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El mundo|Sábado, 9 de noviembre de 2013
A SETENTA Y CINCO AÑOS DE UN EPISODIO CLAVE EN EL INICIO DE LAS MATANZAS NAZIS

Los cristales rotos llegaron a Buenos Aires

En una sola noche de 1938 las tropas de asalto SS mataron a unos doscientos judíos y más de 30.000 fueron enviados a la cárcel o a campos de concentración. También fueron destruidos 191 templos. Y el odio cruzó el océano.

Por Herman Schiller
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Vidrieras rotas y tiendas saqueadas: La Noche de los Cristales marcó el inicio del pogrom nazi ante el silencio mundial.

1938 fue, en todas las latitudes, un año de vertiginosa ofensiva del nazismo con la pasividad cómplice de buena parte de Occidente.

El 13 de marzo de ese año, la Alemania de Hitler anexaba Austria sin que ningún Estado protestara. Y, seis meses después, a fines de septiembre, las potencias del oeste europeo, en la reunión claudicante de Munich y en plena etapa de apaciguamiento suicida, con el impulso activo de la Francia de Daladier y la Inglaterra de Chamberlain, le regalaban a Hitler la región checoslovaca de los Sudetes.

Había euforia en Berlín. Los judíos extranjeros eran deportados en masa y los nacidos en Alemania sufrían cada vez más persecuciones.

Los diarios alemanes, como Der Angrif (El Ataque), hablaban de la “derrota del comunismo y de sus patrones del judaísmo internacional”.

Era el avance del hitlerismo y nadie hacía nada. Hoy lo llamaríamos impunidad.

En Francia vivía refugiado un joven obrero judío polaco llamado Herszel Grinszpan. Tenía 17 años. Sus familiares habían sido expulsados de Alemania a Polonia. Su padre le escribió a París el 31 de octubre desde el campamento de refugiados de Sbonszyn, en la frontera polaco-alemana. Allí, en esa carta, trazaba una rigurosa descripción de las condiciones miserables en las que vivía con otros judíos: “Solamente tenemos lo que llevamos puesto. No conocemos otra cosa que la humillación. La muerte parece algo inmediato”.

En ese clima, Herszel Grinszpan, angustiado por la creciente hostilidad antijudía, decidió hacer algo para despertar la atención del mundo. Y en la mañana del 7 de noviembre logró dispararle a Van Rath, uno de los diplomáticos de la embajada alemana.

Lo que sucedió después es muy conocido y entró en la historia bajo la simplificada denominación de Kristallnacht (La Noche de los Cristales).

Los alemanes, que ya tenían minuciosamente preparado el pogrom de antemano, tomaron este acto justiciero del joven Grinszpan como pretexto para desencadenar sus matanzas. En una sola noche las tropas de asalto SS mataron unos doscientos judíos y más de 30.000 fueron enviados a la cárcel o a los campos de concentración que los alemanes habían puesto en funcionamiento prácticamente desde principios de la era nazi: Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen. También fueron destruidos 191 templos.

Charles Papiernik, un judío francés que residió muchos años con su esposa en un departamento de la Avenida Angel Gallardo de Buenos Aires, que era sobreviviente de Auschwitz y cuyo libro autobiográfico, Una vida, vio la luz en 1997 bajo el sello de la editorial argentina Acervo Cultural, fue amigo de Herszel Grinszpan, en París, en 1938.

Ambos militaban en la Juventud Socialista. Y, tal como lo relata Papiernik en su libro, los domingos a la mañana salían juntos a vender Le Populaire, órgano central del Partido Socialista francés, y a recaudar fondos para enviarlos a los combatientes antifascistas de la España Republicana.

Papiernik, durante la entrevista radial que le efectuara en 1998, calificó a Grinszpan como “un héroe que peleó por todos nosotros y que hizo lo que tenía que hacer en una circunstancia en la que no había demasiadas opciones”.

Pero hace 75 años pensaban distinto. En todas las publicaciones, archivos, hemerotecas y demás fuentes consultadas, encontré que la inmensa mayoría de las voces que se levantaron entonces desde el liderazgo judío fue para repudiar a Grinszpan o para calificarlo de “irresponsable”.

También algunos sectores de izquierda hicieron otro tanto. Y el diario L’Humanité, órgano del Partido Comunista de Francia, adujo que Grinszpan era un “provocador judío” pagado por los alemanes, aunque no conforme con ello, el vocero del PCF propuso la búsqueda y el castigo de quienes hubieran complotado con Grinszpan, haciendo pública además la dirección de la sede del PS, donde, según el rotativo, “podrían hallarse los cómplices”. León Trotsky, en cambio, brindó todo su apoyo al joven y criticó duramente a quienes lo demonizaban, si bien acotó que el meridiano de la lucha contra el fascismo debía atravesar el camino de la organización y no de gestos individuales.

Grinszpan, cuyo destino final nunca se conoció, fue sentado por los franceses en el banquillo de los acusados en un juicio viciado de irregularidades. Y, pese a la delación de L`Humanité, designó como abogados defensores a tres aguerridos militantes de izquierda: De Loro Giaferi, Weil de Gonehaux y Frankel. Y a la hora de permitirle el uso de la palabra, manifestó:

“No fui motivado por el odio ni por la venganza, sino por el amor a mis padres y a mi pueblo, quienes soportan terribles sufrimientos. Lamento profundamente haber herido a alguien, pero no tenía otro modo de expresarme. Ser judío no es un crimen. No somos criminales. El pueblo judío tiene derecho a vivir”.

