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El mundo|Miércoles, 20 de junio de 2012
La noticia no fue confirmada, pero el ex mandatario egipcio sufrió un derrame y un paro cardíaco

Dicen que Mubarak está clínicamente muerto

Desde el centro de salud que funciona en la prisión donde estaba alojado se informó que el ex mandatario había sufrido un derrame cerebral. Más tarde se indicó que después de ser trasladado al hospital militar, su corazón dejó de latir.

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En septiembre, Mubarak fue llevado en camilla a una audiencia judicial en El Cairo, donde se lo juzgaba por represión.

El ex presidente de Egipto Hosni Mubarak estaría clínicamente muerto, según informo la agencia oficial egipcia MENA. Más tarde, funcionarios egipcios negaron extraoficialmente que Mubarak estuviera muerto, pero reconocieron que su estado es crítico tras ser trasladado ayer de la cárcel a un hospital militar luego de sufrir un ataque cardíaco a los 84 años. Desde el centro de salud que funciona en la prisión donde estaba alojado se informó que el ex mandatario había sufrido además un derrame cerebral. Más tarde se indicó que después de ser trasladado al hospital militar, su corazón dejó de latir. A principios de junio, Mubarak fue condenado a cumplir una cadena perpetua por su responsabilidad en la muerte de manifestantes durante las protestas masivas que se desataron en su contra y culminaron en su salida del poder. El 11 de febrero de 2011, Mubarak, hombre fuerte de Egipto desde 1981 y símbolo de la solidez de los regímenes árabes, se vio forzado a dejar su cargo como presidente bajo la presión de un levantamiento popular que comenzó cuando miles de jóvenes activistas se fueron autoconvocando a través de las redes sociales.

Las revueltas desnudaron el rostro más oscuro del régimen, con imágenes de una nación enardecida, un mandatario desenganchado de la cotidianidad, abrazado fuertemente a su cargo y una feroz represión que se ensañaba con toda virulencia sobre la capital egipcia en general, y en particular sobre la plaza Tahrir, con un saldo de centenares de muertos por los choques entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad. El mundo asistía a la revolución egipcia –seguida en directo por un auditorio atónito–, ficha de un dominó que había comenzado a caer en enero en el vecino país de Túnez y que avanzó imparable por el mundo árabe. El tsunami que se desataba en El Cairo sellaba la carrera de ese viejo héroe de guerra, mariscal del aire y sucesor del asesinado Sadat, que durante tres décadas se presentó como garantía de estabilidad y orden.

Mubarak había nacido en el seno de una familia de la burguesía egipcia, radicada al norte de El Cairo. En 1947 ingresó en la Academia Militar Egipcia con el propósito de convertirse más temprano que tarde en un soldado profesional. En febrero de 1949, una vez finalizada la guerra árabe-israelí, donde los egipcios fueron derrotados, el joven Mubarak se graduaba en Ciencias Militares. Eso le abrió las puertas para ser reclutado en la Academia del Aire en El Cairo, de donde egresó en marzo de 1950 como oficial piloto, con un titulo en Ciencias de la Aviación.

Entre febrero de 1959 y junio de 1961 recibió en la Unión Soviética un entrenamiento especial como piloto de bombarderos. En 1964 regresó a ese país, principal proveedor de armamento del régimen de Nasser, siendo el representante de una delegación militar en la Academia Militar de Frunze.

Mientras se desempeñaba como general, en junio de 1969 fue ascendido a jefe del Estado Mayor de la Fuerza Aérea y el 23 de abril de 1972, año y medio después de fallecer Nasser y de sucederle Anwar al-Sadat en la presidencia de la República, llegaba a la cúspide de su carrera militar cuando era nombrado comandante en jefe de la Fuerza Aérea, en reemplazo del general Ali Mustafa Baghdady. Fue entonces cuando llevó adelante su primera tarea política como viceministro de Defensa.

