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El mundo|Miércoles, 26 de junio de 2013
La presidenta Dilma dio marcha atrás en la forma, no en el contenido de su propuesta de reforma política

Un día de sorpresas y casi milagros en Brasil

Ministros que integran la Corte Suprema alertaron sobre la dificultad de, por medio de un plebiscito, enviar al Congreso un proyecto para convocar a una Asamblea Constituyente que discuta la reforma política. El Congreso reaccionó: habrá consulta popular, no se sabe cómo.

Por Eric Nepomuceno
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Para Dilma, lo esencial es que la reforma política se haga lo más pronto posible y que el pueblo participe.

Desde Río de Janeiro

Ayer, la presidenta Dilma Rousseff dio marcha atrás en la forma –pero no en el contenido– de la propuesta lanzada el día anterior. Inicialmente, Dilma anunció, el lunes, que pretendía convocar un plebiscito para saber si se debería o no realizar elecciones constituyentes para hacer un cambio en la Constitución y finalmente llevar a cabo una reforma política reclamada desde hace décadas. Lo esencial, para Dilma, es que la malhadada reforma se haga lo más pronto posible, y que el pueblo participe en su convocatoria.

Aconsejada por asesores y luego de reunirse con el presidente de la OAB –el Orden de los Abogados de Brasil–, con líderes aliados y con el presidente del Supremo Tribunal Federal, la máxima corte del país, Dilma optó por otra vía. Ministros que integran la Corte Suprema, tanto como ex integrantes, alertaron sobre la dificultad de, por medio de un plebiscito, enviar al Congreso un proyecto de convocar una Constituyente para discutir un tema exclusivo, la reforma política. Sea como fuere, el anuncio tuvo su efecto: asustó al Congreso, que reaccionó. Y dejó claro que habrá plebiscito, es decir, una consulta popular. Lo que todavía no se sabe es en qué forma. Pero el Congreso fue arrastrado al ruedo y tendrá que ayudar a la presidenta a enfrentar el toro de la opinión pública. Acosados, diputados y senadores desataron una maratón de decisiones que deberían de haber sido discutidas cuando Noé todavía no ostentaba frondosa barba.

A propósito: a los que, como yo, rechazan con vehemencia la existencia de milagros, el día de ayer en Brasilia ha sido un desafío. A media tarde, por ejemplo, yo manejaba mientras oía la radio del coche. Y casi me embestí contra un poste al oír la voz de Renan Calheiros, presidente del Senado, anunciando que aquél “es la casa del pueblo, y hará siempre lo que el pueblo determine”. Algo raro ocurre en mi país, pensé. O mejor: más que raro, ¿será eso que los creyentes dicen “milagro”? Tuve que estacionar en una gasolinera para recuperar la respiración. Explico: Renan Calheiros, cacique del PMDB, el principal aliado del PT, es un hombre al que se puede acusar de cualquier cosa, menos de ser un modelo de integridad. Si él realmente cree que el Senado “hará siempre lo que el pueblo determine”, ¿por qué no renuncia de inmediato a la presidencia de esa sacrosanta casa? Al fin y al cabo, cuando él se postuló para presidir el Senado llegó al Congreso una petición popular (un instrumento legal en Brasil) con un millón y 500 mil firmas pidiendo a sus pares que no cometiesen semejante ofensa al país.

Vale recordar que Calheiros ya había ocupado el mismo puesto, al que tuvo que renunciar cuando se comprobó que una gran constructora, con obesos contratos de obras públicas, pagaba todos los gordos gastos de una joven y atractiva señora –ha sido tapa de la revista Playboy– con quien mantenía una relación extraconyugal que había generado un hijo suyo. La vida del senador en las alcobas es problema de él. Que una constructora que sale vencedora en licitaciones para grandes obras públicas se haga cargo de los pedidos de la señora en cuestión es problema público.

En aquella ocasión –2007– Renan Calheiros, para no ser defenestrado por sus pares, renunció a la misma presidencia del Senado a la que volvió, elegido por sus pares, cinco años después. Que ese mismo señor ahora dispute como defensor del sagrado derecho popular es uno de los milagros registrados ayer en Brasil.

Hay otros. Por ejemplo: el presidente del Superior Tribunal Federal, la corte suprema del país, se llama Joaquim Barbosa. Es negro, de origen humilde, habla varios idiomas, y es considerado un jurista de alto coturno. Sin embargo, su elección se debió a una de esas razones aleatorias capaces de interferir en la historia.

Cuando se abrió una vacante en el Superior Tribunal Federal, el escritor Frei Betto, entonces asesor formal e interlocutor constante de Lula, sugirió al presidente que nombrase a Barbosa para la corte. Sería una iniciativa que reforzaría su discurso defendiendo correcciones a injusticias históricas contra las minorías.

Una vez integrado a la corte que ahora preside, Barbosa reiteró esfuerzos para mostrarse independiente, al punto de haber creado una jurisprudencia esdrújula para condenar a algunas figuras involucradas en el caso del mensalao, el peor escándalo de corrupción que casi le costó la reelección a Lula. Entre las innovaciones, la de poder condenar sin pruebas. Transformado en ídolo de las clases medias, no tuvo reparos en hacer gala de malhumor, prepotencia y desequilibrio emocional. Suele ser grosero con colegas y subordinados, es agresivo con periodistas y no pierde oportunidad (cuando no hay ninguna, inventa) de agredir al Congreso y al Poder Ejecutivo.

Pues ayer, luego de reunirse, en su condición de presidente del Poder Judicial, con la presidenta de todos los brasileños (que él, desde luego, cree subordinada a él), Joaquim Barbosa se mostró centrado, sereno, y hasta concordó con muchas de las iniciativas propuestas por Dilma. Llegó al colmo de aconsejarla sin criticar de manera agresiva y contundente.

Como ésas, hubo muchas otras sorpresas. Al compartir con los otros dos poderes, el Legislativo y el Judicial, la bomba armada aleatoriamente por una insatisfacción generalizada que nadie supo detectar, Dilma desató la contraofensiva.

Es evidente que la oposición, los medios hegemónicos y también los partidos políticos en general, aliados inclusive, pretendían depositar la bomba en sus manos y quedarse a un lado esperando la hora de la explosión. Y la presidenta sorprendió a todos.

Cuando el presidente de la corte suprema defiende que “hay que mitigar” el peso de los partidos en la vida política del país, reconoce que, tal como es la estructura vigente, el mandatario, sea quien sea, es rehén de intereses mezquinos. Al reconocer que “no se hace reforma política en el país sin alterar la Constitución”, y al defender la participación popular en la discusión de la reforma política, Barbosa defrauda a los que lo idolatran y tienen brotes de alergia a la simple mención de una participación popular efectiva tal como quiere el gobierno.

Al decir que “la sociedad quiere respuestas prácticas rápidas”, refuerza la imagen de que Dilma intenta pasar a la opinión pública, es decir, que hay más trabas de lo que cree la gente. Que el Congreso chantajea, que el sistema político, tal como está, es más obstáculo que solución. Gobernadores y alcaldes también son parte del elenco que gobierna a la población.

Sigo no creyendo en milagros y abominando a los demagogos. La catarata de promesas desatadas ayer por diputados y senadores que hace años adormecen sobre proyectos destinados a mejorar el país tendrá, esta vez, un filtro inesperado: esas “voces de la calle” que Dilma alertó estar oyendo. A menos que piense cometer un suicidio político de consecuencias incalculables, Dilma Rousseff habla en serio.

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