Sin embargo, la demonización de Herszel Grinszpan fue poco menos que mundial. Si nos detuviéramos a analizar en qué andaban los que entonces calificaban a Grinszpan de “irresponsable” (eso incluye a buena parte del judaísmo tradicional, a algunos sectores de la izquierda y a la casi totalidad de la jerarquía católica), se podría deducir no con demasiado esfuerzo quiénes eran en realidad los verdaderos “irresponsables”.

En Berlín, ante la desesperación de los judíos que anhelaban huir como fuere, el consulado argentino –el consulado de nuestro país que algún humorista calificó de hospitalario– colocó el siguiente cartel en la puerta de calle: “Solamente los granjeros con varios años de experiencia tendrán alguna posibilidad de obtener la visación de sus pasaportes”.

Y en Buenos Aires, ante una virulenta manifestación por la Avenida Santa Fe de fascistas vernáculos que gritaban “Mueran los judíos, viva Cristo Rey”, la DAIA, Delegación de Asociaciones Israelitas Argentinas, que había sido creada a mediados de la década del treinta para combatir la creciente judeofobia, le envió urgentes telegramas –con solicitudes de protección– al ministro del Interior Diógenes Taboada, al jefe de policía general Andrés Sabalain y al propio presidente de la República Roberto M. Ortiz.

Ninguno de los tres se dio por aludido. Y la comunidad judía solo recibió una muy escueta comunicación del secretario del presidente, Luis A. Barberis: “Por encargo del Excelentísimo Sr. Presidente hágole saber que su telegrama ha sido pasado a sus efectos al Ministerio del Interior”.

El ascético mensaje de circunstancias suscripto por un colaborador de Ortiz revelaba claramente que nunca se iba a hacer nada para parar la marea nazi en Argentina, sobre todo los atropellos perpetrados por aquellos grupos que, como la Alianza Libertadora Nacionalista comandada por Juan Queraltó, contaba con muy fuertes respaldos en la Iglesia, las Fuerzas Armadas, la policía y la Justicia. La ALN, que abiertamente reconocía que uno de sus objetivos centrales era “disputarle la calle a la izquierda marxista”, hacía gala de una furiosa impunidad no sólo en el plano de la propaganda, donde contaba con cuantiosos fondos, sino también –y casi diría, fundamentalmente– en la “acción directa”.

Eran los tiempos de una considerable presencia judía en el movimiento obrero, el estudiantado y los partidos de izquierda, especialmente el Comunista. Eran los tiempos en que la Iglesia argentina, impactada por las victorias fascistas en Europa, que habían puesto “un dique de contención a la marea bolchevique”, estaba comprometida con la campaña antijudía, reflejada en decenas de publicaciones oficiosas, como la revista semanal Criterio, dirigida por monseñor Gustavo J. Franceschi, y El Pueblo, un diario que dirigía el cura Luchía Puig, que fue fundado en 1900 y recién se llamó a silencio en la década del sesenta. Y eran los tiempos en que el gobernador de la provincia de Buenos Aires entre 1936 y 1940, Manuel Pastor Pascual Fresco, junto con su secretario de Gobierno, Roberto J. Noble, el futuro fundador de Clarín, concurrían abiertamente a los actos nazis que organizaba la colectividad alemana; y, a instancias de las “investigaciones” llevadas a cabo por el senador ultraderechista Matías Sánchez Sorondo, mandaban clausurar los arbeter shuln, las escuelas obreras que entonces predominaban en la calle judía y funcionaban en el ámbito provincial.

En el resto del mundo, en aquel ’38 sangriento, la judeofobia, el prejuicio o la abierta hostilidad hacia los judíos, no eran muy diferentes.

La Liga Argentina por los Derechos del Hombre, que once meses antes había sido fundada por Lisandro de la Torre y otras figuras de la época para enfrentar al creciente fascismo y reclamar por la libertad de los centenares de presos políticos, realizó el 28 de noviembre de 1938 un acto masivo en el Luna Park para repudiar los pogroms de Alemania.

Concurrieron unas 30.000 personas: 15 mil adentro y 15 mil afuera. Judíos y no judíos. Obreros, estudiantes y clase media.

Hablaron, entre otros, el propio De la Torre, Nicolás Repetto, un representante de la CGT y Emilio Troise (1886-1976, autor del libro Materialismo dialéctico y materialismo histórico), un infatigable militante comunista que tuvo que enfrentar la ferocidad de los ajenos y el prejuicio de los propios para crear el Comité Popular Argentino contra el Racismo y el Antisemitismo, organismo multisectorial, con fuerte presencia de la izquierda, que combatió con mucha decisión la arremetida de los fascistas de aquellos años.

La DAIA, que se había limitado a realizar un pequeño acto en el templo de la Congregación Israelita Argentina de la calle Libertad al 700, emitió después un enérgico comunicado. ¿Para qué? Para señalar celosamente que era la única institución representativa con derecho a hablar en nombre del judaísmo argentino.

Sin embargo, la iniciativa para combatir en Argentina el avance fascista y la judeofobia con la complicidad del poder no partió en 1938 del judaísmo oficial sino de la izquierda, algo que quizás podría considerarse hoy como extraplanetario si se lo observa con la óptica y los parámetros del siglo XXI. Pero en aquellos días el comité creado por Troise llegó a concretar en Buenos Aires un congreso latinoamericano contra el antisemitismo al que concurrió, entre otros muchos delegados, un joven médico cirujano y diputado socialista chileno llamado Salvador Allende.

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