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El mundo|Miércoles, 2 de abril de 2003
COMO VIVE BAGDAD MIENTRAS EL EJERCITO NORTEAMERICANO SE APROXIMA A SUS PUERTAS

Entre el coraje, la angustia y la espera

En Bagdad nadie duda de que lo peor está por venir: más bombardeos, entrada de las tropas estadounidenses y de allí en adelante una violentísima guerra de calles. Un periodista cuenta aquí cómo es una Bagdad que todavía está en ritmo de preguerra.

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Una densa humareda se eleva sobre el cielo de Bagdad tras otro bombardeo angloamericano.
Por Francisco Peregil *
Desde Bagdad

Mientras el ejército estadounidense va cercando Bagdad, en la capital iraquí gobernantes, soldados, milicianos, ciudadanos y periodistas extranjeros aguardan su llegada en medio de la incertidumbre de cómo se librará y qué características tendrá el asalto final. ¿Se llegará a un combate calle por calle, casa por casa, barrio por barrio o los atacantes conseguirán la rendición de los defensores por otros procedimientos?
Era agradable caminar por las calles de Bagdad entre palmeras y naranjos la noche del ultimátum. No quedaba nadie ya en las aceras salvo milicianos delante de los edificios oficiales. Los cuatro o cinco millones de bagdadíes –imposible determinar el número exacto ni cuántos se han ido con sus familias fuera de aquí– aguardaban en sus casas. “Hombre mojado no teme a la lluvia”, decían muchos. Pero sí que se teme. Basta con que una bomba caiga a cien metros para que uno actúe de la forma más imprevista. Los compañeros de la agencia Reuters que se quedan en el Palestine (hotel donde se aloja la mayoría de los periodistas en Bagdad) nos avisan muchas tardes y muchas noches. Nos dicen: “No salgan, que dentro de media hora empezarán a caer pepinazos”. Y no fallan. Se ve que tienen buenos contactos dentro del ejército.
Se dice siempre que la primera víctima de una guerra es el rigor informativo. Sin embargo, hay cientos de reporteros bajo los bombardeos de Bagdad, pero todos estamos recluidos en tres o cuatro hoteles, casi todos con la visa vencida y cada uno con la certeza de que si no cumple con las reglas del juego puede ser expulsado del país.
La pelea con el miedo
Resulta curioso comprobar la relación que mantiene cada persona con su propio miedo. En el hotel en que me hospedo, junto a nueve compañeros y nueve brigadistas que vinieron a apoyar el “no a la guerra” y decidieron quedarse bajo las bombas, muchos duermen en el gimnasio que se encuentra en el sótano, y al que ahora se le llama refugio; otros no quieren renunciar a la habitación. En el hotel Rashid, el más caro del país, el refugio dispone de habitaciones individuales, de teléfono, de bar y de todo tipo de comodidades. Ahí duermen también muchos periodistas. Pero la mayoría de los bagdadíes no quiere refugios. Las dos bombas que cayeron el 13 de febrero de 1991 a las 4.30 en el bunker de Amiriya y mataron a 408 civiles marcaron a todo el país. La gente procura dormir alejada de los cristales y confía en que la desgracia no les tocará a ellos.
Cada uno doma su miedo como puede. Un compañero ha comprado un canario, ha comprado flores, ha colocado alfombras en el suelo de su habitación, ha colgado cuadros en las paredes, ha desplegado las ilustraciones de libros de arte sobre las mesillas. Ha hecho de la habitación su hogar, y se siente más seguro. Jacob, un bagdadí con dos hijos, dice que lo único que hace es rezar. Pero cuando el suelo tiembla, el miedo puede colarse por los tobillos pantalones arriba y hace cosquillas en todo el cuerpo. A diferencia de 1991, los norteamericanos bombardean ahora en cualquier momento del día. Una puerta que se cierra de golpe en el piso de abajo hace que te dé un vuelco el corazón. El perro que ladra a la una de la madrugada en la calle cuando estás a punto de conciliar el sueño jamás podrá imaginarse hasta qué punto ha asustado su ladrido. Los neumáticos de un coche que pasa a mucha velocidad te hacen pensar por un segundo si no se trata de la alarma antiaérea. La tubería de la canilla al cerrarse recuerda el silbido de las bombas al caer.
