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El mundo|Domingo, 27 de marzo de 2016
HOY SE CUMPLE UN SIGLO DE LA REBELION DE PASCUA, PRIMER PASO DE LA INDEPENDENCIA DE IRLANDA

El día de las armas

Hace exactamente cien años, el domingo de Semana Santa de 1916, las organizaciones “subversivas” irlandesas se reunieron, crearon un gobierno rebelde y repartieron las armas. Esa misma madrugada, tomaron posiciones en Dublín y arrancaron una semana de combates que cambiaron a su país.

Por Sergio Kiernan
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Los combates en las calles de Dublín, con los rebeldes disparando.

Hace exactamente un siglo, en el domingo de Pascua de 1916, las principales organizaciones “sediciosas y subversivas” de Irlanda se unieron para liberar el país. Eran la Hermandad Republicana, los Voluntarios, el Ejército Ciudadano de los sindicatos socialistas, la Liga Gaélica, gente suelta de fusil y de traje, y hasta las señoras de Cumann na mBan, la Unión de Mujeres. Seguían órdenes del Consejo Militar revolucionario, preparando armas y bombas caseras para el alzamiento de la madrugada del lunes. Algunos creían sinceramente que el país se levantaría con ellos y podrían terminar con setecientos años de dominio inglés, ahora que Londres estaba hasta el cuello en la Primera Guerra Mundial. Otros, más realistas o pesimistas, sabían que la rebelión estaba perdida pero pensaban dar testimonio con sus vidas de la vitalidad de la causa. Iban a proclamar la República de Irlanda.

La situación política de la más antigua colonia inglesa era para entonces simplemente ridícula. Irlanda se rebelaba cada medio siglo con puntualidad ferroviaria: 1798, 1803, 1848, para hablar apenas de las que tuvieron entidad. Cada refriega terminaba en martirio, con líderes irlandeses ejecutados de mala manera cuyos nombres pasaban al panteón simbólico, desesperado, del nacionalismo irredento. Los británicos, que manejaban su imperio con una muy precisa mezcla de palo y zanahoria que sólo les falló con Estados Unidos, parecían sordos y mudos cuando se hablaba de Irlanda. En Canadá, Australia y Nueva Zelanda se vivía en libertad y con paridad de derechos con cualquier británico. Los irlandeses eran tratados como un pueblo tributario, con una tozudez extrema que no dejaba más que tres caminos a las mayorías: morirse, emigrar o rebelarse. En el terrible siglo XIX, la pequeña isla había perdido la mitad de su población, que se fue a EE.UU., al imperio o a Argentina, o se murió de hambre.

Sin embargo, el activismo político había logrado mucho, entre otras cosas que ya hubiera pasado el reloj de la siguiente rebelión, que tocaba hacia 1900. Mal que mal, líderes como O’Connell y Parnell habían creado partidos políticos modernos y resignado a Londres a conceder el status de dominio, como el de Canadá, con lo que Irlanda volvería a tener su propio Parlamento. El problema era que los protestantes del Norte hicieron las cuentas y entendieron que una Irlanda autónoma los dejaba en minoría, porque todavía los católicos eran más. Y entonces juraron rebelarse ellos contra la Corona para evitar los cambios. En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial y Londres congeló la situación. La autonomía quedaba para la posguerra.

Como los unionistas del Norte comenzaron a armarse abiertamente y crearon organizaciones paramilitares, “leales” y de uniforme, los nacionalistas del Sur hicieron lo mismo, reclutando muchos más protestantes de los que se piensa hoy en día. A Londres no le preocupaban en particular los protestantes, ni tampoco los nacionalistas parlamentarios que trabajaban con el gobierno de Asquith para lograr la autonomía. Lo que sí era un tema de seguridad nacional eran los Voluntarios y la Hermandad, republicanos que no querían ni oír hablar de seguir “conectados” a Gran Bretaña, y el Ejército Ciudadano, las formaciones armadas sindicales que habían jurado que nunca más los iban a reprimir impunemente, como en la gran huelga de 1913. Estos grupos pasaron a ser oficialmente considerados “subversivos”, primera vez que la curiosa palabrita, que tanta carrera haría en Argentina, era usada en documentos públicos. Los agentes secretos y los informantes del Castillo de Dublín, la sede tradicional del poder británico en Irlanda, se concentraban en estos grupos.

