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El mundo|Viernes, 19 de septiembre de 2014
LA COMISION EUROPEA NO CUENTA CON UN PLAN B

Europa entra en pánico

El soberanismo escocés puso en entredicho la continuidad territorial de los países miembros de la Unión Europea en donde estallaron procesos regionales de independencia.

Por Eduardo Febbro
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La campaña del Sí desafió a los tecnócratas de Bruselas.

Desde París

La unión sagrada que vincula a Escocia con el Reino Unido desde 1707 atraviesa días de dudas cuyas sombras se proyectan sobre el conjunto de Europa. El soberanismo escocés ha puesto en entredicho la continuidad territorial de los países miembros de la Unión Europea en donde estallaron procesos regionales de independencia. Europa, acostumbrada a la presión de algunas zonas históricas de rebelión contra el centralismo como Cataluña, no vio venir el huracán escocés. A pesar de que los últimos sondeos destilan la idea de que el no a la separación del Reino Unido se impondría con cierta holgura, la Comisión Europea y las capitales más comprometidas con el proceso de integración europea cuentan las horas y acumulan las amenazas. Las Bolsas del Viejo Continente parecen apostar también por la permanencia de Escocia en el Reino Unido. La plaza londinense, que es la más implicada, no mostró signos de inquietud. La Bolsa de Londres y la libra esterlina no se movieron. Sin embargo, el pánico es visible entre los responsables de la Unión Europea. Todos se ciñen al mismo criterio: en caso de victoria del sí y la consiguiente separación, Escocia saldría automáticamente de la UE. Su reintegración sería objeto de un extenso y complicado proceso que podría demorar cerca de una década. Dentro del Reino Unido, la separación sería también muy complicada: las fronteras, las instalaciones nucleares, la moneda, los recursos energéticos o el estatuto de la reina (¿sería o no la reina de los escoceses?), todo debería ser renegociado antes de definir las bases de un nuevo Estado escocés.

Este ardor soberano tiene más de una lectura. Una es institucional. Bruselas no quiere leones rebeldes. Por ello, saca toda la batería retórica para explicar el costo que una división territorial tendría para la región que elige ese destino. Hoy, Europa está confrontada a una decena de procesos soberanistas que pasan por España, Bélgica, Rumania, Eslovaquia, Chipre o Italia. De hecho, la Comisión Europea no cuenta con un plan detallado para enfrentar semejante situación. Se mueve con principios de base (el que se va se queda afuera) y las campañas del miedo, pero no con respuestas. La otra lectura es más política y tiende a ver en el corazón del movimiento soberanista un acto de repudio contra la clase política elitista, contra su desconocimiento del pueblo que gobierna, contra el pensamiento único de los señoríos liberales de Gran Bretaña y contra la misma inoperancia de la Unión Europea y su proyecto bancario antes que social.

El escritor escocés Irvine Welsh reflejó muy bien esta dimensión política en una columna publicada por varios diarios europeos. Según Welsh, “los escoceses demostraron que es posible desafiar, e incluso hacer volar en pedazos, una potencia del G-7 empantanada en un modelo de globalización neoliberal e instalar en su lugar una democracia viva y no militarista. Ante su propio asombro, este país extraordinario ha encendido la llama de la libertad que brillará en el mundo entero”. Irvine Welsh señala también que, gane quien gane, los soberanistas abrieron une brecha en el aburrido consenso de la Unión Europea. De hecho, además de haber provocado un terremoto político en Gran Bretaña, la campaña soberanista fue también un desafío abierto a los tecnócratas de Bruselas que llevan años diciendo que ser parte de esta UE liberal es la mejor condición de la humanidad. Varios analistas apuntan también un dato central: el desmantelamiento del Estado de Bienestar, el retroceso de las conquistas sociales, la imposición de políticas de rigor, el adiestramiento de la sociedad en torno de un inevitable modelo único, la idea permanente según la cual fuera de ese modelo no hay existencia posible no hicieron más que incrementar los deseos de independencia.

La fractura escocesa no parece ser únicamente secesionista: también incluye un acto político global contra el modelo político y económico de los liberales británicos liderados por David Cameron y contra la Europa de la dictadura financiera, la austeridad y los derechos exclusivos para los inversionistas y los intermediarios bursátiles. Consciente de ello, el premier británico prometió que en caso de victoria del “no” se abocaría a reconciliar la nación mediante “el respeto y la generosidad”. Los independentistas saben que, si ganan, deberán administrar los mismos problemas que tienen hoy estando dentro del Reino Unido. La deuda, la crisis, el desempleo, etcétera. Sólo que, para ellos, es mejor hacerlo en casa sin entregarse a la batuta de Londres. El eurodiputado ecologista Philippe Lamberts rescata una enorme paradoja en todo este proceso: “Ahí tenemos en Escocia a un gobierno más social y proeuropeo que desea tomar distancias con los euroescépticos liberales de Londres”. Y es cierto. Los escoceses son en general más favorables a permanecer dentro de la UE que los ingleses. Las encuestas indican que, globalmente, el Reino Unido se inclina más por salir de la Unión Europea que a quedarse en su seno. Pero no es el caso de los escoceses. Con lo cual, si hubiese una consulta sobre ese tema en el Reino, Gran Bretaña saldría de la UE, mientras que Escocia negociaría su ingreso como nuevo Estado. Un escenario semejante debilitaría el peso de Gran Bretaña en todos los foros internacionales, empezando por el Consejo de Seguridad de la ONU, y también el de la misma EU, que perdería a un aliado conflictivo, pero de peso decisivo en el tablero mundial.

Los partidarios del mantenimiento de Escocia dentro del Reino Unido tienen un aluvión de argumentos para amedrentar a los electores. Alex Salmond, el líder soberanista, fijó en 2016 la fecha para la declaración de independencia siempre y cuando gane el “sí”. El campo contrario ya advirtió que nada podría hacerse para frenar la fuga de capitales que acarrearía la independencia. Los unionistas sacaron la chequera, prometieron concesiones y mil cosas recién cuando cayeron en la cuenta de que el “sí” subía vertiginosamente. Una Escocia fuera del Reino Unido es un enredo de serie negra para la UE, un cargo más en el largo proceso que se le hace como monstruo frío y burocrático, al servicio de su propia supervivencia en vez de la de los pueblos que la componen. Escocia armó un soberano revuelo con sus anhelos independentistas. Con él, corrió el telón del montaje de ilusoria fragilidad con que la Unión Europea se reestructuró luego de la caída del Muro de Berlín. La travesura escocesa terminó revelando las fallas de un sistema más global, al tiempo que lanzó una flecha envenenada al corazón del liberalismo británico.

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