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El mundo|Domingo, 7 de septiembre de 2003
EL INFORME QUE REVELA LA VERDAD DE 70.000 DESAPARICIONES

Cómo es el Nunca Más peruano

Perú recién empieza a afrontar la verdad de dos décadas de violencia política, autoritarismo y violaciones a los derechos humanos. Y esa verdad es mucho peor de lo que se creía. Esta nota ofrece los datos estremecedores de un informe sobre los años de plomo de 1980 a 2000.

Por Carlos Noriega
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Alberto Fujimori, actualmente prófugo, con el general Charles Wilhelm, del Comando Sur.
El reciente informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) sobre lo sucedido en los años de la violencia política (1980-2000) puso a los peruanos de cara a una realidad que resultó bastante más dramática de lo que la mayoría pensaba. El número de muertos y desaparecidos casi triplicó las cifras oficiales: se pasó de 25.000 a casi 70.000. La clase política, con excepción de algunas voces, especialmente provenientes de la disminuida izquierda, se niega a aceptar tan alta cifra de víctimas y se aferra a los más modestos datos oficiales.
En sus más de tres mil páginas, el informe de la CVR, producto de dos años de investigaciones, analiza con minuciosidad el desarrollo de la violencia política en el país, que se inició cuando el grupo maoísta Sendero Luminoso decidió en mayo de 1980, en momentos en que el Perú retornaba a la democracia luego de doce años de dictadura militar, desencadenar una “guerra popular” para tomar el poder. El documento califica lo sucedido en ese período como “el episodio de violencia más intenso, extenso y prolongado de toda la historia republicana”. El epicentro de la guerra estuvo en las empobrecidas comunidades rurales de la sierra central andina y la mayoría de las víctimas, un 75 por ciento, fueron indígenas quechuahablantes.
El informe de la CVR responsabiliza a los gobiernos civiles del centroderechista Fernando Belaúnde (1980-85) y del socialdemócrata Alan García (1985-90) de haber “abdicado de sus funciones” y dejado actuar sin control a las Fuerzas Armadas en la guerra antiguerrillera, así como por haber “tolerado” las violaciones a los derechos humanos que éstas cometieron, desconociendo “las numerosas denuncias” que se hicieron. Fue en diciembre de 1982 cuando el gobierno de Belaúnde tomó la decisión de declarar el estado de emergencia en Ayacucho, departamento de los Andes centrales donde Sendero Luminoso comenzó la lucha armada, y otras zonas del país a las que la violencia se había extendido, y entregarle el poder político y militar en esos lugares a las FF.AA.
Con esa decisión, señala la CVR, “se inició un proceso de militarización que duró más de una década y que tuvo graves consecuencias para el país”. Los militares actuaron como una fuerza de ocupación que veía en cada campesino y habitante de los pequeños poblados a un potencial terrorista. Comenzó, entonces, la espiral de secuestros, torturas, asesinatos selectivos y también masivos, que dejaron ese terrible saldo de casi 70.000 muertos y desaparecidos. La CVR estima en más de 4000 el número de fosas comunes que quedan por desenterrar.
En los primeros años de la guerra, según el documento de la CVR, las FF.AA. desarrollaron una política de represión indiscriminada. Dividieron el campo en comunidades “rojas” y “blancas”. Las primeras eran consideradas senderistas, ya sea porque Sendero tenía alguna presencia o porque por temor a la represión de los senderistas se habían negado a cooperar con los militares, y las segundas estaban clasificadas como aliadas. En aquellas señaladas como “rojas”, las FF.AA. cometieron asesinatos masivos. El objetivo era eliminar a la comunidad en su conjunto. Y los senderistas hicieron lo propio con las comunidades que cooperaban con los militares.
La CVR tuvo acceso a los manuales contrasubversivos elaborados por las FF.AA., y de su análisis concluyen que avanzada la segunda mitad de los ochenta los militares decidieron pasar de una estrategia de asesinatos en masa a una de asesinatos selectivos. “Las violaciones a los derechos humanos fueron en esta etapa menos numerosas, pero más deliberadas y planificadas”, señala el documento de la Comisión. Luego, las FF.AA.comenzaron a buscar acercarse a las comunidades campesinas y las organizaron en Comités de Autodefensa para que se enfrentaran a Sendero. El senderismo había desplegado tal campaña de terror y asesinatos en el campo que para entonces el respaldo que llegó a tener en sus primeros años se había convertido en un rechazo generalizado. Según el historiador Nelson Manrique, un estudioso del proceso de violencia política, estos grupos armados de campesinos, que actuaron en coordinación con los militares, “fueron decisivos para cambiar estratégicamente el curso de la guerra”. Esta nueva estrategia militar cobró fuerza a partir de 1989. Aunque se afirma que desde entonces comenzaron a disminuir las violaciones a los derechos humanos, también se señala que durante el régimen del ahora prófugo ex presidente Alberto Fujimori (1990-2000) operó el grupo paramilitar Colina, que cometió decenas de asesinatos selectivos. La CVR asegura que existen pruebas contundentes que vinculan a Fujimori con los crímenes de Colina, y por eso le adjudican tener una “responsabilidad penal”. Por estos mismos hechos, el gobierno peruano está solicitando a Japón la extradición de Fujimori. En los casos de Belaúnde y García solamente se habla de “responsabilidad política”. De otro lado, la CVR ha entregado a la Fiscalía de la Nación una relación de casos de violaciones a los derechos humanos y los nombres de sus perpetradores para que abra instrucción penal contra ellos. La lista de acusados, que incluiría a unos 120 militares, de los cuales 25 estarían en actividad, ha sido mantenida en reserva, aunque algunos nombres se han filtrado a la prensa.
La Iglesia Católica no se salva de los cuestionamientos hechos por la CVR a los actores políticos y sociales del país. El informe acusa al actual arzobispo Juan Luis Cipriani, máxima figura de la Iglesia peruana, por haber “negado” las violaciones a los derechos humanos mientras era obispo de Ayacucho, durante la mayor parte del conflicto interno, y de haber puesto “obstáculos a la labor de las organizaciones de la Iglesia” que pretendían actuar para denunciar estas violaciones. En esos años, Cipriani, miembro del Opus Dei, no solamente no cuestionó ni una sola operación de las FF.AA., sino que bendijo sin reservas su actuación, al tiempo que acusaba a los organismos defensores de los derechos humanos de ser terroristas. Mientras miles de ayacuchanos eran desaparecidos o asesinados (según cifras de la CVR, en Ayacucho se produjo el 50 por ciento de las casi 70.000 víctimas, lo que representa un 20 por ciento de la población de ese departamento), la puerta de la oficina de Cipriani lucía un cartel que decía: “Aquí no se aceptan denuncias por violaciones a los derechos humanos”. Pero paralelamente a este duro juicio por el rol cumplido por la Iglesia Católica en Ayacucho, la CVR resalta el hecho de que en otras zonas del país miembros de la Iglesia “contribuyeron a proteger a la población de crímenes y violaciones a los derechos humanos”, cometidas tanto por las FF.AA. como por Sendero. Entre los 12 comisionados de la CVR figuraban dos sacerdotes que han apoyado los cargos contra el arzobispo. El asunto amenaza agudizar la interna en la Iglesia Católica.

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