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El mundo|Domingo, 3 de abril de 2016
Política, ajuste e historia en los cien años de la Rebelión en Irlanda

Cómo festejar una revolución

Un país próspero de la Unión Europea celebró un siglo del alzamiento armado contra Londres en medio de una situación económica y política complicada, más el fantasma del IRA. Cómo lograr una fiesta patriótica sin regalársela a los irredentistas.

Por Sergio Kiernan
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Página/12 En Irlanda

Desde Dublín

Irlanda acaba de conmemorar cien años de su revolución, el alzamiento de la Semana Santa de 1916 que disparó un proceso que en 1921 resultó en el fin de 700 años de ocupación británica. El festejo fue de una dignidad conmovedora y de un patriotismo sentido, y también fue endiabladamente complicado en lo político. La República de Irlanda fue fundada desde el irredentismo y el radicalismo político y cultural, fue fundada como una organización clandestina e ilegal, y fue fundada por una mezcla de católicos, poetas, ateos y sindicalistas explícitamente socialistas y para más armados. La independencia resultó en una breve y dura guerra civil entre los que aceptaban perder el Ulster para ganar un Estado Libre y los que no, que siguen ahí negando con fervor religioso que exista una República y sosteniendo que sólo el Sinn Fein y el IRA tienen mandato verdadero. El centenario fue un ejercicio perfecto en cruzar a salvo este campo minado.

El centro de los muchísimos eventos fue recordar la rebelión de unos pocos cientos de militantes en Dublín, arrancando el domingo de Pascua por la noche y tomando edificios simbólicos de la capital el lunes de mañana. Estos rebeldes eran una peculiar expresión del fervor nacional que venía creciendo en la isla desde hacía al menos dos décadas. Irlanda tenía una nueva clase media, pequeña en medio de una pobreza desesperante y eterna, que sólo encontraba dos canales de expresión política: integrarse al sistema colonial, lo que significaba aculturarse y definirse como un “británico del Oeste”, o participar del Renacimiento irlandés, que implicaba aprender o recordar la lengua irlandesa, y acostumbrarse a sentir orgullo de la dura, muy dura historia nacional. En resumen, estaba el camino de integrarse a la identidad británica, como hicieron los escoceses y sobre todo los galeses, o pensar en Irlanda como una patria, separada y diferente.

Los rebeldes de 1916 incluían varios líderes de este movimiento cultural y político, expresado en un grupo de gran expansión, la Hermandad Irlandesa. El fermento político era tal que los protestantes del norte y los republicanos de toda la isla se mandaban hacer uniformes, entrenaban y desfilaban abiertamente, con bandera y tambor. La Corona miraba esto con preocupación, pero más a los republicanos. El comienzo de la guerra de 1914 congeló todo: el proyecto de darle autonomía a Irlanda, ya aprobado por el Parlamento, las concesiones culturales, la idea de abrir la administración del gobierno local a los “nativos”. Con satisfacción, Londres vio a decenas de miles de irlandeses firmando como voluntarios para la carnicería de las trincheras. Todo estaba en orden.

El grupo que planeó la rebelión incluía soñadores y poetas, pero leyó con gran exactitud el momento. Había que hacer un gran gesto para “despertar” al país, detener la aculturación, forzar a los ingleses a mostrarse como realmente eran. A su modo, estaban continuando una noble tradición nacional, la del gesto que termina en sangre, en martirio y en ejemplo, el tipo de acto que genera baladas e identidad. Los que se presentaron para el alzamiento sabían que no iban a ganar, sabían que iban a morir en combate y sabían que si no los mataban en la batalla lo más probable era que los fusilaran. Esta aceptación del sacrificio fue algo muy destacado en la conmemoración: a un siglo del alzamiento, decía cada discurso privado y público, no podemos olvidar la deuda que tenemos con esta gente que aceptó morir para tener patria.

La rebelión

Para el lunes de mañana, Dublín se encontraba con varios edificios públicos, con algunas fábricas y hoteles, y con su parque más central ocupados por gentes con uniformes verdes y harpas en el sombrero, o de saco, corbata y gorra pero con bandoleras y fusiles. El centro del alzamiento y cuartel general fue el Correo Central, un palacete de piedra con un gran pórtico de columnas, coronado por la figura de Hibernia, la dama Irlanda con su lanza y su harpa. Los rebeldes lo tomaron sin problemas e izaron tres banderas que expresaban la diversidad del movimiento. Al centro estaba la tricolor, relativamente desconocida entonces, que es desde entonces la bandera nacional. A un lado flameaba una bandera verde con un arado y estrellas pintadas, como una constelación, que era el pabellón del Ejército Ciudadano, el ala armada de los sindicatos dublineses. Y a la derecha ondeaba otra también verde, con la frase “República de Irlanda” pintada a mano. De paso, y otra cosa destacada en los festejos, a esta bandera la izó un pibe apenas más que adolescente, Eamon Bulfin, que era argentino. Con los estandartes ondeando, el líder de la operación y presidente del gobierno clandestino, Padragih Pearse, leyó una proclama que declaraba la República, negaba la autoridad británica y daba plena igualdad a hombres y mujeres, algo insólito en la época. El texto, de gran calidad literaria, afirmaba además que los irlandeses tenían derecho moral y material a la misma propiedad de su país.

