribuidos por funcionarios del Partido Nacional Democrático (PND), muchos eran llevados por hombres que portaban garrotes y bastones de policía. No había duda sobre esto porque yo había conducido hacia El Cairo desde el desierto mientras se formaban afuera del Ministerio de Exterior y del edificio de la radio estatal en la ribera este del Nilo. Había altoparlantes con canciones y llamadas a la eterna vida para Mubarak (una muy larga presidencia por cierto) y muchos estaban sentados en motocicletas nuevas, como si se hubieran inspirado en los matones de Mahmud Ahmadinejad después de las elecciones iraníes de 2009.

Sólo cuando pasé el edificio de la radio es que vi a miles de jóvenes hombres entrando desde los suburbios de El Cairo. Había mujeres también, la mayoría vestía el tradicional traje negro y las bufandas blancas y negras; unos pocos niños entre ellas, caminando por el pasillo detrás del Museo Egipcio. Me dijeron que tenían tanto derecho a estar en la plaza Tahrir como los manifestantes –es cierto, por otro lado– y que intentaban expresar su amor por su presidente en el lugar donde había sido tan profanado.

Y tenían razón, supongo. Los demócratas –o la “resistencia”, dependiendo del punto de vista– habían sacado a los matones de la fuerza de seguridad de esta misma plaza el viernes. El problema es que los hombres de Mubarak incluyen algunos de los mismos matones que yo vi entonces, cuando estaban trabajando con la policía de seguridad armada para apalear y atacar a los manifestantes. Uno de ellos, un joven con una camisa amarilla, pelo revuelto y enrojecidos ojos brillantes llevaba la misma barra de acero que había estado usando el viernes. Una vez más, los defensores de Mubarak estaban de vuelta. Hasta cantaban el mismo viejo refrán: “Con nuestra sangre, con nuestra alma, a vos nos dedicamos”.

Caminé al lado de las filas de Mubarak y llegué al frente cuando ellos comenzaron otro ataque a la plaza Tahrir. El cielo estaba lleno de rocas. Estoy hablando de piedras de 15 centímetros de diámetro, que golpeaban el terreno como esquirlas de mortero. De este lado de la “línea”, por supuesto, llegaban de los opositores a Mubarak. Se cascaban y se dividían y golpeaban contra las paredes a nuestro alrededor. En ese punto, los hombres del gobierno se volvieron y corrieron en estado de pánico mientras los opositores del presidente empujaban hacia adelante. Me paré de espaldas a una ventana de una agencia de viajes cerrada –recuerdo un poster para un fin de semana romántico en Luxor y “el valle de las tumbas”–. Pero las piedras caían como lluvia, cientos de ellas al mismo tiempo, y luego un nuevo grupo de hombres estuvo a mi lado, los manifestantes egipcios de la plaza. Pero en su furia ya no gritaban “Abajo Mubarak” y “Mubarak Negro” sino Alá Akbar –Dios es grande– y podía escuchar esto una y otra vez a medida que progresaba el día. Un lado gritaba Mubarak, el otro Dios. No había sido así 24 horas antes. Me dirigí hacia un terreno más seguro donde las piedras ya no se astillaban y de pronto estaba entre los opositores de Mubarak.

Por supuesto, sería exagerado decir que las piedras oscurecían el cielo, pero por momentos había cientos de piedras volando por el cielo. Destrozaron totalmente un camión del ejército, rompiendo las ventanas, abollando sus costados. Las piedras partían de las calles laterales a la calle Champollion y en Talaat Harb. Los hombres estaban sudando, con vinchas rojas, gritando su odio. Muchos sostenían trapos blancos en las heridas. Algunos eran llevados derramando sangre por toda la calle.

Y un increíble número usaba el traje islamista, pantalones cortos, sacos grises, largas barbas y gorros blancos. Gritaban Alá Akbar más fuerte y bramaban su amor a Dios. Sí, Mubarak lo había hecho. Había sacado a los salafistas contra él, junto a sus enemigos políticos. De tanto en tanto, agarraban a algunos jóvenes, tenían los rostros hinchados de puñetazos y gritaban temiendo por sus vidas. La documentación encontrada entre sus ropas probaba que trabajaban para el Ministerio de Interior de Mubarak.

Muchos de los manifestantes –jóvenes seculares, abriéndose camino entre los atacantes– trataban de defender a los prisioneros. Otros –y vi a un montón de “islamistas” entre ellos–, con las barbas de rigor, pegaban puñetazos contra las cabezas de estos pobres hombres, usando grandes anillos en sus dedos para cortar la piel para que la sangre se derramara por sus rostros. Un joven, con una remera roja desgarrada, y el rostro hinchado de dolor, fue rescatado por dos hombres macizos, uno de los cuales puso al ahora casi desnudo prisionero sobre su hombro y se abrió camino entre la multitud.

Así se salvó la vida Mohamed Abdul Azim Mabrouk Eid, policía de seguridad número 2.101.074, de la gobernación de Giza –su pase de seguridad era azul con tres pirámides estampadas en la cubierta–. Otro hombre fue rescatado de la multitud enfurecida, pegando alaridos y agarrándose el estómago. Y detrás de él un escuadrón de mujeres, de rodillas, rompía piedras.

Hubo momentos de farsa en medio de todo esto. A media tarde, cuatro caballos montados por los partidarios de Mubarak entraron en la plaza, junto con un camello –sí, un camello verdadero que debe haber sido traído de las pirámides–, sus aparentes jinetes drogados cayéndose. Encontré a los caballos pastando al lado de un árbol tres horas más tarde. Cerca de la estatua de Talaat Harb, un chico vendía Agwa –una delicia de pan egipcio– mientras del otro lado del camino estaban paradas dos figuras, una niña y un niño, sosteniendo bandejas de cartón idénticas frente a ellos. La bandeja de la niña estaba llena de paquetes de cigarrillos. La bandeja del niño estaba llena de piedras.

Hubo escenas que deben haber provocado dolor personal y angustia para aquellos que las experimentaban. Había un hombre alto, musculoso, herido en la cara por una piedra, cuyas piernas simplemente se doblaban al lado de la cabina de teléfono. Y estaba el soldado del vehículo blindado que dejó que las piedras volaran a su lado hasta que saltó a la calle junto con los enemigos de Mubarak, abrazándose a ellos, mientras las lágrimas corrían por su rostro.

No sé realmente quién ganó la batalla de la plaza Tahrir ayer, aunque no permanecerá sin resolver durante mucho tiempo. Al atardecer, las piedras todavía golpeaban contra los caminos y sobre la gente. Después de un tiempo, comencé a agacharme cuando vi pasar los pájaros.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Páginal12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.