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El mundo|Domingo, 7 de abril de 2002

Cómo se vive en Jerusalén, ciudad fantasma de Israel

La vida en Jerusalén Occidental, la parte predominantemente judía de la ciudad, se ha convertido en un desierto de desconfianza y terror. Este es el testimonio del enviado de Página/12.

Por Eduardo Febbro
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El bulevar peatonal Ben Yehuda, generalmente atestado en sábado, ayer por la noche.
La muerte deja huellas en las costumbres de los vivos. La guerra es un silencio de voces que no retumban y un montón de calles vacías. Jerusalén es una ciudad llena de luces pero desierta. El miedo es una segunda piel, una sospecha ahincada en el fondo de cada mirada. “Estuve ausente de Israel durante dos meses. Acabo de volver y me he encontrado con un país irreconocible”, dice una profesora de francés recién llegada de París. Los atentados de Hamas y las Brigadas de los Mártires de Al-Aqsa transformaron la ciudad y el ánimo de la gente. “Hoy es muy difícil que la gente acepte encontrarse en un café. Todos andan con el miedo a cuestas”, admite un estudiante de letras.
Israelíes y palestinos son mártires por igual de una violencia que desconoce los códigos humanos. La calle Jaffa, la peatonal Ben Yehuda, el Square Zion, Nachalat Shiva, Yoel Salomon o Y. Rivlin se han convertido en un teatro sin actores. Allí donde antes había vida hoy hay dudas, un viento cargado de amenazas que hizo de muchas cosas un desierto. Duele comparar la animación de años anteriores, la juventud que poblaba las calles, los bares abiertos y la música y el bullicio y la vida con toda la pesadumbre que se cierne hoy sobre Jerusalén. “Por acá, en el centro, donde tuvieron lugar tantos atentados, ni los gatos se animan a pasar. La Jerusalén de antes es un recuerdo, que uno evoca con nostalgia, un dolor de cada instante”. Yitzhak, gerente de un conocido bar del núcleo nocturno de Jerusalén, habla con amargura cuando rememora ese paraíso perdido: “Los atentados palestinos han modificado el curso de la historia personal de los israelíes”, dice, sin el más mínimo reproche. Sólo cuenta las consecuencias, no busca culpables ni acusa. Señala: “Un día como hoy ni siquiera se podía caminar de tanta gente que había. Ahora la gente se queda en sus casas y la zona se va muriendo poco a poco”.
Subir a un autobús es entrar en un nudo de miradas que escrutan el más mínimo gesto sospechoso. “La sociedad vive bajo una amenaza permanente”, explica una señora que se paró a comprar chocolates en un negocio de la calle Jaffa. Después agrega, con la bolsita de los chocolates en la mano: “No podemos ser totalmente libres, aunque fingimos, caminemos por las calles o hagamos compras como todo el mundo”. Es cierto, corrobora otro cliente: “No sé si a ese sentimiento se lo puede definir como miedo. Es algo más hondo, como una corriente que amordaza el cuerpo”. Al dueño del negocio se le desprende la lengua y asegura: “Arafat es un asesino, ordena atentados contra la población civil. Hay que terminar con él, pero no con los palestinos”. El muro de incomprensión mutua es más alto e intrincado que el miedo. A cada uno de sus lados yacen decenas de víctimas y todos tienen razón. La visión de los cuerpos despedazados por las bombas no es una ficción. Los atropellos del ejército israelí en los territorios palestinos, los bombardeos, la tortura moral, las muertes y la humillación tampoco. “En estos últimos meses, y más allá de lo político, algo ha muerto en nosotros. En un momento, la paz fue un ideal de reconciliación, una apuesta ante lo que nos habían enseñado que era imposible. Eso ha sido enterrado”, termina de decir un informático de 45 años que vivió las expectativas de la paz como “si fuera mi propia resurrección”. Ron Pundak, un universitario que participó en las negociaciones de Oslo, arguye que la sociedad israelí “está perdida, no sabe en quién creer ni a quién elegir. La sociedad israelí perdió la brújula. Si uno le pregunta a la gente qué tipo de paz quiere y cuánto está dispuesta a pagar por ella, nadie sabe qué responder”. La violencia volvió a golpear con más ceguera que antes y en vez de odio dejó un denso miedo, una aprensión permanente que se manifiesta ante el signo más insignificante. Basta con que la explosión del radiador de un auto en la carretera entre Tel Aviv y Jerusalén inunde la ruta de humo para que la gente que viaja en el autobús se ponga nerviosa, se mire buscando la confirmación de que ese humo es “otra desgracia contra nuestro pueblo”. No era una bomba sino un mero incidente mecánico. Los pasajeros respiran con alivio, vuelven a su silencio y sus legítimas mortificaciones. La ruta es un mundo sin mañana. “Eso es lo nuevo en Israel –admite un soldado de guardia en el centro–. Hoy la gente se siente vulnerable. El ideal mismo de Israel no basta para reforzar su confianza. Hay un enemigo que puede llegar de cualquier lugar y momento. Somos vulnerables.”
Jerusalén ciudad fantasma, ciudad herida, ciudad maltrecha. Las huellas de la guerra están ahí, incrustadas en los muros destruidos, los bares cerrados, en esos carteles que los dueños de bares y restaurantes exhiben cuando manifiestan pidiendo seguridad: “Bar cerrado por causa de explosión”; “Los terroristas están ganando la guerra”.

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