Para sorpresa general, el alzamiento duró una semana, lo que lo hace el más largo en la historia del país. Los rebeldes, escasos de militares en sus cuadros, eligieron una estrategia pasiva, que permitió a los británicos traer tropas y ganar una abrumadora superioridad. Donde los rebeldes se mostraron más proactivos, descubrieron las técnicas guerrilleras que pocos años después les permitieron ganar la guerra de independencia. Un ejemplo fue la batalla del camino de Burlington, donde un puñadito de voluntarios –como se llamaban a sí mismos los rebeldes– detuvo por dos días a una columna inglesa y le causó decenas de bajas. Los ingleses pelearon muy mal, sus oficiales eran incompetentes y su entrenamiento pobrísimo, pero el enfrentamiento mostró una manera en que se podía pelear, haciendo guerrilla urbana.

Ante esto, los británicos bombardearon la ciudad. Políticamente, esto fue un suicidio porque abrieron fuego con artillería, incluyendo un buque anclado en pleno centro en el río Liffey, sobre una de las mayores ciudades de lo que se suponía era su propio país. Como explica el historiador John Ducie, “así mostraron a cañonazos que Irlanda no era parte de Gran Bretaña. Ellos nunca hubieran hecho algo así contra una ciudad inglesa”. La ferocidad se repitió en la represión y el combate cuerpo a cuerpo. Para evitar los tiroteos, los ingleses iban de casa en casa, demoliendo con explosivos muros internos para acercarse a cubierto a las posiciones rebeldes. Cada adulto y cada adolescente que se encontraba en esas casas era inmediatamente fusilado como posible combatiente enemigo, y si las mujeres trataban de defenderlos les pegaban también un tiro. Centenares de chicos murieron en los bombardeos o baleados, y uno de los temas más conmovedores de la conmemoración de este año fue el esfuerzo por identificarlos y rendirles homenaje.

Ver las fotos de Dublín bombardeada es todavía hoy, en este siglo endurecido por tantas guerras, alarmante. Pararse en la avenida O’Connell, frente al Correo, con una postal de la calle en 1916 en la mano es aprender que prácticamente todo lo que se puede ver ahí es una reconstrucción. La avenida es todavía central y comercial, y lo era todavía más hace un siglo, y es una sorpresa ver esos hoteles de lujo y grandes tiendas demolidas a cañonazos. La disrupción por la batalla fue total y la capital no tenía luz, gas ni transporte, con sus vecinos pasando hambre. El domingo siguiente a la reunión que fundió a las organizaciones armadas en el Ejército Republicano Irlandés, el IRA, el último bastión rebelde se rindió. Con lágrimas en los ojos, los comandantes sobrevivientes decidieron que había demasiado civiles en riesgo y salieron con una banderita blanca de un depósito comercial en la calle Moore, justo atrás del Correo.

Prácticamente ninguno de ellos estaba vivo para mayo de 1916. En medio de la ciudad en ruinas y aprovechando que la Primera Guerra Mundial suspendía las leyes civiles, se organizaron consejos de guerra y se pasaron condenas a muerte. Para terminar de hundirse políticamente, los ingleses decidieron ir fusilando a los líderes de a poco, espaciando las ejecuciones para dar el ejemplo. Así fueron cayendo gentes como el poeta Pearse y James Connolly, el sindicalista armado, tan odiado que varios empresarios irlandeses organizaron un fuerte lobby en Londres para que no le conmutaran la pena. Cada uno de los 16 fusilados es hoy un héroe nacional y sus caras ornaban cartelerías, vidrieras y las ventanas de casi cada uno de los incontables pubs de Dublín. El sacrificio estaba hecho y funcionó: los irlandeses vieron la ciudad demolida, los civiles masacrados, los tiros en la cabeza de mujeres y los fusilados, y sacaron sus conclusiones. Sólo dos líderes fueron perdonados, Eamon De Valera, por haber nacido en Estados Unidos, y el pibe Bulfin, por argentino. A uno lo mandaron a la cárcel, al otro lo deportaron a Buenos Aires con el pintoresco argumento de que no tenía visa de residente.

