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El mundo|Martes, 25 de marzo de 2003

Los exiliados que vuelven listos para morir por Irak

En la frontera jordana se esperaba un flujo masivo de refugiados iraquíes. Eso no pasó. Y sí lo opuesto: muchos están volviendo para luchar por su país. El enviado de Página/12 estuvo allí y cuenta lo que vio.

Por Eduardo Febbro
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Los exiliados en Jordania vuelven a pelear en Irak de buen ánimo, y con la moral alta.
Los iraquíes no huyen de su tierra. Regresan. Una nube de abrazos, de apretones, de emociones no dichas envuelve la estación terminal de donde parten los micros y los autos con destino a Irak. A 300 kilómetros de la capital jordana los campos de refugiados instalados por los organismos humanitarios en la frontera jordano-iraquí son un inmenso vacío, un abismo de arena y desierto barrido por el viento. Las 20.000 personas esperadas nunca vinieron. No están allí sino haciendo el camino inverso. Sus voces potentes y conmovidas iluminan el pálido atardecer de la estación terminal de Ammán. Ayer, 15 autobuses repletos partieron de la terminal con rumbo a Bagdad. Más de 800 personas en un solo día dispuestas a desafiar todos los peligros “para morir en casa”, como dice Amjad desde sus apenas 25 años. “Si un país árabe como Kuwait ayuda a los norteamericanos a matar a otros árabes, entonces es mejor regresar y morir en casa. Acá, en Jordania, somos extranjeros, somos poca cosa. Y como hay que morir, entonces que sea en nuestra propia tierra.”
Entre los 40 pasajeros del último transporte del día hay una sola mujer. Los hombres se concentran para hacer entrar como pueden los bártulos que llevan en el viaje: un poco de comida, mantas, agua, ropa vieja para protegerse durante la travesía Ammán-Bagdad: poco más de 800 kilómetros y una avalancha de peligros. La coalición anglonorteamericana que atacó Irak esperaba ganar la guerra en un puñado de días. Los iraquíes ofrecieron una resistencia inesperada y esas imágenes dieron vuelta el panorama. Los que tenían que partir al éxodo no lo hicieron y los que vivían protegidos decidieron ir a mirar a la muerte cara a cara. Vuelven por dos razones: para estar junto a sus familias en los pueblos atacados, para combatir “no por Saddam sino por la patria”, como dice el conductor de uno de los micros. Las despedidas son insoportables. Los hombres no lloran pero esconden las lágrimas entre una pitada y otra de cigarrillo, dan vueltas alrededor de los autos, miran ensimismados el minarete iluminado de la mezquita. Los teléfonos móviles suenan a cada minuto. Amjad responde, escucha y luego dice: “Vamos, si tu problema es el dinero no te preocupes. Si querés volver a Bagdad yo te pago el viaje. Salimos en 40 minutos”. No tienen miedo, ni siquiera odio. Najid se asombra cuando se le recuerdan los crímenes de Saddam. “¿Crimen?”, pregunta. Reflexiona un instante y luego dice: “Hay una escala que es así: primero Dios, después la patria, Irak, luego Saddam y al final Chirac, que defiende a los árabes”. Ali Abdul, otro de los pasajeros del último micro, se introduce en la conversación. Se le ve en los ojos la determinación. “No tenemos miedo de volver. Si el pueblo iraquí está siendo bombardeado, queremos ser iguales a nuestros hermanos. Dios nos dio la vida y sólo Dios puede quitárnosla. Mientras Saddam Hussein resista, seguiremos regresando a Irak. Es nuestro presidente.” El micro tiene como destino final Bagdad, la capital bombardeada. Algunos pasajeros no se declaran ni a favor ni contra Saddam Hussein. Su idea del sacrificio no es la política, la etnia o la religión. Es todo eso junto: “Decidí volver para estar con mi familia, porque no puedo tolerar que las bombas caigan sobre ellos y no sobre mí. Pero estar junto a los míos no significa que permaneceré pasivo. Voy a defender mi pueblo. Regreso para salvar el territorio iraquí. Incluso si no tenemos armas, no me importa. Combatiré lo mismo, con cuchillos o con espadas”, dice Faysal dejando explotar la rabia contenida. Haidar es chiíta, la comunidad religiosa enemiga “mortal” de los sunnitas que están en el poder en Bagdad. En la primera Guerra del Golfo, los chiítas se unieron a la alianza internacional que desalojó las tropas iraquíes de Kuwait. Pero después de la guerra, Saddam se vengó asesinando a mansalva a decenas demiles de chiítas. La gran coalición armada internacional estacionada en la frontera iraquí no movió un solo tanque para evitar la matanza. Hoy, son los chiítas quienes se oponen con ferocidad al avance de ejército norteamericano. Haidar hace el viaje desde Ammán y no le importan los crímenes de ayer: “Mi causa no es la causa chiíta ni la posición contra