Lo que resulta llamativo era que todos estos grupos organizaban desfiles de bandera, tambor y uniforme, hacían guardias de honor en sedes partidarias, alquilaban chacras para hacer tiro al blanco y prácticas de combate, y compraban armas de guerra abiertamente. La trampa era, claro, que si el gobierno desarmaba a un bando tenía que desarmar también al otro o resignarse a quedar pegado con un bando. En concreto: si se desarmaba y encarcelaba a los republicanos, Londres pasaba a ser mentor de los paramilitares unionistas, por lo que la isla se haría ingobernable.

Los rebeldes

La rebelión de 1916 estaba programada para 1914, pero la guerra la pospuso, aparentemente para las calendas griegas. Los republicanos eran un bando muy pequeño y dividido, con diferencias entre el campo y la ciudad, socialistas y católicos, integrados e irreductibles. Había gente que pensaba que el trabajo cultural –restaurar el agónico idioma irlandés, por ejemplo– y la paciencia política, eran el camino a la autonomía. Había otros que pensaban que la libertad, como el poder, mana de la boca del fusil. Y otros que no eran tan intensos respecto a la independencia porque afirmaban que no había mucha diferencia en que el explotador fuera extranjero o compatriota. Los británicos, con las pequeñas y no tan pequeñas humillaciones diarias de la vida colonial, y con la constante amenaza de aplastar toda oposición, dieron argumentos para una unidad de fines que no fue completa pero alcanzó.

De hecho, el nacionalismo cultural ya había cambiado al país de un modo que pocos llegaron a percibir en profundidad. Tal vez la lengua irlandesa no volvería a ser mayoritaria –de hecho, todavía no lo es– pero sí era una nueva divisa de identidad. El teatro, la literatura y la música estallaban, y los irlandeses por primera vez empezaban a pensarse fuera de la órbita de Londres. Este vigor, el Renacimiento Irlandés, fue el medio en que se educaron autores como James Joyce y Samuel Beckett, y es la razón por la que la primera política rebelde e independiente es de una calidad y una elocuencia sorprendentes.

La guerra produjo una apertura inesperada hacia los alemanes, por aquello de que el enemigo de tu enemigo es tu amigo. Los rebeldes ya usaban mausers, comprados antes de la movilización general, y los alemanes terminaron mandando un barco cargado de fusiles, el Aud, disfrazado de carguero noruego, que fue acorralado por la Marina Real y terminó hundido por su capitán en una bahía de Cork. Hasta aceptaron una de las ideas más absurdas de la historia política mundial, la de que sir Roger Casement, diplomático británico pero irlandés y una celebridad mundial, entrara a Alemania de contrabando para reclutar una brigada republicana entre los prisioneros de guerra. Casement era famoso por ser quien denunció los crímenes belgas en el Congo, que inspiraron El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y fueron el primer caso internacional de derechos humanos. Pero pocas veces se vio un reclutador peor: apenas un irlandés se prendió a la aventura y desertó en cuanto pisó suelo propio.

Aun así, la revolución procedía. James Connolly, el líder sindical socialista, había finalmente aceptado. Todo estaba listo. Hasta tenían gobierno propio, ya que en la madrugada del lunes de la Semana Santa el Consejo Militar se había reunido y se había proclamado como gobierno de la República de Irlanda, con el escritor y maestro Padraigh Pearse como presidente. El flamante gabinete había firmado la Proclama de Independencia –y con eso había firmado su sentencia de muerte por traición– y había mandado a imprimir 2500 copias tamaño poster en el taller gráfico de Connolly. El domingo de Pascua de 1916, los republicanos comenzaron a concentrarse en sus cuarteles, de uniforme y con armas, cargando canastos de bombas caseras, repartiendo carteles, asignando posiciones, llenando bolsillos con balas y preparando el cuerpo médico, compuesto de unos pocos profesionales y varias mujeres con mayor o menor entrenamiento.

