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El mundo|Domingo, 30 de marzo de 2003
OPINION

¿Un imperio de 10 días?

Por Claudio Uriarte
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Donald Rumsfeld no ha perdido su guerra contra Irak, pero ciertamente ya perdió su desafío. El plan inicial, divulgado por innumerables portavoces extraoficiales del Pentágono, anticipaba una guerra muy corta (de siete a 10 días), librada con fuerzas livianas, en base a la previsión de una deserción masiva del ejército de Irak y de una especie de toma de la Bastilla por parte del pueblo iraquí contra las unidades de elite que no desertaran. Ese escenario no se está verificando.
Un artículo de estos días del estratega Edward N. Luttwak, que intenta defender a Rumsfeld pero en realidad entrega involuntariamente todos los argumentos para refutarlo, argumenta que “las divisiones iraquíes, con sus cientos de miles de soldados, no están librando batallas divisionales para enfrentarse a la ofensiva completa que se dirige hacia Bagdad”. Ese es exactamente el problema de los angloamericanos: las Fuerzas Armadas iraquíes no se están comportando al modo de una guerra clásica, sino diversificando su resistencia en una panoplia irregular de unidades paramilitares y bandas armadas de distinto carácter, para las que el plan inicial no entregaba previsiones.
El escenario de una población iraquí recibiendo a los “libertadores” con rosas desde los balcones tampoco se verificó. Lo más probable es que la “población iraquí”, amiga o enemiga del régimen de Saddam Hussein, esté profundamente enterrada en los sótanos de sus casas, aprovisionándose de reservas de aguas y alimentos. Y, cuanto más dure la resistencia de Saddam, más se endurecerá el sentimiento patriótico, aunque más no sea por la simple razón de que la gente siempre estará con el que está ganando, sobre todo si se trata del propio país.
Pero esto no debe inducir a pensar que Saddam puede triunfar. No hay forma de que un Estados Unidos de superioridad militar incuestionable pueda perder su guerra; la única incógnita es de qué forma la ganará. El Pentágono pecó de optimismo e imprevisión, asumiendo que ocurriría el mejor de los casos. Ante esto, el simple sentido común llamaba a preguntarse: ¿y qué pasa si el mejor de los casos no pasa? Ahora, cuando eso no ha pasado, están dando vuelta el argumento, sosteniendo que la guerra puede durar “días, semanas o meses”, y que en todo caso la dureza de la empresa fortalecerá el temple del ejército norteamericano. Claramente, la Doctrina Rumsfeld falló. Finalmente, era cierto –como decía el ejército estadounidense– que se necesitaban fuerzas masivas para conquistar Irak, y que todo no caería tan fácilmente como el castillo de naipes de Afganistán.
Sin embargo, y nuevamente, esto no prejuzga el resultado final del conflicto, ni tampoco su duración. Anunciar un triunfo rápido fue un error político, pero no necesariamente militar. El ataque a Bagdad se concretará tan pronto como se restauren las líneas logísticas y de aprovisionamiento desde el sur. Los norteamericanos, fieles a su característica ciclotimia maníaco-depresiva, han pasado de pronosticar siete o 10 días de guerra a anticipar un conflicto de meses. Eso es inverosímil: el ataque a Bagdad está próximo, y las 100.000 tropas adicionales que el Pentágono ordenó movilizar el jueves cumplen a lo sumo un rol de reaseguro; no habrá que esperarlas para lanzar el gran ataque. No parece probable que la guerra dure más de cuatro o cinco semanas.
Pero la confrontación con un terreno hostil condiciona el resultado político de la contienda. Durante estos primeros días, los norteamericanos buscaron escrupulosamente evitar bajas civiles iraquíes, para congraciarse con la población que tendrán que regir. La estrategia de “shock and awe” (conmoción y estupor), basada en un bombardeo masivo inicial abrumador, no se verificó. Al principio, eso fue por uno de los hallazgos de una CIA infalible en el error, que dijo haber encontrado el bunker donde estaba refugiado Saddam Hussein. Pero luego, cuando ese hallazgo se probó falso, el gradualismo continuó. Eso se nota en las noticias: los “dañoscolaterales” de cada día no superan las víctimas de un atentado palestino suicida bien ejecutado.
Ahora, sin embargo, y frente a un régimen que no se resigna a colapsar, los angloamericanos tendrán que infligir muchas más bajas. Los cuerpos de elite del régimen están incrustados en las poblaciones civiles, y cuando empiecen los bombardeos sobre los anillos de defensa que rodean a Bagdad, las bajas civiles aumentarán de modo exponencial. Y eso, para no hablar de lo que ocurrirá cuando los angloamericanos entren a las ciudades –cosa que, en 10 días de guerra, no han juzgado prudente hacer en casi ninguna parte–. Aumentará el número de bajas civiles iraquíes, y también de bajas militares angloamericanas. Saddam podrá perder la guerra de guerrillas urbana que tratará de lanzar, pero se llevará una buena cantidad de muertos enemigos en el camino. Esto no puede compararse sin más con Vietnam –después de todo, en Vietnam el ejército era reclutado por la conscripción, no por medios voluntarios–. Pero puede decirse que esto es una suerte de Vietnam posmoderno para la Doctrina Rumsfeld: en Vietnam murieron más de 50.000 norteamericanos; aquí, poco más de 50.
El vuelco marca un primer triunfo para los enemigos de Rumsfeld, tanto en Estados Unidos como en el mundo. En Estados Unidos: para el Departamento de Estado de Colin Powell, para las apoltronadas Fuerzas Armadas –a las que él envió a hacer el servicio militar– y posiblemente para la exangüe oposición demócrata. En el mundo: para Francia, Rusia, China y Alemania, que tienen sus propios intereses con Irak, y que apostaron claramente al fracaso de la operación.
La guerra no fracasará, pero la paz posiblemente sí. “Operación Libertad Iraquí” daba por descontado el consenso de los iraquíes para transformar su país en una democracia macdonalizada y privatista. A partir de los bombardeos que se vienen, y de la resistencia que ya se ha visto, ese consenso no es seguro. La estrategia de Rumsfeld consistía en una suerte de imperialismo benigno diseñado para hacer caer las dictaduras árabes como castillos de naipes, y rediseñar el mapa del mundo. Con lo que puede anticiparse, los árabes lo juzgarán cada vez menos benigno, y los estadounidenses menos conveniente.
El talón de Aquiles sigue siendo la economía norteamericana, sobreexigida por los esfuerzos de la guerra, junto a una administración corrupta que no ha dudado, por ejemplo, en adjudicar sin licitación la extinción de los fuegos de los pozos de petróleo a Halliburton, la empresa de la que el vicepresidente Dick Cheney fue CEO por cinco años. La duda es si la colonia iraquí podrá sostenerse después de un cambio de régimen. Pero, esta vez, en Washington.

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