Un siglo después

Quien pase por la calle O’Connell en estos días verá las tres banderas al viento al tope del correo y también en ventanas y balcones, mezcladas con infinitas tricolores. A pocas cuadras está la torre de Liberty Hall, la central sindical, ocho pisos cubiertos con una gigantografía patriótica que le da un lugar destacado a Connolly. Subiendo la calle, en la plaza Parnell, está el local dublinés del Sinn Fein, cubierto con un cartel llamando a “sumarse a la rebelión” y terminar la tarea inconclusa. Adentro se venden remeras con la inscripción “IRA jamás derrotado” o con la cara del Che y la frase de su padre, “por las venas de mi hijo corría la sangre de rebeldes irlandeses”: aquí todo el mundo sabe que Guevara era también un Lynch.

Irlanda está además en una crisis política por el tremendo ajuste que tuvo que hacer después de su crisis económica. El economista Kieran McQuinn, del Instituto de Investigaciones Sociales y Económicas, explica que si bien Irlanda técnicamente pasó la recesión, las cosas no están nada bien. Sujeto a las reglas de la Unión Europea, el país no pudo devaluar, tuvo que suspender obras y subir fuertemente impuestos y tarifas para pagar la deuda pública y privada, por no hablar de un recorte de sueldos en varias industrias. También hubo que rescatar bancos, el principal disparador de la crisis y el mayor costo del asunto. “Ahora estamos con un fuerte retraso en inversión pública”, explica McQuinn, “pero con la deuda bajo control”. El economista piensa que la política de austeridad no ayudó en nada y que, de hecho, “Irlanda salió del pozo pese a la Unión Europea y no gracias a ella”. Por supuesto, hubo un costo que pagar: “Como no se cortaron los planes sociales no hubo tanta agitación, pero los irlandeses no protestaron en las calles, protestaron en las urnas”. La última elección, en marzo, rompió el monopolio de Fiana Gael, el partido que gobernaba desde siempre, y creó un empate a cinco puntas que todavía no se resolvió. El Primer Ministro que encabezó los festejos mantuvo un silencio público notable, porque en realidad es un ministro “caretaker”, portero, que cuida la casa hasta que se forme una coalición y haya gobierno.

Esta situación hace todavía más notable el éxito de crear un Centenario patriótico que no tocó el tema del Ulster y casi ni mencionó a los ingleses. En parte, la idea era recordar que estamos en el siglo 21 e Irlanda es hoy un país próspero de la Unión Europea, y en parte se trató de no “regalarle la fiesta al Sinn Fein”, como graficó un funcionario que pidió reserva del nombre. Lo que no se pudo ni se quiso evitar fue reflejar la crisis y su costo, con el mismo presidente del país, Michael Higgins, tocando el tema. Higgins es un hombre de extraordinaria simpatía, pequeñito y brillante, al que le cuesta mantener el silencio obligatorio de su función de presidente en un sistema parlamentario. Como explica casi cualquiera en la isla, Higgins es famoso por su buena verba y sus frases aceradas, con lo que todo el mundo leyó con cuidado el discurso que dio ante la asociación de familiares y descendiente de los rebeldes. “Las propuestas de la proclama de Independencia no se cumplieron todavía”, dijo Higgins. “Tenemos que construir una sociedad más justa y más incluyente”. Tampoco pasó desapercibido que el lunes pasado fuera al acto de Liberty Hall y posara muy sonriente con sindicalistas que usaban el uniforme de los voluntarios y portaban rifles de época.

Todo esto fue muy bien aceptado por los irlandeses, gentes politizadas y acostumbradas a opinar. La asistencia a las ceremonias fue simplemente masiva, el desfile militar fue aplaudido porque cada soldado es considerado un heredero de los rebeldes, y cada esquina y parque parecía tener a alguien vestido de época o de uniforme rebelde. Ni hablar de los pubs, que se transformaron en células de voluntarios cantando sus canciones revolucionarias y brindando ante los retratos de los fusilados, la bandera de los sindicalistas y las palabras sociales de su declaración. El peatón más simple insistía en felicitar al gobierno por el énfasis que hubo en el papel que jugaron las mujeres en el alzamiento, hasta ahora recordadas más como enfermeras que como combatientes. Y a nadie le pareció particularmente llamativo que el mismo capellán de las Fuerzas Armadas hiciera una oración pública y oficial pidiendo a Dios que Irlanda fuera una tierra más progresista, egalitaria e inclusiva, como la soñaron sus revolucionarios armados.

Después de todo, se estaba conmemorando una revolución social y nacionalista que se produjo apenas un año antes que la toma del Palacio de Invierno en la lejana San Petersburgo.

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