Saddam Hussein. Mi compromiso es la causa nacional, o sea, lograr que los norteamericanos y los ingleses salgan de Irak. Son todos sionistas, siempre apoyan las tesis sionistas. En Irak, los cristianos, los musulmanes, los chiítas y los sunnitas estamos unidos para combatir ese movimiento sionista que nos invadió”. Los pasajeros del micro asienten en coro. Uno se adelanta y clama: “De todas formas, ya no se trata de saber si somos chiítas o sunnitas. En mi caso, mientras esté lejos de mi patria sentiré que no soy un hombre. Prefiero morir por la causa nacional de Irak antes que sentir que en mis venas corre la sangre de un cobarde que ve por la televisión cómo matan a su familia. Es una batalla por el honor, no es una batalla en nombre de la religión. Si no somos hermanos de religión, somos hermanos lo mismo porque somos hombres de una misma tierra”.
El conductor enciende el motor. Una espesa nube de humo negro invade la explanada. Los hombres rompen el círculo, instalan sus objetos personales en los asientos y ocupan sus lugares. Cuatro autos llenos de gente llegan de pronto. Hay más pasajeros que buscan partir que lugares libres. El viaje dura 15 horas a lo largo de una ruta recta e interminable como el miedo. Uno de los choferes es jordano. Ismael Ahmad tiene mirada feliz. “Salí de Bagdad ayer y llegué esta tarde a Ammán sano y salvo. En el viaje de ida, la mayoría de los pasajeros sabían que retornaban a encontrarse con sus familias pero también con la muerte. Hay un proverbio árabe que dice: hay una sola vida y un solo Dios. Si no acepto conducir hasta Bagdad, el mismo Dios que me creó puede llamarme a su lado. Mi vida no vale más que la de los iraquíes que están muriendo del otro lado de la frontera. Estoy dispuesto a hacer el mismo viaje, diez, 20 veces más. Para mí, Irak es el país con el que pagué el pan de mis hijos. Ahora que el país sufre, no debo abandonar el país que me dio de comer. Hace 11 años que hago este trabajo. Seguiré llevando a la gente a través de la línea Ammán-Bagdad.”
Las maletas se acumulan en el baúl. Apenas queda espacio para un par de bolsos y frazadas maltrechas. La gran mayoría de los pasajeros son extremadamente jóvenes. El director de la compañía de transportes reconoce que “el éxodo al revés” se amplificó en los últimos dos días. “Las imágenes de la televisión con los heridos y los muertos iraquíes de la guerra y, sobre todo, la resistencia del régimen de Saddam frente a los invasores provocó un shock, una suerte de reacción de orgullo y solidaridad con los que están adentro. Muchos iraquíes de afuera pensaban que ocurriría lo mismo que en 1991, que el régimen de desmoronaría rápidamente. Pero como no ocurrió así, el llamado de la tierra natal, el amor por la familia es más fuerte que el miedo a la muerte.” Al-Muhammad, un pasajero de último momento, cuenta que tomó la decisión del retorno por el temor de que a su familia “le pasara algo feo sin que yo estuviera a su lado y porque la desproporción entre la fuerza militar de los Estados Unidos y la de Irak es demasiado injusta. Mi país necesita de mí, para ocuparme de los heridos, para combatir. Al principio se dijo que la guerra duraría seis días. Ya pasaron e Irak resiste. Con la ayuda de Dios expulsaremos al extranjero por donde vinieron. Vuelvo para atar mi futuro al futuro de mi pueblo”.
Empleados, hombres humildes y cabizbajos, vendedores ambulantes de cigarrillos, los pasajeros del último micro del día nada tienen de militares, de militantes de algún partido ni de saddamistas enardecidos. Son gente del pueblo que retorna a sus raíces. Ahmed explica que “durante la primera Guerra del Golfo Saddam Hussein ya recibió la lección que semerecía. Ahora es una guerra por el petróleo, se quiere cambiar el mapa de la región y dominar todo esto para controlar Irak y sus reservas de petróleo”. La hora de la partida llega. El micro se adelanta unos metros. Los pasajeros corren, se abrazan con los amigos y la familia que vino a despedirlos. Otros bajan, estrechan las manos que se tienden, sonríen en un silencio comprensivo, largo, lento, plural. El instante final muerde los rostros y las miradas. Se escucha un murmullo de voces que se dicen al filo de la despedida los secretos del amor y la esperanza.
Los refugiados iraquíes no existen. No hay nadie huyendo en las fronteras. Estaban en los cálculos de ese Occidente que cura con una mano las heridas que provoca con la otra. Saddam Hussein es un dictador de la peor especie, pero George Bush y sus ejércitos le crearon el mejor aliado. El ejército del pueblo, dispuesto a cerrar los ojos, olvidar su propia vida, subir a un auto y desafiar todas las formas de la muerte.

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