Eran un grupo variopinto que incluía nobles como Joe Plunkett, hijo del conde Plunkett, o la condesa Markiewicz, feminista y librepensadora que traicionaba clase y país para luchar por Irlanda. Estaba el profesor de matemáticas Eamon de Valera, nacido en Nueva York de padre español pero irlandés hasta los huesos, que tendría una vida larga y agitada y sería presidente de la Irlanda independiente. Había personajes como Michael O’Reilly, que había tomado el título de Jefe de Clan y se presentaba como “El O’Rahilly”. Había pibes como Sean Macloughlain, que en cosa de días terminaría de comandante de la división Dublín, con 15 años apenas cumplidos. Y había revolucionarios de tiempo completo y con muchos años de cárcel y castigos en el lomo, como el ínfimo Thomas Clarke, pequeño como un gnomo, y Charles Burgess, que se rebautizó en irlandés como Cathal Brugha, que recibiría 25 heridas en el alzamiento y que viviría para contarlo. Hasta había un argentino, Eamon Bulfin, hijo del dueño del periódico irlandés de Buenos Aires, el Southern Cross, que izaría la bandera republicana por primera vez, sería capturado y condenado a muerte, y salvaría la vida por su partida de nacimiento.

El alzamiento

Lo que no había, ni por asomo, era un militar profesional, lo que se nota en el plan aprobado por el presidente Pearse. En la mañana del lunes, los rebeldes comenzaron a tomar posiciones en lugares y edificios simbólicos de Dublín, lugares como el parque de Stephen’s Green, varias fábricas con torres altas, los alrededores del Castillo, el Real Colegio de Cirugía y el Correo Central, ubicado en pleno centro de la capital y designado cuartel general. Para el mediodía los objetivos estaban tomados, pero la desorganización y la división política hicieron que las brigadas que tenían que volar trenes y puentes para demorar la llegada de refuerzos ingleses nunca aparecieran y apenas unos puñados de republicanos tomaron posiciones en los accesos de la ciudad. Nadie había pensado que un ejército inmóvil es un ejército a la defensiva, que espera que una fuerza superior lo aplaste. De hecho, la inteligencia era tan mala que ni siquiera se dieron cuenta que el Castillo tenía una docena de guardias mal dormidos.

Lo primero que hicieron los rebeldes fue proclamar la República. Pearse salió del Correo Central, caminó hasta el centro de la avenida O’Connell y leyó la bella proclama que él había escrito, la que afirma que su mandato viene “De Dios y las generaciones muertas”, ante rebeldes entusiasmados y dublineses comunes que, con la típica ironía irrespetuosa de esa ciudad tan porteña, se reían abiertamente. Al mismo tiempo, en el techo del enorme Correo –un verdadero palacio– se izaba la tricolor republicana y nuestro compatriota Bulfin subía otra verde con la frase “República Irlandesa”. Por suerte el techo estaba alto y no daba para ver que esa bandera era un cubrecama de la condesa Markiewicz, pintado a mano y con una esquina masticada por su perrito.

La comedia pronto se transformó en tragedia. Los ingleses mostraron qué rápido podían enviar refuerzos del interior y de Gran Bretaña, y también que no tenían problema en bombardear la ciudad con artillería y con el buque de guerra Helga desde el río Liffey, que cruza Dublín. En el primer día de la rebelión hubo un alegre saqueo de las tiendas del centro, con el pobrerío angustioso de la ciudad dándose el gusto de robar de todo, incluyendo ese artefacto tan extraño llamado piyamas. Pero con el pasar de los días comenzó a faltar comida, los incendios fueron destruyendo barriadas enteras y bombas, cañonazos y balas mataron a cientos de civiles. La población entera de Dublín maldecía a los rebeldes, que parecían dispuestos a ver arder la bella ciudad, y a los británicos que parecían listos a quemarla.

