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El mundo|Domingo, 6 de febrero de 2011
OPINION

El otoño del patriarca

Por Robert Fisk *
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Desde El Cairo

El viejo se va. Pero la renuncia de anoche al liderazgo del gobernante Partido Nacional Democrático (PND), que incluyó al hijo de Hosni Mubarak, Gamal, no aplacará a los que quieren la salida del presidente egipcio. Pero obtendrán su sangre. El edificio de poder que representaba en PND ahora es sólo una cáscara, un poster de propaganda sin nada detrás.

La visión del nuevo y delirante primer ministro de Mubarak, Ahmed Shafiq, diciéndoles ayer a los egipcios que las cosas estaban “volviendo a la normalidad” fue suficiente para demostrarles a los manifestantes que el régimen estaba hecho de cartón. Hace doce días que los manifestantes vienen demandando masivamente que se vaya al exilio el hombre que gobernó el país por 30 años. Cuando la cabeza del comando central del ejército se reunió personalmente con las decenas de miles de manifestantes pro democracia para pedirles que se fueran a sus casas, simplemente se le rieron. En su novela El otoño del patriarca, Gabriel García Márquez describe la conducta de un dictador bajo amenaza y su psicología de negación total. En sus días de gloria, el autócrata cree que es un héroe nacional. Frente a la rebelión, culpa a “manos internacionales” y a las “agendas ocultas” por esta inexplicable revuelta en contra de su gobierno benevolente pero absoluto. Esos que fomentan la insurrección son “usados y manipulados” por los poderes extranjeros que odian el país. Entonces –y acá uso un resumen de García Márquez hecho por el gran autor egipcio Alaa Al Aswany– “el dictador trata de probar las capacidades de la maquinaria, haciendo todo menos lo que debería hacer. Se vuelve peligroso. Después de eso, accede a hacer todo lo que quieren que haga. Más tarde, se va”.

Hosni Mubarak parece estar en la cúspide del cuarto escalón, la salida final. Por 30 años fue el “héroe nacional”: participó en la guerra de 1973, fue jefe de la fuerza aérea egipcia, sucesor natural de Gamal Abdel Nassar así como de Anwar Sadat. Después, confrontado con la creciente furia de su propia gente por su poder dictatorial, su policía estatal, sus torturadores y la corrupción de su régimen, culpó a la oscura sombra de los enemigos ficticios de su país (Al Qaida, los Hermanos Musulmanes, Al Jazeera, CNN, los Estados Unidos). Debemos recién haber pasado la fase peligrosa.

La policía de seguridad de Mubarak arrestó el jueves a 22 abogados por asistir a otros abogados de derechos humanos que estaban investigando el arresto y el encarcelamiento de más de 600 manifestantes egipcios. Los salvajes policías antimotín que fueron piadosamente removidos hace nueve días de las calles cairotas y las bandas podridas por las drogas que ellos subvencionan son parte de lo que queda de las armas, heridas y peligrosas, del dictador. Esos matones –que trabajan bajo las órdenes directas del Ministerio del Interior– son los mismos que dispararon el viernes a la mañana en la plaza Tahrir, matando a tres hombres e hiriendo a otros 40. La lamentable entrevista de la semana pasada con Christiane Amanpour, en la que dijo que no quería ser presidente pero que se tomaría otros siete meses para salvar a Egipto del “caos”, fue la primera pista de que estaba por llegar el escalón cuatro.

Al-Aswany se dedicó a “romantizar” la revolución, si eso es lo que es en realidad. Cayó en el hábito de las mañanas literarias antes de unirse a los insurrectos y la semana pasada sugirió que la revolución vuelve al hombre más honorable, así como enamorarse vuelve a cualquier persona más digna. Le dije que un montón de gente enamorada invierte un excesivo tiempo eliminando a sus rivales y que yo no podía pensar en ninguna revolución que haya producido eso. Pero su respuesta, en la que decía que Egipto había sido una sociedad liberal desde los días de Mohamed Ali Pasha y que fue el primer país árabe (en el siglo XIX) que tuvo partidos políticos, aportó convicción.

Si Mubarak se va hoy u otro día de esta semana, los egipcios debatirán por qué les llevó tanto deshacerse de este dictador de pacotilla. El problema es que bajo estas autocracias –la de Nasser, Sadat, Mubarak y la de cualquiera al que Estados Unidos bendiga–, los egipcios se saltaron dos generaciones de madurez. La primera tarea esencial de un dictador es “infantilizar” a su gente, transformarlos en niños de seis años, obedientes a un jefe patriarcal. Les darán periódicos falsos, elecciones falsas, ministros falsos. Si desobedecen, los golpearán en las estaciones de policía o los encarcelarán en el complejo carcelario Tora. Si son persistentemente violentos, los colgarán.