Reconocido como fiel ladero de Sadat, Mubarak fue uno de los hombres del régimen que supieron moverse entre las bambalinas de la diplomacia, antes de que el líder egipcio y el primer ministro israelí Menahem Begin firmaran los acuerdos de Camp David, en septiembre de 1978, y el Tratado de Paz Egipcio-Israelí, en marzo de 1979, ambos bajo la atenta mirada del presidente Jimmy Carter.

En 1975, Sadat lo nombró vicepresidente. Allí se ganó el apodo de La Vache qui Rit (la vaca que ríe), al aparecer la mayoría de las veces junto al presidente con una sonrisa tonta dibujada en el rostro. Tras el asesinato de Sadat, el político pasó a ser jefe de Estado en 1981. El mismo Mubarak sobrevivió a seis intentos de asesinato. Pronto fue considerado un presidente sin visiones: apostó por la apertura económica sin democratización. Y apartó enseguida a los políticos que le parecía que se hacían demasiado populares, como el entonces ministro del Exterior, Amre Mussa. A nivel interno, tuvo una política zigzagueante. Procedió con mano dura contra extremistas islámicos que actuaron en los ’90 contra intelectuales, turistas extranjeros, cristianos coptos y empleados públicos.

Más tarde hizo grandes concesiones a los islamistas menos radicales, cuya influencia aumentó continuamente entre la población. A sus dos hijos, Alaa y Gamal, les proporcionó puestos en el partido y lucrativos negocios, pero lo que más le jugó en contra, según creen diplomáticos extranjeros, fue la exagerada ambición de su mujer Suzanne, que al parecer fue la impulsora de la idea rechazada por muchos egipcios de que su hijo Gamal se convirtiera en su sucesor. Mubarak, apodado El Faraón y que a los 84 años se seguía tiñendo el pelo de negro intenso, fue obligado a dimitir en febrero del año pasado por un Ejército que le dio la espalda. Antes, inspirados por la revolución en Túnez, decenas de miles de egipcios habían salido a la calle para pedir su cabeza al grito de “¡Desaparece!”. El 11 de febrero del año pasado dejó El Cairo y se marchó a su casa vacacional en Sharm el Sheij. Pero su estancia allí no duró mucho.

Mubarak fue detenido y acusado de corrupción, de responsabilidad en la represión y culpado por los disparos a los manifestantes de la plaza Tahrir. Debido a su supuesto mal estado de salud, se le permitió pasar el período que estuvo en prisión preventiva en un hospital. El 1º de agosto de 2011 comenzó el proceso en su contra en El Cairo. Desde entonces, Mubarak, que proclamó una y otra vez su inocencia, compareció acostado en una camilla ante el juez. El 2 de junio pasado fue sentenciado a cadena perpetua por la muerte de más de 800 manifestantes durante las protestas que llevaron a su destitución.

Como presidente del país árabe, Mubarak entendió rápidamente la necesidad de solucionar conflictos regionales y fue durante décadas mediador en el contencioso palestino-israelí, un papel alabado por muchos gobiernos occidentales que después lo dejaron caer. Durante veinte años, fue el jefe de Estado más influyente de la región. Recién en sus últimos años le disputó ese lugar el aún más anciano monarca Abdullah, de Arabia Saudita, que aprovechó su título de “guardián de los lugares santos” para perfilarse como “personalidad islámica influyente”.

En sus visitas a El Cairo, los representantes de gobiernos occidentales solían callar sobre violaciones a los derechos humanos, aunque el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, tras su llegada al poder, intentó en varias ocasiones, sin éxito, convencerlo de la necesidad de llevar adelante reformas políticas en Egipto.

Mientras abría los brazos a una economía de mercado que iba generando crecimiento, pero no distribuía los ingresos y sí enriquecía a la oligarquía afecta, Mubarak toleró un pluralismo limitado y no permitió la competencia en lo que afectaba a su puesto, ritualmente refrendado en las urnas cada seis años, la última vez en 2005, en unas elecciones directas de múltiple candidatura, pero sin credibilidad democrática.

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