Se pasa de la extrema preocupación a la excesiva tranquilidad en un instante. Hace una semana sonó un bombazo cerca del hotel. Las 10 personas que estábamos en el comedor salimos corriendo, tropezando unos con otroshacia el refugio. Pero bastaron dos segundos, sólo dos segundos en los que no volvió a oírse ninguna detonación, para que en vez de bajar al refugio saliéramos a la puerta, exponiéndonos tontamente al peligro, vencidos por la curiosidad de mirar al cielo. Algunos caímos de pronto en un ataque de risa nerviosa, como la de los niños.
Pero hay reacciones aún más contradictorias. El día en que cientos de personas buscaban a la orilla del río Tigris a dos pilotos británicos que supuestamente se habrían visto obligados a descender en paracaídas, cuatro periodistas íbamos a cruzar un puente sobre el río para obtener una perspectiva global de la escena. En ese momento empezaron a oírse varias detonaciones. La gente seguía buscando en el río, con hoces, disparando al agua, quemando los cañaverales..., haciendo cosas de lo más grotesco para buscar algo que ya parecía entonces absurdo y días después de aquello aún parece más absurdo. Al oír las bombas, los cuatro periodistas continuamos tranquilamente nuestro camino hacia el puente. Uno de nosotros comentaba sonriente: ‘“Hay que ser tontos para cruzar un puente en pleno bombardeo!”. Sin embargo, seguíamos andando. Había mucha gente impertérrita en otro puente contemplando la búsqueda. Y de repente, los coches que venían de cara empezaron a pitar y hacernos señas para que nos volviéramos atrás. La calma se mudó en carreras, y las carreras, en algo de histeria. Al rato, de nuevo, la risa nerviosa.
Y así sucede también con la ciudad. Se mueve entre la risa y la tragedia. En medio de los bombardeos, un zoco, una calle populosa continúan con su trasiego de vida. El pescadero anuncia a gritos sus productos, el de las lechugas se enoja, grita más y los dos se ríen; algunas mujeres andan con cestas de dulces en la cabeza; algunos hombres, con cartones de huevos; cada uno sin inmutarse, a pesar de que suenan las baterías antiaéreas en otro barrio. Hasta que, de pronto, la bomba o el misil caen cerca. Entonces, la historia da un vuelco.
Ahora viene lo peor
La ciudad continúa montando su teatro de guerra, cada vez más impresionante. ¿Qué va a pasar en Bagdad dentro de unas semanas? Cada día proliferan más las trincheras. En balcones donde días atrás no se vieron sacos para francotiradores, ya se ven. Antes de comenzar la guerra había bagdadíes que aseguraban tener más miedo a los saqueos y al desorden en la ciudad que a las bombas americanas. Pues bien: saqueos no ha habido. La presencia en la calle de los milicianos del partido único Baaz, la construcción de puestos de control y trincheras en la ciudad obedece sólo a la preparación de guerra de guerrillas. El campo de batalla será cada esquina, cada acera de la ciudad.
