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El mundo|Miércoles, 6 de diciembre de 2006

El espía envenenado había traicionado al FSB ruso

Litvinenko era un hombre marcado desde el día en que le ordenaron matar al magnate Berezovski y en vez de hacerlo le avisó del peligro. Después denunció a los servicios rusos, pero lo metieron preso.

Por Walter Oppenheimer *
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Un policía británico vigila la entrada del restaurant de sushi.

El no lo sabía, pero cuando salió de su casa aquella mañana del 1º de noviembre, Alexander Valterovich Litvinenko, de 43 años, iba camino de una muerte lenta y horrible, que le llegaría 22 días más tarde. Como tantas otras veces, se había citado en Piccadilly Circus, en el centro de Londres. Agente secreto del soviético KGB primero y del zruso FSB después, había huido de Rusia hacía seis años y le gustaba quedar con sus interlocutores en lugares públicos, con gran ajetreo, para dificultar cualquier intento de asesinato. Cualquier precaución era poca. Su experiencia vital y su carácter lo habían transformado en un hombre paranoico, siempre dispuesto a ver una conspiración donde otros sólo veían coincidencias.

Aquella mañana había quedado con Mario Scaramella, un oscuro académico italiano nacido en Nápoles y educado en Moscú. Su encuentro no tenía nada de anormal. Era uno más en la agenda siempre densa de un hombre acostumbrado a trabajar mucho y con una obsesión en la cabeza: el presidente ruso, Vladimir Putin, al que había convertido en un enemigo personal. “Siempre estaba investigando algo”, explica Andréi Nekrasov. Cineasta y director teatral de San Petersburgo, Nekrasov viajaba a Londres a menudo y se interesó por Litvinenko cuando el agente llegó al aeropuerto de Heathrow hace justo seis años, el 1º de noviembre de 2000, pidiendo asilo político. Con el tiempo se hicieron muy amigos.

Dos años antes, Litvinenko y otros cuatro compañeros habían comparecido en una rueda de prensa en Moscú para denunciar la corrupción imperante en los servicios secretos rusos. Aquel día, Litvinenko reveló que un año antes le habían dado la orden de ejecutar a Boris Berezovski, un oligarca ruso judío que como ministro en la era Yeltsin había negociado el primer tratado de paz con los chechenos y al que los ultranacionalistas rusos odiaban por esa humillación. Aunque hasta entonces no había estado especialmente preocupado por los derechos humanos, las ejecuciones extraoficiales “eran una línea roja que Litvinenko no podía traspasar”, explica Nekrasov. “Antes no era como ahora; había estado en Chechenia, era un hombre duro, no era un intelectual preocupado por los derechos humanos. Era un militar. Pero había una línea roja que no podía traspasar.” En lugar de asesinar a Berezovski, le avisó del peligro que corría. Y cayó en desgracia. Fue procesado, encarcelado, liberado, encarcelado de nuevo, liberado otra vez. Cuando iba a ser encarcelado por tercera vez, huyó de Rusia a través de Turquía, y Berezovski, que envió a Estambul al ahora director de su fundación en Nueva York, Alex Goldfarb, le consiguió asilo político en el Reino Unido. Estados Unidos no quiso acogerlo porque no tenía perfil de disidente político. Su trabajo había sido combatir mafias, atracadores de bancos y traficantes de drogas.

“Estaba siempre investigando lo que ocurría en Rusia. Siempre navegando por Internet, al teléfono, entrevistándose con gente. Era un obseso, siempre pensando en teorías conspirativas. Sólo hablaba de eso. Y todos los males venían siempre de Putin, claro, y del KGB y del FSB. Quizá no siempre acertara, no lo sé, pero ésa no es razón para matar a alguien. Y no tenía pelos en la lengua. Hablaba en cuanto tenía una oportunidad acerca de Chechenia, sobre la situación de los derechos humanos en Rusia”, se extiende Andréi Nekrasov.

Ese miércoles 1º de noviembre, Litvinenko se citó con Mario Scaramella porque el italiano, muy agitado, quería mostrarle unos e-mails que daban a entender que los dos estaban en el punto de mira de sus antiguos patronos. Fueron a comer a un bar de comida japonesa de la cadena Itsu en la cercana Piccadilly Road. El ruso iba allí a menudo: céntrico, bullicioso, rápido y funcional, tenía la ventaja adicional de quedar a tiro de piedra del despacho de Berezovski.

Se cree que Litvinenko comió sushi y quizá sopa. El italiano, nervioso, se conformó con un botellín de agua. Semanas después, la policía encontró allí restos del isótopo nuclear polonio 210, el veneno que acabaría con la vida de Litvinenko. Pero Scaramella asegura que ha dado resultado negativo en los análisis que se le han practicado, lo que reforzaría la tesis de que no fue allí donde envenenaron al ex agente.

Tras la reunión con Scaramella, Litvinenko se fue al hotel Millennium, donde se vio con dos rusos. Al menos uno de ellos, Andréi Lugovoi, era un viejo conocido, ex agente como él. El otro, Dimitri Kovtun, era un hombre de negocios que Lugovoi le había presentado dos semanas antes. Los amigos de Litvinenko sospechan que fue allí cuando lo envenenaron, mientras tomaban el té en el Pine Bar. Luego se descubriría la presencia de polonio 210 en el bar, en los lavabos y en algunas habitaciones. También se descubrió en el restaurante Itsu, pero bien pudo ser desperdigado después para despistar. Goldfarb apunta hacia Rusia y hacia los rusos del hotel Millennium como los envenenadores.

Es posible que Litvinenko fuera desde el Millennium hasta las oficinas de la empresa rusa de seguridad Erinys, en la que también se han encontrado restos de polonio. Desde allí pudo ir al despacho de Berezovski. Allí no tenía oficina propia, pero las puertas siempre estaban abiertas para el hombre que le había salvado la vida al jefe.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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