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El mundo|Domingo, 14 de marzo de 2004
MORIR EN MADRID

El funeral de Antonio bajo las lluvias de la primavera

Muchos fueron enterrados ayer en Madrid, muchas historias que no pudieron seguir o que no pudieron ser. Esta es una de ellas y, como todas, resulta típica, pero a la vez es única.

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Los familiares de Pilar, una de las víctimas de las explosiones, en pleno dolor.
Por Peter Popham *
Desde Madrid

El sábado anterior a las elecciones generales en España generalmente es un día de reflexión. Pero el silencio de ayer en Madrid era un silencio de cementerio, mientras docenas de familias enterraban a sus seres queridos que habían sido víctimas del ataque terrorista del jueves. En el suburbio del Polideportivo Juncal de Henares, el pequeño Marcos González al lado del ataúd de su padre, Félix, se secaba las lágrimas con la manga de su saco, mientras sus familiares lo reconfortaban. Muchas más lágrimas se derramaron durante este día, y era solamente el comienzo. Lloraron al lado de los ataúdes de José Ramón, de María Teresa Mora Valero, de Héctor Figueroa, de Neil Astocondo, de Federico Miguel Sierra, de Laura Laforga y, cerca de la gran necrópolis de Almudena, en las afueras de Madrid, cerca de la Plaza de Toros, lloraron mientras enterraban a Antonio Sabelete.
Antonio era de Entrevías, “Entre las vías”, un ruinoso y duro barrio, conocido por su pobreza antes de que los antiguos edificios fueran reemplazados por nuevas construcciones. Pero a Antonio le había ido bien: con 32 años tenía un buen trabajo en el ejército, donde trabajaba con computadoras, aunque él no era soldado. Antonio era un tipo normal, un poco “formal”, dijeron sus familiares, “súper feliz”, en su matrimonio con un hijito de seis años, pronto a cumplir siete. Abordó el tren para un corto y monótono viaje hacia el centro de la ciudad para trabajar, como hacía todos los días. “Tenían tantas expectativas”, recordó un primo ayer en la puerta de la capilla del cementerio. Su familia y amigos estaban parados en grupos pequeños hablando en voz baja, esperando la llegada de la madre, la viuda y el hijo de Antonio.
Había mucha actividad en el cementerio de Almudena ayer: el funeral de Antonio al mediodía era seguido inmediatamente por otro y luego otro más. La arquitectura parece estar diseñada para que los visitantes se distraigan de sus problemas: neo-azteca del siglo XIX, la construcción es delicada y extravagante, acentuada por columnas de piedra y hermosas puertas de hierro.
Era un lugar tan lleno de actividad porque la masacre de la hora pico se había convertido en la hora pico de los muertos. Aquí, como en otros cementerios de la ciudad, gran cantidad de víctimas estaba esperando entierro. Mientras tanto, 40 cuerpos o pedazos de cuerpos seguían sin ser identificados. Familiares con visibles muestras de cansancio emocional en sus rostros entraron al cementerio y se entregaron al tierno cuidado de voluntarios de la Cruz Roja en trajes de color rojo fluorescente. Tal como se les había solicitado, traían algún artículo personal, un cepillo de dientes o de pelo, para ayudar en la identificación por ADN.
A esto se ha llegado en la capital española, 48 horas después de que los terroristas establezcan su posición ante a las elecciones generales de España. Se sabe que murió un ser querido porque no vino a casa y no lo encontrás en ningún hospital. Eso es lo que la gente ha descubierto en un doloroso y agobiante esfuerzo de ir de hospital en hospital, y luego, del hospital a la morgue, enfrentados a la fatiga de los médicos y de las enfermeras, quienes están agotados por todo el horror que han tenido que procesar. Luego al Instituto de Anatomía Forense en la Universidad Complutense, donde han comenzado con la tarea de las pruebas de ADN. Pero no están equipados para tratar con tantos casos a la misma vez, así que los restos están apilados en Almudena hasta que puedan recibirlos.
Casi un día entero pasó después de las explosiones hasta que la familia de Antonio pudiera localizar su cuerpo, un día en el que un horror llevaba inexorablemente a otro: comenzando con los cuerpos tirados en los rieles, los teléfonos celulares sonando entre la ropa destrozada de los muertos y heridos; muchos quedaron sobre el suelo por dos horas hasta que los trabajadores de los servicios de emergencia pudieran llevárselos sobre bancos metálicos de estación transformados de improviso en camillas.
Y la pesadilla continuó durante todo el día, mientras la ciudad en estado de shock lentamente se daba por enterada de la enormidad de los hechos, mientras familiares de los desaparecidos recorrían hospitales y morgues. Para la familia de Antonio, el recorrido finalizó a las cinco de la mañana en el escenario surreal de un nuevo y enorme centro de exposiciones cerca del aeropuerto, convertido en una morgue masiva después que las morgues regulares habían llegado a colmar su capacidad.
Aquí estaba, y gracias a Dios, estaba totalmente reconocible. “Se lo veía bastante bien”, dijo un amigo en el cementerio. “Tenía algunas heridas en la cara por los vidrios, pero nada más.”
Unas cien personas vinieron al funeral de Antonio. Podría haber sido un funeral cualquiera de un sábado lluvioso a principios de la primavera. Excepto que Antonio murió en lo mejor de su vida y muchos más como él están esperando ser enterrados.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Ximena Federman.

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