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El mundo|Martes, 15 de abril de 2003
OPINION

Mucho más que una guerra

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Por Enric González*

Victoria Clarke, conocida como Torie, de 43 años y 180 centímetros de estatura, una mujer de carácter férreo siempre envuelta en colores chillones, decidió el año pasado que la guerra de Irak debía ser narrada con todo detalle. Hacía falta un ejército de periodistas que transmitiera al mundo miles de imágenes e historias cada día. “Es una historia que merece ser contada”, dijo. Clarke, portavoz y encargada de las relaciones públicas en el Departamento de Defensa de Estados Unidos, introdujo un elemento muy importante en una guerra que había de cambiar el mundo. La guerra de Irak debía ser mucho más que una guerra. Debía ser un ensayo, un mensaje y una revolución militar comprimidos en un fogonazo de fuerza. Llegado el momento, el fogonazo ha tardado sólo 20 intensos días en caer sobre Bagdad.
Estos han sido los 20 días fundacionales del “nuevo siglo americano”. Y a nadie puede habérsele escapado el núcleo de la historia contada por la prensa. Bajo el horror, el caos, las víctimas y las miserias, un elemento esencial debería quedar grabado en el subconsciente de la humanidad: el ejército de Estados Unidos no tiene rival concebible. Washington puede dictar su ley donde quiera y cuando quiera.
En septiembre de 2002, cuando Victoria Clarke presentó la propuesta a su jefe, Donald Rumsfeld, la invasión de Irak era vista en Europa y las capitales árabes como una calamidad aún conjurable por vías diplomáticas. En la Casa Blanca y en el Pentágono, sin embargo, el plan estaba ya trazado. Rumsfeld, y su subsecretario e ideólogo Paul Wolfowitz, habían dispuesto de cuatro años para madurar la estrategia política de la operación: la tesis de los círculos concéntricos, también conocida como teoría del dominó, se había diseñado en 1998, cuando un grupo de halcones republicanos, entonces alejados del poder, concibieron la idea de utilizar Irak como plataforma para transformar todo Medio Oriente.
La estrategia militar planteaba más dificultades. El general Tommy Franks, que ya había ejercido el mando en la guerra de Afganistán, se empeñaba en mantenerse fiel a la llamada doctrina Powell, elaborada para la guerra de 1991 y dirigida a evitar un nuevo Vietnam: Estados Unidos debía desplegar ante cualquier enemigo una fuerza abrumadoramente superior en efectivos y material. Rumsfeld quería acabar con la doctrina de su colega y rival Colin Powell, secretario de Estado. Estaba en juego, para él y para todos los halcones que ejercían la tutela ideológica sobre el presidente George W. Bush, la hegemonía universal de Estados Unidos durante todo el siglo XXI. El gobierno de Washington debía ser capaz de enviar a cualquier lugar y en un tiempo mínimo una fuerza militar imponente, no por su tamaño sino por su poder destructivo, su superioridad tecnológica y su agresividad.
Entonces apareció la propuesta de Clarke. Y a Rumsfeld, un hombre que había intentado librar la guerra de Afganistán de forma semisecreta, le pareció una buena idea. Cada unidad regular llevaría consigo su equipo de cronistas. Los reporteros empezaron a recibir entrenamiento cuando el Consejo de Seguridad de la ONU discutía aún sobre la resolución 1441. La prensa iba a tener la oportunidad de contar la guerra al minuto. Rumsfeld pensó que ese flujo continuo de información fragmentaria pero más o menos veraz contrarrestaría la previsible propaganda iraquí. Y, sobre todo, haría saber en todas partes que el ejército de Estados Unidos no sólo disponía de medios tecnológicos casi mágicos: también había perdido el miedo a las bajas y al sufrimiento.
Para enterrar Vietnam no bastaba derribar un régimen tan mísero como el de los afganos talibanes. Hacía falta enterrar también la doctrina militar emanada del fracaso en Vietnam, articulada por el general retirado Colin Powell y respetada por la gran mayoría de los generales en activo. Se acabaron los despliegues largos y masivos, el medio millón de soldados de 1991, los excesos de prudencia y el horror a la sangre exhibido en Somalia en 1993. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la opinión pública estadounidense pedía venganza, castigo, victoria sobre cualquierenemigo y a cualquier precio, sin importar las bajas propias o las ajenas. Para que el siglo XXI fuera tan americano como el XX, Estados Unidos, y en concreto su presidente, debía erigirse en juez y policía del mundo. Asumir la función de juez resultaba relativamente sencillo: bastaba con desacreditar o marginar al Consejo de Seguridad de la ONU, que había experimentado un breve brillo tras la caída del imperio soviético y boicotear la Corte Penal Internacional.
