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El mundo|Lunes, 21 de abril de 2003
OPINION

Un desayuno con el secretario de Estado

Por Claudio Uriarte
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De las declaraciones inusualmente apaciguadoras de George W. Bush de ayer sobre Corea del Norte y Siria, un cínico podría colegir que en la mañana del Domingo de Resurrección le tocó desayunar con Colin Powell en vez de hacerlo con Donald Rumsfeld. (Quizás, fuera un acto de reconciliación cristiana). Esto no es tan trivial como suena: Bush es uno de esos líderes políticos cuya opinión suele variar según quién fue el último asesor con quien habló. Aunque, “una vez que toma una decisión, la toma”, según dicen apologistas como el periodista Bob Woodward, quien pasó de librar una ofensiva exitosa contra un presidente electo pero tramposo como Richard Nixon a enamorarse de un presidente igualmente tramposo, pero no muy indudablemente electo, como George W.
En todo caso, lo de ayer revela que la decisión política de cambiar la orientación estratégica hacia Siria y Corea del Norte para que cuadre con las coordenadas de la “Operación Libertad Iraquí” todavía no ha sido tomada. Puede ser el efecto de un desayuno con Powell, pero también una nueva atención a la variable más olvidada de esta guerra: la economía. Las posibilidades estadounidenses de sostener el costo de la operación iraquí en el largo plazo que seguramente requerirá son escasas, mientras que la ocupación de Siria necesariamente duplicaría ese costo. O bien puede ser que el desayuno, con su inevitable intercambio de trivialidades, haya sido el involuntario agente histórico-hegeliano de la necesidad de que el jefe de la hiperpotencia única entendiera que las cuentas no daban.
Pero, teniendo en cuenta la personalidad, y los alcances intelectuales, de Bush –así como de Powell– esta hipótesis no parece terriblemente probable. Lo más lógico es suponer que Powell le recitó a Bush todo el decálogo del saber convencional de su Departamento: que hay que tener muchos aliados, que hay que meter a Rusia y China en el juego, que hay que reparar las heridas causadas a la comunidad internacional por la invasión casi unilateral a Irak, que hay que restañar las lastimaduras con Europa, que las Naciones Unidas deben tener un papel en la posguerra, lo que se resume en obedecer la antigua máxima de las series televisivas estadounidenses: que, para mostrar pluralidad y democracia, siempre tiene que haber un negro (como el mismo Colin Powell) ven el reparto. El secretario de Estado –cualquier Secretario de Estado–, por las características de su trabajo –vehiculizar las iniciativas estadounidenses del modo más suave posible para el resto de las naciones– tiende, casi inercialmente, a la negociación por sobre la confrontación. O puede ser simplemente que Bush, tras el “shock and awe” (conmoción y estupor) causados en el mundo por su invasión a Irak, haya sido él mismo un objeto de “shock and awe”, y pensara que no le convenía iniciar otra aventura de resultado incierto cuando ya tiene que empezar a apuntar a su reelección en 2004. (Estas son las cosas que realmente le importan).
Todo esto puede cambiar en cualquier momento, pero hay algo que se destaca fuertemente de los bushismos de ayer: que, al menos por el momento, las “pequeñas células grises” (Hercules Poirot dixit) del cerebro de George W. aún no han asimilado –o comprado– la doctrina estratégica del jefe del Pentágono, para quien China es el enemigo estratégico de EE.UU. en el siglo XXI. O quizás sólo esté postergando las consecuencias militares de esta visualización del mundo. Pero, nuevamente, esto tampoco parece terriblemente probable. Bush ayer se deshizo en elogios hacia China que podrían hacer ruborizar de vergüenza a los asesores de política exterior de Bill Clinton, manifiestamente prochinos. Es cierto que Bush, durante la primera etapa de su presidencia, cometió la temeridad de calificar a China como un “adversario estratégico” (con lo cual le avisaba a Pekín de su hostilidad sin lograr ninguna ventaja de sorpresa a cambio). Pero, probablemente, esto ocurrió después de un desayuno con Rumsfeld. Una de las cosas más temibles del nuevo régimen unipolar es que las decisiones finales están en manos de un irresponsable. ¿Qué desayuno prevalecerá, el que Bush tiene con Powell o el que tiene con Rumsfeld? Es difícil saberlo, pero algo es claro: Rumsfeld representa una visión agresiva y nueva de EE.UU. en el mundo, que se corresponde con el status de hiperpotencia unipolar derivado del fin de la Unión Soviética –pero no con los recortes de impuestos despilfarradores de George W. Bush–; Powell representa al viejo esquema –y en ese sentido es anacrónico–, pero está más en sincronía con la debilidad económica creciente del gigante.
Para decirlo nuevamente de un modo cínico, George W. tiene en su cerebro alrededor de cuatro neuronas que funcionan independientemente. Una apunta al unilateralismo militar, para no caer en las debilidades de sus predecesores; otra a las reducciones de impuestos –porque su padre perdió la reelección por aumentar impuestos, y porque sus amigos se benefician de ellas–: una tercera a la represión interna, y la última a la promoción del cristianismo.
Políticamente, estas dos últimas neuronas no cuentan gran cosa. Pero estratégicamente, la primera y la segunda tienden a contradecirse, y de modo grave. Desayuno o no, ésta es la novedad a la que George W. deberá desayunarse en un plazo no muy largo.

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