Los rebeldes pelearon con el heroísmo de un grupo de gente que se sabe valiente y que se sabe un ejemplo para el futuro. Cada momento de la rebelión es un caso de fuerzas muy superiores en número, en equipo y en entrenamiento atacando posiciones débiles y, sin embargo, teniendo que pelear por días para tomarlas y sufriendo bajas enormes. En muchos casos, tomar una posición significó demolerla a cañonazos y ver salir de los escombros a pibes de veinte años sin experiencia militar, que habían frenado por días a tropas profesionales. Las posiciones rebeldes fueron cayendo una a una y el Correo era una pira donde los combatientes medio ahogados por el humo seguían tirando, bajando piso por piso a medida que se incendiaban. Los británicos habían abierto un metódico fuego de artillería que demolió toda la calle comercial, dejando nada más que incendios y escombros, y hasta llevaron un tanque, algo nunca visto en el país. Como para mostrar la falla de la estrategia rebelde y para ponerse a pensar en lo que pudo haber pasado, el único comando que cortó un acceso a Dublín terminó en un combate durísimo y fue el que más bajas les causó a los británicos.

Finalmente, el sábado, Pearse ordenó la rendición. Fue un momento tremendamente emotivo: había quien lloraba porque prefería morir con las armas en la mano, había quien lo hacía porque sabía que se venían fusilamientos y añares de cárcel. Pero Pearse y el gobierno en pleno ya no querían más bajas civiles, y se multiplicaban los reportes de masacres. El domingo siguiente, después de exactamente siete días de pelea –la rebelión más larga en la historia del país– se rendía la última trinchera.

Los mártires

Cuando los ingleses marcharon a los republicanos capturados rumbo a sus prisiones, tuvieron la satisfacción de ver en los barrios más pobres al pueblo llano insultar y hasta apedrear a los insurrectos. No notaron que también había gente que los miraba con un respeto nuevo, un toque de orgullo por estos compatriotas que habían combatido. Para los británicos, todo parecía en orden, los fenianos eran unos locos en un país básicamente leal. Fue entonces que cometieron un error enorme, histórico, que prácticamente garantizó que perdieran Irlanda. De la mano feroz del general sir John Maxwell, el muy fumador y chinchudo comandante militar de Irlanda, comenzaron los fusilamientos de los líderes. Los siete miembros del gobierno provisional –“esa banda ridícula de subversivos”– y todos los comandantes de brigada (menos De Valera, que era norteamericano y se salvó para no enconar a EE.UU. en medio de una guerra, como Bulfin para no pelearse con Irigoyen) fueron fusilados. Para peor, Maxwell pensó que sería mejor ejecutarlos en tandas durante nueve días, para que los irlandeses tuvieran tiempo de aprender la lección.

Lo que el general no entendía era que así se fabrican mártires y que los irlandeses tienen una larga y desesperada tradición de mártires. En los pubs y las calles se empezó a hablar de otro modo: tal vez esos locos no eran tan locos, o tal vez eran locos pero locos nuestros, y los ingleses no tenían por qué fusilarlos. En cosa de días, el torpe Maxwell había dado vuelta completamente la opinión pública. El colmo fue que James Connolly, herido en un pie, el último fusilado, murió atado a una silla porque no se podía ni parar. El país entero se conmovió por la cruel farsa y más cuando escuchó la frase del padre Flanagan, que confesó a los ejecutados y contó que “todos murieron como príncipes”.

El resto de los rebeldes fue a parar a prisión con largas condenas, pero para 1918 ya estaban todos afuera gracias a la amnistía general del final de la primera guerra mundial. Poco después, con el nombre mítico de Sinn Fein –traducible como Nosotros Solos– arrasaban en las elecciones para el Parlamento inglés, al que la Irlanda colonial tenía derecho a votar. La condesa Markiewicz, que no había sido fusilada porque se razonó que si se podía fusilar mujeres había que concederles el voto, fue la primera mujer elegida en la historia del Parlamento de Westminster. Pero esos diputados irlandeses jamás pisaron Londres: se reunieron en Dublín, se proclamaron el Parlamento de la República de Irlanda, eligieron presidente a De Valera y declararon abierta la guerra de independencia. Esta vez estaban a cargo dos muchachos que se habían mordido los codos de frustración en el Correo Central, furiosos ante la inmovilidad militar de la rebelión. Eran Michael Collins y su íntimo amigo Harry Bolland, que inventaron sin libreto la guerrilla urbana y en dos años de alta movilidad y fuerte apoyo popular forzaron a los ingleses a negociar y conceder.

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