Sólo cuando el poder de la juventud y de la tecnología fuerce a su dócil población a crecer y a organizar su inevitable revolución, se les hará evidente a esta gente infantilizada que el gobierno también estaba conformado por niños, el mayor de ellos de 83 años. Todavía, a través de un cadavérico proceso de ósmosis política, el dictador también tuvo por 30 años infantilizados a sus supuestos aliados maduros de Occidente. Ellos compraron la idea de que Mubarak por sí solo sostenía la pared de hierro que contenía la marea que se filtraba en Egipto y en el mundo árabe. Los Hermanos Musulmanes –con raíces históricas genuinas en Egipto y con derecho a entrar en el Parlamento a través de una elección justa– parecen el cuco que pronuncian los conductores, a pesar de que no tienen ni la más mínima de lo que es o lo que era.

Pero la infantilización fue más lejos. Lord Blair de Isfahan apareció en la CNN la otra noche y se mostró furioso cuando le preguntaron si compararía a Mubarak con Saddam Hussein. Absolutamente no, respondió. Sa-ddam había empobrecido a un país que alguna vez había tenido un estándar de vida más alto que el de la propia Bélgica, mientras que Mubarak había incrementado el Producto Bruto Interno (PBI) en un 50 por ciento en diez años. Lo que Blair debería haber dicho es que Saddam asesinó a decenas de miles de su propia gente mientras que Mubarak ha asesinado/ colgado/ torturado sólo a unos miles. Pero la camisa de Blair está ahora tan ensangrentada casi como la de Saddam. Entonces, ahora los dictadores deben ser juzgados sólo por sus registros económicos.

Obama fue un paso más allá. Anteayer nos dijo que Mubarak era “un hombre orgulloso pero un gran patriota”. Fue extraordinario. Para hacer tal declaración, fue necesario creer que el dictador no conocía la evidencia masiva de la fiereza de la policía de seguridad egipcia durante 30 años ni se enteró de la tortura y la brutal represión a los manifestantes durante los últimos trece días. Mubarak, en su inocencia senil, podría no haberse enterado de la corrupción o de los “excesos” –una palabra que está volviendo a ponerse de moda en El Cairo–, pero no podría estar ajeno a la violación sistemática de los derechos humanos, de la falsedad de cada elección. Este es un viejo cuento ruso. El zar es la gran figura del padre, el líder perfecto y venerado. Es lógico que no se entere de lo que sus subordinados están haciendo. No se da cuenta de lo mal que los siervos son tratados. Si alguno le dijera la verdad, él terminaría con la injusticia. Los sirvientes del zar, por supuesto, son cómplices de esto.

Pero Mubarak no ignoraba la injusticia de su régimen. Sobrevivió a través de la represión, de las amenazas y de las falsas elecciones. Siempre lo hizo. Como Sadat. Como Nasser, que según el testimonio de una de sus víctimas que era amigo mío, les permitía a sus torturadores colgar a los prisioneros sobre piletones de heces hirvientes y remojarlos en ellos. A lo largo de 30 años, los sucesivos embajadores estadounidenses le informaron a Mubarak de los tormentos que fueron perpetrados en su nombre. Ocasionalmente, Mubarak les expresó sorpresa y una vez prometió terminar con las arbitrariedades policiales. Pero eso nunca pasó. El zar aprobaba completamente lo que su policía secreta estaba haciendo.

Los manifestantes en El Cairo, Alejandría, Port Said están entrando por supuesto en un período de gran temor. Su “Día de la Partida” del viernes –predicado bajo la idea de que si realmente creían que Mubarak se iría la semana pasada, él lo haría siguiendo de alguna manera el testamento de la gente– resultó ser el “Día de la Desilusión”.

Ahora están construyendo un comité de economistas, intelectuales y políticos “honestos” que negocien con el vicepresidente Omar Suleimán, sin darse cuenta aparentemente de que Suleimán es el próximo general que será aprobado por los estadounidenses, que Suleimán es un hombre despiadado que no le temblará la mano para usar la misma policía de seguridad de Mubarak, a la que se le confió la eliminación de los enemigos del Estado que estaban en la plaza Tahrir.

A la traición siempre le sigue una revolución exitosa. Y esto podría suceder. El oscuro cinismo del régimen se mantiene. Muchos manifestantes pro democracia se percataron de un fenómeno extraño. En los meses previos al estallido de la protesta del 25 de enero, hubo una serie de ataques a las Iglesias Coptas de todo Egipto. El Papa reclamó la protección de los cristianos egipcios, que son un 10 por ciento de la población. Occidente se horrorizó. Mubarak descargó la culpa en las familiares “manos foráneas”. Pero después del 25 de enero, no se tocó ni un solo pelo de una cabeza copta. ¿Por qué? Porque los responsables tenían otras violentas misiones que cumplir.

Cuando Mubarak se vaya, se revelarán terribles verdades. Como dicen, el mundo espera. Pero nadie espera más atentamente, más valientemente, más temerosamente que las mujeres y los hombres jóvenes que pueblan la plaza Tahrir. Si de verdad están al borde de la victoria, estarán a salvo. Si no lo están, ahí volverán a escucharse los golpes de medianoche en muchas puertas.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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