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El mundo|Miércoles, 2 de abril de 2003
HABLA UN VOLUNTARIO EGIPCIO QUE PELEARA A FAVOR DE IRAK

“No tengo un destino, sino una causa”

Jordania es la puerta de entrada de muchos de los “5000 voluntarios árabes” que Saddam Hussein pidió para defender a Irak. Página/12 entrevistó a uno de ellos poco antes de que saliera a Bagdad.

Por Eduardo Febbro
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La emocionada despedida a las puertas de la guerra.
Khalled observa la agitación de la estación apartado de los grupos de amigos y familiares que vienen a despedirse. El hombre esboza una sonrisa comprensiva mientras cuenta la hilera de autos y camionetas particulares sobre las cuales sus propietarios escribieron con cinta adhesiva las palabras “Press, TV”. Algunos son vehículos relucientes, preparados para todos los terrenos; otros, viejos autos desvencijados, con tantas capas de pintura y arreglos como años tienen encima. “Son hábiles, se han dado cuenta del negocio”, dice Khalled.
Los autos particulares cubren la ruta Ammán-Bagdad según un precio que varía en relación con el estado del vehículo: 400 dólares en un auto nuevo, 100 en un museo rodante. Sobre el techo y en las puertas los dueños pegaron las palabras “Press, TV” como una fórmula de conjurar los asiduos bombardeos a lo largo de la ruta. Khalled se pierde en el fondo de un terreno baldío donde un bar montado con cuatro chapas vende gaseosas. El hombre no viaja en los vehículos privados sino en los buses, junto a los cientos de iraquíes que parten cada día a unirse a sus familias o a combatir “por la patria”. A Khalled nadie viene a despedirlo y quiere pasar lo más desapercibido posible. Su juventud tardía no revela los años que tiene ni tampoco sus auténticos orígenes. El hombre no es iraquí, pero forma parte de ese ejército de “5000 voluntarios árabes” que, según Bagdad, se unieron a las fuerzas del régimen iraquí. Khalled se define como un “combatiente”, “un fedayin internacional” no al “servicio de Saddam Hussein” sino “de una causa pisoteada, de una identidad asesinada”.
Entre el principio de la guerra y ahora las cosas han cambiado mucho. Antes eran los iraquíes quienes se pagaban el viaje. Desde hace unos días, la embajada iraquí asume los costos, e incluso más. Voluntarios árabes o iraquíes auténticos pasan por la embajada iraquí de Ammán, ponen su nombre en un registro, se les valida el pasaporte y recién entonces pueden gozar de lo que algunos ya llaman “Transportes Saddam Hussein”. “Nos dejan ir inclusive con el pasaporte vencido”, asegura un joven iraquí en la puerta de la Embajada. La representación diplomática iraquí tiene los brazos largos. El retorno de sus ciudadanos le conviene más que las imágenes de miles de iraquíes huyendo hacia los países fronterizos. Al cabo de dos días de averiguaciones, Página/12 pudo constatar que, a cambio del retorno, Bagdad promete amnistiar a quienes, por una u otra razón, tenían la captura garantizada si ponían los pies en Irak. “La voluntad divina es más fuerte que la tecnología y 300.000 soldados norteamericanos”, dice Khalled. A él no lo amnistió nadie. Vino de Egipto llamado “por el llanto del mundo árabe que sale de los ojos de Irak”. Su historia personal se confunde con las crisis que azotan Medio Oriente desde hace 50 años. Nacido en el Cairo, “enamorado a ciegas de una palestina”, Khalled se fue de su país para vivir con su mujer en los territorios palestinos. Pero la tensión regional nunca le dejó espacio suficiente para vivir “en pareja como todo el mundo. En Palestina, un hombre es prisionero de la historia y esa historia es una agresión cotidiana, se escribe con sangre y humillación”. El hombre regresó a Egipto con su compañera y durante dos anos intentó rehacer la vida de la pareja. El desencadenamiento de la segunda intifada en septiembre del ano 2000 cambió su existencia. “Cada vez que el ejército israelí cerraba o ocupaba los territorios palestinos era como si también ocupara mi vida”. La historia se cruzó en su destino una vez más. Khalled y su mujer volvieron a Cisjordania en medio de una guerra civil de una violencia nunca alcanzada. Khalled no quiere que se diga el nombre de su mujer, ni su profesión. En lugar de un nombre, Khalled la convoca con los ojos entrecerrados. Su compañera murió durante el primer semestre del ano 2001, víctima de los bombardeos que la aviación israelí efectuó en los territorios palestinos con aviones norteamericanos F16. “Entonces dejé de tener un destino propio para tener sólo una causa”. Khalled admite sin vueltas que Saddam Hussein es un “monstruo”. Sin embargo, para él, si la administración Bush gana la guerra en Irak, “el mundo árabe y musulmán será papel picado, Israel tendrá las manos libres para hacer lo que quiera en los territorios palestinos y Arafat terminará por ser asesinado o enviado al exilio”. El hombre abre con parsimonia una botella de Pepsi Cola, bebe y se da cuenta de lo absurdo de su gesto. Está alimentando la industria de lo que más odia. Es avaro cuando se trata de proporcionar detalles sobre cómo consiguió un pasaporte iraquí para atravesar la frontera y cuántos son los que, como él, entregan sus vidas a un fusil. “Son muchos”, dice entre dientes. “Muchos y llenos de odio”, agrega después. Khalled se pierde de pronto entre la muchedumbre de abrazos y de lágrimas que se agolpa alrededor del ómnibus. Faltan apenas 15 minutos. Los hombres suben, sacan medio cuerpo por la ventana y hacen la V de la victoria. Faltan 10 minutos. Khalled reaparece, como por arte de magia. “Si el enemigo entra en tu casa hay que expulsarlo”, dice. No le gusta que le pregunten si es un kamikaze, si está dispuesto a convertirse en una bomba humana. “Combatiente”, responde a secas. Luego levanta la mano en un gesto de despedida y vuelve a esfumarse entre la gente.
¿Cuántos son en realidad esos fedayines de Saddam? Nadie conoce la cifra exacta. Su existencia es un mito y al mismo tiempo un arma. En un momento, con un gesto de la cabeza, Khalled indicó que venían de varios países de Medio Oriente y de más allá: palestinos, egipcios, libaneses, sudaneses, yemenitas, paquistaníes. Para él las cifras carecían de importancia. Sólo contaba ser fiel al sentido de su nueva vida. Vengar los sufrimientos de un pueblo al que pertenecía su mujer, vengar su muerte, pelear contra ese mal que desde ese entonces que le corroe el alma y contra el otro mal, más potente y colectivamente devastador, que Khalled llamaba simplemente “el norte”.

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