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El mundo|Viernes, 19 de marzo de 2004

Un mundo bajo fuego

El 19 de marzo de 2003, toneladas de bombas, sangre y fuego fueron desparramados por las FF.AA. de EE.UU. sobre Bagdad y otras ciudades e instalaciones iraquíes. Querían convertir un país entero en plataforma de un nuevo Medio Oriente. Fracasaron. A un año de esos hechos, el testimonio y el análisis de lo que pasó.

Por Eduardo Febbro
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El primer hombre que apareció después del paso fronterizo de Karama entre Jordania e Irak fue un personaje menudo y sonriente que agitaba una mano en signo de bienvenida, mientras que en la otra mantenía la manguera de un surtidor de nafta. “Bienvenidos a Irak”, dijo el hombre antes de señalar la manguera y decir “pueden servirse lo que quieran. Aprovechen, es gratis. Paga Saddam Hussein”. Por ese entonces, unos días antes de la caída de Bagdad, el ex presidente iraquí estaba prófugo. Saddam se había esfumado del escenario político junto con los demás dignatarios del régimen y los famosos miembros de la Guardia Republicana a quien nadie vio combatir en la capital iraquí. Detrás de la estación de servicio había un grupo de gente delante de un edificio lujoso. Toda esa gente iba y venía sacando todo lo que se podía extraer del interior: ventanas, escritorios, armas, libros, veladores, sábanas, lápices, máquinas de escribir, balas y papel higiénico. El edificio era una dependencia del partido Baas especialmente concebida para los invitados de marca de la presidencia. Los que venían por tierra hacían un alto en aquel chalet construido en el medio del desierto y a cuya entrada había un inmenso retrato luminoso de Saddam Hussein.
El primer hombre con miedo se cruzó por el camino unos kilómetros después. Todavía se restregaba los ojos y no podía creer que la pesadilla había terminado. Para él, la pesadilla no eran los bombardeos norteamericanos sino el presidente de su país. “Al principio de la guerra –cuenta– salíamos a la calle a gritar Saddam, Saddam solamente porque estábamos muertos de miedo. La gente del partido nos obligó a fabricar trincheras y a apostarnos con armas en todas las esquinas. Cada vez que pasaban autos con periodistas disparábamos al aire para que nos vieran. Eso mostraba la imagen de un país combativo. La verdad era otra. Teníamos miedo.” Los primeros signos de la guerra aparecieron unos kilómetros más adelante. La ruta entre Ammán y Bagdad estaba bombardeaba y en algunos tramos resultaba muy difícil poder pasar. A medio camino había un autobús bombardeado, camiones calcinados, tanques destruidos y un boquete por donde hubiese pasado un elefante. Después todo era desierto y, de vez en cuando, algún caserío perdido y mucha gente que saludaba con la mano o disparando al aire con las kalachnikov. Los primeros soldados de la coalición surgieron por sorpresa en medio del desierto. Un tanque solitario montaba la guardia contra un enemigo que no podía venir de ningún lado. La primera unidad de soldados norteamericanos irrumpió a la altura de un cruce de rutas: a la izquierda se iba hacia Basora, a la derecha hacia Bagdad. Los tanques, los autos, las casas y las calles eran un manojo de escombros. La guerra estaba ahí, en su forma más espectacular y trascendente. “Anden con cuidado, hay mucha gente armada dispuesta a todo”, dijo el oficial. A la altura de los suburbios más alejados de la capital iraquí había gente en armas pero, sobre todo, lo que más abundaban eran los peregrinos, gente huyendo o queriendo volver a su casa, transportando a cuestas o en carros arrastrados a mano, lo poco que había podido salvar.
