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El mundo|Domingo, 24 de septiembre de 2006
ATRAPADOS EN UN LABERINTO GEOPOLITICO, MILLONES PODRIAN MORIR DE HAMBRE

Nadie puede frenar la matanza en Darfur

La limpieza étnica iniciada por el gobierno de Jartum sumió a la región en una crisis sin precedentes, con millones de desplazados y miles de muertes. Pero el recelo hacia Occidente complica cualquier solución.

Por María Laura Carpineta
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Un guerrillero del MJE, uno de los grupos rebeldes que operan en Darfur, fuma arriba de un jeep.

Hasta hace sólo unos años, Darfur era una postal de los tiempos inmemoriales, en donde los camellos suplantaban al dinero y el jefe tribal a la ley. Pero el avance arrollador de la modernidad les llega a todos. Darfur ya no es la región olvidada de Sudán, el país más grande del continente africano. Hoy, Darfur es noticia en las grandes capitales porque sufre la mayor crisis humanitaria del mundo, dentro del país más rico en petróleo del continente.

Para entender cómo ocurrió, lo mejor es retroceder algunas décadas. Después de un largo reinado británico y egipcio, Sudán conseguía su independencia en 1956. La euforia nacionalista de los primeros tiempos duró poco y la lucha por el poder entre el norte y el sur llevó a una intermitente guerra civil, que terminó hace sólo dos años. Décadas de asesinatos, violaciones, masacres y destrucción marcaron a este joven país africano. Desde su independencia, la capital, Jartum, ha estado dominada por un desfile continuo de gobiernos militares islámicos, en los que la violencia fue la única constante. El último golpe de Estado fue liderado por el actual presidente, el general Omar Hasán al Bashir, en 1989. Fue él quien firmó un acuerdo de paz con el líder de la milicia más importante del sur, John Garang. Este jefe guerrillero cristiano había sido entrenado en Estados Unidos cuando todavía era miembro de las fuerzas armadas sudanesas. Muchos dicen que nunca perdió sus contactos.

Este enfrentamiento norte-sur, básicamente por los recursos naturales de este último, dejó una pesada herencia para el país: más de un millón de muertos, casi tres millones de desplazados. Pero con la paz firmada en 2004 llegó un nuevo conflicto. El de una región, Darfur, que decidió levantarse contra el gobierno federal para reclamar su lugar en el nuevo mapa político que se estaba negociando entre Al Bashir y Garang.

Por años, Darfur había sufrido sequías y hambrunas, sin que el gobierno se diera por enterado. Jartum, mientras tanto, continuaba comparando armas para su ejército y para sus milicias árabes paramilitares, conocidas como los Murahaleen. Nada importaba más al gobierno en ese momento que expandir su poder sobre el sur y sus pozos petroleros. La táctica era desplazar a las tribus locales de las zonas petroleras y fomentar las rivalidades entre los cientos de subgrupos étnicos, que en el pasado habían conseguido convivir pacíficamente bajo las leyes tribales.

Pero mientras más se embarcaban en la guerra con el sur, más recursos necesitaban. Así fue como la estrategia de dividir y desplazar fue probada por primera vez en Darfur. Sin haber podido recuperarse del todo de la hambruna y la sequía, los habitantes de la región se vieron azotados por la plaga gubernamental. En 1985, las fuerzas armadas, apoyadas por los Murahaleen, empezaron a expulsar a los indígenas, en su gran mayoría africanos. Este fue el comienzo del conflicto en Darfur. Ya no sólo sufría la marginación política, sino que además había sufrido un saqueo, que la hundiría por siempre en la pobreza.

Muy distinta era la situación económica del resto del país. A principios de los ochenta, la empresa estadounidense Chevron descubrió que el sur sudanés contaba con grandes yacimientos petroleros, quizá los más importantes del continente africano. Jartum inmediatamente obligó a la petrolera a instalar las refinerías en el norte, a lo que el líder guerrillero Garang respondió con atentados contra los yacimientos. La violencia pudo más que el interés capitalista de Chevron y la empresa decidió suspender todas sus actividades en ese país. El boom petrolero debió esperar hasta 1999. Pero cuando llegó fue el elemento perfecto para captar la atención de las grandes potencias, cada vez más desesperadas por el oro negro. La atención llevó a las negociaciones, a los debates en la ONU y a la paz en 2004. Sin embargo, nada había cambiado para Darfur. Seguía siendo la región olvidada y despojada de sus pocos recursos naturales.

El Ejército de Liberación de Sudán (SLA, por sus siglas en inglés) y el Movimiento de Igualdad y Justicia (JEM, por sus siglas en inglés), dos nuevas guerrillas, decidieron entonces levantarse contra el gobierno de Al Bashir. Buscaron atraer la atención de las autoridades de Jartum con ataques a comisarías y a los pocos edificios federales que hay en la región. La demanda era clara: expandir los nuevos beneficios y derechos acordados con el sur a Darfur. La respuesta no fue la esperada. Al Bashir, como había hecho su antecesor, armó un grupo de milicias árabes, los Janjaweed, para desplazar a las poblaciones africanas, que supuestamente apoyaban a los rebeldes. Este desplazamiento se convirtió en una limpieza étnica. Aunque la ONU no lo ha reconocido como tal, las principales organizaciones de derechos humanos del mundo y el propio ex secretario de Estado de George Bush, Colin Powell, lo han calificado como un genocidio.

Las Naciones Unidas han mantenido el tema de Darfur entre sus prioridades casi desde el comienzo del conflicto, en gran parte porque ya estaba involucrada en las negociaciones de paz entre el presidente Al Bashir y el guerrillero Garang. En 2004, el Consejo de Seguridad decidió encomendar la misión a la Unión Africana, la mayor organización del continente. Pero la falta de financiamiento y de apoyo político –de las mismas potencias que le habían dado el mandato– provocó el paulatino deterioro de la misión, cuyo plazo fue extendido hasta fin de año.

Mientras el Consejo de Seguridad aprobó la creación de una misión de paz de la ONU para reemplazar a la africana y Jartum se niega a permitir la entrada de nuevas tropas extranjeras, la situación humanitaria es cada más desesperante en Darfur. Más de 200 mil refugiados se escaparon de la violencia y se instalaron en precarios campos en el país vecino, Chad. Según la asistente humanitaria Sarah Margon, de Oxfam Internacional, ya murieron casi 300 mil personas y más de 3,4 millones de personas dependen únicamente de la ayuda exterior de organizaciones como la suya. En conversación con Página/12, Margon relató parte de su visita a la región a finales de 2005. “A los costados de los caminos se ven las aldeas destruidas y quemadas. Generalmente, también cortan los árboles para que haya poca madera disponible para reconstruir o simplemente para dar sombra a los granjeros, en caso de que alguna vez vuelvan a sus casas. La mayoría de los pueblos están vacíos”, contó.

La frontera sur y oeste de Darfur es un cúmulo de campos de refugiados, cada vez más superpoblados y cada vez más inseguros. El número de personas que se ven forzadas a dejar sus casas y a instalarse en improvisadas carpas de paja y plástico crece demasiado rápido para los esfuerzos de las organizaciones humanitarias. Los casos de violaciones, asesinatos y saqueos son habituales. Cada vez más, Darfur ve desaparecer sus posibilidades de tener un futuro.

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