Para ser policía del mundo, Estados Unidos debía transformar su ejército. Y eso era mucho más difícil. Bush eligió a Donald Rumsfeld como secretario de Defensa porque tenía las ideas claras (el presidente sólo tenía instintos) y porque, como buen conocedor de la peculiar lógica interna del Pentágono y del complejo militar-industrial, sería capaz de imponer a los generales una revolución.
La guerra de Afganistán fue para Rumsfeld un “experimento” exitoso, pero limitado. Cuando encargó al general Tommy Franks un plan para invadir Irak, volvió a toparse con la doctrina Powell. El secretario de Defensa indicó al general que no debía utilizar más de 60.000 soldados. El general le respondió que la operación era inviable por debajo de los 200.000 efectivos. El enfrentamiento fue resolviéndose paulatinamente a favor de los militares, que obtuvieron al fin unos 200.000 efectivos, pero Rumsfeld impuso su condición: el despliegue de fuerzas terrestres sería gradual, y sólo se ampliaría en caso de necesidad. En vísperas de la guerra, el no de Turquía a facilitar la apertura de un frente en el norte de Irak supuso, en cierta forma, una bendición para Rumsfeld: habría que marchar hacia Bagdad con lo mínimo.
Ese fue el contexto en el que, en medio de fuertes tormentas de arena que dificultaban el avance y con unidades iraquíes hostigando las líneas de aprovisionamiento en la retaguardia, los mandos militares en el desierto se dedicaron a lamentar las carencias en soldados y vehículos blindados. Estaban vengándose del secretario de Defensa. Esos días fueron críticos para Rumsfeld. La sobreabundancia de información hacía que un conflicto recién abierto pareciera eterno.
Quizá Rumsfeld llegó a dudar. ¿Y si el plan fracasaba? La victoria estaba fuera de duda, más pronto o más tarde, pero le serviría de poco si los reporteros que viajaban con las tropas no transmitían el mensaje deseado: éxito fulgurante con un número limitado de tropas y una abrumadora capacidad de fuego. Pero tras la pausa, que permitió revituallar y dar descanso a las tropas de vanguardia, el avance volvió a ser rapidísimo. Cuando la Tercera División de Infantería apareció por las afueras de Bagdad, la polémica se extinguió por completo.
Esa, la de los generales contra el mando civil, fue una pequeña guerra dentro de la guerra que contribuyó, quizá decisivamente, a inclinar la situación a favor de Rumsfeld. La guerra de verdad, la que acabó con el régimen de Saddam Hussein y, de paso, con la vida de miles de iraquíes, siempre contó con el respaldo mayoritario de los estadounidenses. El mensaje del gobierno de Washington, basado en comparar a Saddam con Hitler y en identificarle como un peligro gravísimo para la seguridad de todo el planeta, caló perfectamente en la ciudadanía, pese a su densa contradicción interna. Si Saddam era tan peligroso, ¿por qué no utilizaba armas químicas o biológicas? Pocos se hicieron esas preguntas. Y muy pocos, sólo los aficionados a rebuscar en Internet, tuvieron constancia visual de que la guerra causaba sufrimientos terribles.
Alí Smain, el niño iraquí de 12 años sin brazos y sin familia, nunca quitó el sueño a los estadounidenses. Su historia fue ignorada por los grandes medios de comunicación, como la de la mayoría de las víctimas. La guerra, vista desde Omaha o Kansas City, era muchísimo más dulce y simple que la vista por europeos o árabes: era una guerra de héroes americanos contra escuadrones de la muerte, una guerra de abnegados médicos militares que atendían a la población civil, una guerra cuyo principal episodio fue el rescate de Jessica Lynch, una soldado hecha prisionera por las tropasiraquíes. No hizo falta imponer ninguna censura para que la prensa evitara las imágenes más crudas: se limitó a ofrecer al público lo que el público quería. Quizás un conflicto más largo habría implicado un cambio paulatino en la cobertura periodística. Quizá la ocupación militar de Irak, indudablemente compleja, prolongada y peligrosa, ofrezca a los estadounidenses una visión del conflicto más rica en matices.
Porque el gran plan hacia el siglo americano no ha hecho más que empezar. Más allá de la ocupación de Irak y del proyecto de implantar en Bagdad un gobierno bien avenido con Washington, se abren muchas incógnitas. Powell ha quedado relegado a un papel muy secundario en la administración republicana y el pujante Rumsfeld, en cambio, no ahorra amenazas hacia Irán y Siria.
* De El País, especial para Página/12.

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