Y en esa lucha serán determinantes los cañones antiaéreos que se ven en los descampados de afuera de la ciudad, sin servicio de radar incorporados. “Esos cañones suelen ser de 22 milímetros con balas gordas como bananas grandes. No son muy útiles para luchar contra aviones y helicópteros. Lo cual no quiere decir que 20 o 30 cañones de esos disparándole a un helicóptero o avión no puedan derribarlos. Pero el helicóptero Apache puede aguantar balas de hasta 23 milímetros. Tiene la carlinga del piloto y la del motor reforzadas. El único punto vulnerable del Apache es el rotor de arriba y el de la cola. Si le dan ahí, aunque sea con una piedra, el piloto tendrá que tomar tierra. Pero el helicóptero Apache lleva un sistema de ordenador que localiza enseguida el punto desde donde se le dispara. Y además lleva también 16 misiles. En ese sentido, los cañones antiaéreos son muy vulnerables porque desde el momento que disparan ya le están comunicando al enemigo su posición. También hay que tener en cuenta que los cañones antiaéreos sin servicio de radar no valen apenas nada comparados con los Apaches. Y que Estados Unidos no puede permitirse el lujo de perder muchos Apaches”, según fuentes militares. Otro factor determinante en la guerra de guerrillas serán los tanques Abrams MI/MII. Pesan 60 y 69 toneladas, según el modelo. Van totalmente blindados. Pero cuando uno se mete en una ciudad con ellos es un arma muy vulnerable. Porque los cuatro tripulantes van en el interior y ven a través de mirillas; no se les permite ver desde arriba, como los otros tanques. Por eso necesitan ir acompañados de más carros de combates y de helicópteros.
Y también será determinante la infantería. Los francotiradores tendrían un papel decisivo. Pero eso conllevaría una verdadera matanza, Porque el francotirador se sitúa en una ventana y cuando te dispara no hay forma de saber desde qué ventana lo has hecho. Todos los soldados norteamericanos irán comunicados por radio. Al que le disparen marcará el edificio y entonces, el objetivo no será la ventana, sino el edificio entero. Pero a EE.UU. ese panorama no le interesa en absoluto. Tratará de lograr una rendición antes de entrar en Bagdad. Y Hussein pretenderá precisamente lo contrario.
Los muertos futuros
¿Cuánta de la gente que hoy te invita a un té; que anda por la calle comprando pan, en busca de pilas o de un disco; cuánta de esa gente habrá muerto dentro de un mes si al final se libra en Bagdad la guerra de guerrillas? Ahora, por esta calle donde antes se hospedaban los técnicos de la ONU no cruza apenas nadie durante el día. Desde fuera hay hasta suspenso en esta historia, donde se dirime el futuro de Oriente Medio para las próximas décadas. Pero ninguna película de guerra puede superar en emociones la sencilla realidad de acostarse con el redoble de las bombas al fondo y pensar que tal vez ahora, tal vez mañana, la aguja de esta ruleta macabra se pare en tu edificio. Muchos de los cuatro millones de personas en esta ciudad rodeada de humo se acostarán con esa idea revoloteándoles la cabeza. Y cada uno la espantará como pueda.
En los barrios más pobres de Bagdad, donde la gente se ve forzada a poner su tenderete en la calle para seguir comiendo cada día, hay más vida. Pero en las zonas burguesas de la ciudad permanece casi todo cerrado. Es difícil encontrar botellas de agua en las tiendas, pero siempre hay comerciantes avispados que lo consiguen. Cerca del hotel hay uno que ve aumentar su capital día a día. Los extranjeros le compran de todo: alcohol, dulces, agua, refrescos... “Pero los bizcochos son difíciles de conseguir. La policía sólo quiere que se venda pan. Dicen que
los bizcochos consumen mucho alimento en su elaboración y son prescindibles”.
En la ciudad siguen entrando a diario camiones con verduras, frutas y papas frescas. Hay luz eléctrica y agua potable para la mayoría de la población. La supuesta bomba electrónica que iba a dejar inutilizados los aparatos eléctricos no ha dado señales de su existencia hasta el momento.
Los americanos no han destruido los puentes hasta el momento, ni las centrales eléctricas, ni las refinerías, ni las plantas de agua potabilizadora. Es como si quisieran enviar a la población el mensaje de que la cosa no va contra ella, sino contra Saddam Hussein, su régimen y su guardia pretoriana.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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