Bagdad se veía a los lejos, emergiendo lentamente de la nube de humo negro que cubría buena parte de la ciudad. El primer muerto fue un perro acribillado. Más adelante, en un auto con el parabrisas reventado, el cuerpo de un hombre muerto estaba recostado sobre el volante con la masa encefálica chorreando por el capot. Bagdad era un caos de disparos, de gente corriendo entre las casas con armas alzadas, un caos de cadáveres esparcidos por las calles. En medio de aquella mezcla de miedo, algarabía y desorganización, la gente salía a saquear lo que podía. Los muertos se cruzaban con los vivos, los vivos morían por llevar un colchón a cuestas. Las estatuas de Saddam aún estaban intactas, pero la gente estaba herida.Los médicos de los hospitales atendían a los heridos en la vereda. Adentro, a falta de luz, el clima era irrespirable. Bagdad se despertaba de la pesadilla para meterse en otra, para descubrir la interminable extensión de la otra pesadilla que acababa de empezar.
Un año después de aquellos días, las semillas del mal están intactas. Las armas de destrucción masiva (ADM) nunca aparecieron, fueron reemplazadas por armas de desaparición masiva. Los atentados perpetrados desde la caída del régimen dejaron cientos de muertos en el camino. Irak no tiene gobierno, ni bandera propia, ni unidad, ni paz, ni estabilidad, ni confianza, ni dignidad. Nadie sabe si el futuro existe. La guerra dejó un tendal de malos recuerdos. Las imágenes de la fiebre popular festejando el derrocamiento de Saddam son engañosas. La gente quemó retratos, destruyó los afiches con las fotos de Saddam, borró todos los signos visibles del antiguo régimen pero no se sacó del alma ni la herencia de Saddam ni los heridos de la guerra. Como en Panamá y en Afganistán, para sacar a un hombre del poder Estados Unidos martirizó a un pueblo. Entre quienes lo vieron, ¿quién puede olvidar los ojos negros y secos de lágrimas de las mujeres iraquíes abrazando a sus hijos muertos? ¿Quién puede arrancarse de los oídos los gritos de dolor? ¿Quién puede olvidar las miradas vacías de los niños quemados por las bombas, su piel embadurnada por una pasta amarilla, sus dedos devorados por el fuego que vino del cielo? Mancos, sin pies, sin ojos, sin miembros, ciegos, heridos y sin Saddam. “Que lo dejen a él y me devuelvan a mi familia”, gritaba una mujer mientras escarbaba los escombros de su casa buscando los restos de su marido y sus dos hijas.
“Nos va a ser difícil aceptar que Saddam Hussein no está más. Lo llevamos en nuestra sangre”, decía un profesor de literatura. Un año más tarde, Saddam ha sido capturado, la sangre sigue corriendo y el presidente norteamericano continúa sonriendo. Saddam cayó como un cordero, se rindió como un cobarde y fue mostrado en la televisión como un pobre jubilado. Y sin embargo, su herencia está intacta. Por miedo a que se vuelva un lugar sagrado, los soldados de la coalición destruyeron el promontorio que Saddam había levantado en su honor en la localidad de Al-Daur, a pocos kilómetros de donde fue capturado. Su última humillación no puso fin a los atentados. Es, como dicen en Bagdad, la cuarta guerra del presidente: la primera fue contra Irán, la segunda, tras la invasión de Kuwait, se convirtió en la Guerra del Golfo, la tercera la lanzó el hijo de quien lo combatió en la primera (segunda Guerra del Golfo), la cuarta es la guerra del terror. “Todas las guerras que lanzó las pagamos nosotros”, decía un médico iraquí. Y tenía razón. Sólo que esta vez es distinto. Todos esos muertos que dejó la segunda Guerra del Golfo también los vamos a pagar en Occidente. Los atentados en los trenes de Madrid son la respuesta simétrica y terrible a esos muertos. Ya no se asesina más a dirigentes políticos, a empresarios, ya no se golpea más el corazón del poder o a los símbolos. La respuesta está ahora dirigida a la gente como cualquiera, a los mismos trabajadores que morían en Irak, a los mismos niños que, como en Irak, nada tenían que ver con Al-Qaida, el petróleo, las Naciones Unidas o el partido Baas. Una tarde de abril en Bagdad, un alto dirigente chiíta sentenció “Occidente recién va a terminar de entender cuando la guerra sea diente por diente. Esa es la peor semilla que Saddam y Bush pueden dejar en esta tierra”.

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