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El mundo|Lunes, 23 de abril de 2007
ESCENARIO

La alternancia sana

Por Eduardo Febbro
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Con un total de 35 por ciento de los votos obtenidos en la primera vuelta, la izquierda, en su conjunto, no tiene un horizonte fácil. Socialistas, comunistas, ecologistas y trotskistas no llegan al 40 por ciento necesario para soñar con que la victoria está al alcance. Llevado por Ségolène Royal, el Partido Socialista salió reforzado de las urnas pero la izquierda aparece disminuida. La elección francesa dejó a los extremos –izquierda y derecha– como víctimas del sobresalto democrático. A sus 78 años, el ogro venido de las catacumbas de la extrema derecha, Jean Marie Le Pen, vio su electorado disminuir bajo la influencia de Nicolas Sarkozy. Para el candidato de la derecha, sus incursiones en las regiones de la ultraderecha resultaron provechosas. Sarkozy le sacó a Le Pen los puntos que le hubiesen permitido al jefe del Frente Nacional jugar en la sala de los grandes. A su vez, ese éxito es una suerte de hipoteca para la segunda vuelta: un segmento de los votos de la extrema derecha que hubiesen podido beneficiar a Sarkozy ya están contabilizados en la primera vuelta. El 6 de mayo todo se jugará con los votos de ese poco más de 18 por ciento que eligió a François Bayrou. Electorado extraño, múltiple, oriundo tanto de la derecha como de la izquierda. Bayrou atrajo a sus urnas muchos simpatizantes socialistas aterrados por la candidatura de Royal, decepcionados de la gestión del partido de la rosa o simplemente atraídos por esa idea ficticia según la cual la izquierda y la derecha son metáforas que remiten a un pasado superado.

Hoy comienza otra campaña, una nueva versión del nunca superado antagonismo entre la izquierda y la derecha. Casi se puede pensar que la presencia de Royal en la segunda vuelta es un milagro. Todo lo que Francia cuenta de elite, en uno u otro momento, se burló de ella. Su propio partido no es ajeno a esa ola de chistes que circulaban en los medios políticos del país. Los mismos dirigentes que la defendían a regañadientes en la televisión la derribaban fuera de las cámaras. La historia ridícula de los odios que pudo suscitar su candidatura cabe en el ejemplo de Eric Besson, el ex responsable socialista encargado de cifrar el costo de las propuestas de Ségolène. Besson renunció al partido un día después de que Royal hiciera públicas sus 100 propuestas, luego publicó un libro asesino contra Royal y ayer llamó a votar por Sarkozy. Anoche, en los debates televisivos, había aún algo patético en la expresión de ciertos dirigentes socialistas que estuvieron invisibles durante la campaña y ayer hablaban de “nuestra candidata”.

Habrá una segunda vuelta clásica, izquierda-derecha, y también inédita: una mujer como primera candidata de una de las democracias históricas de Occidente. Lo visto y lo oído durante la campaña sirve también de contra ejemplo para muchos países emergentes o del tercer mundo que observan con devoción el funcionamiento de las opulentas democracias occidentales: no todo es tan igualitario, ni tan ideal como se piensa. La ola de lodo y de machismo barato que cayó sobre Royal no parece corresponder a los valores de una democracia avanzada. Las cuestiones ligadas a la inmigración, la identidad nacional y ciertos desvíos hacia el patriotismo tampoco resultan adecuadas en el imaginario mundial para una democracia como la francesa. Sin embargo, el antifeminismo y ciertas expresiones estructurales de racismo fueron, en los últimos tres meses, un eco cotidiano. Los extranjeros oficialmente radicados en Francia temen la victoria de Sarkozy. Para muchos, su presidencia equivaldría a una expulsión, a una reducción de los derechos adquiridos, incluso los de aquellos que llevan décadas de residencia legal y que están perfectamente integrados. Su discurso en el que se mezcla todo incita al temor y a la prudencia.

Nicolas Sarkozy y Ségolène Royal son dos supervivientes en un sistema que deja pocos márgenes: Sarkozy ganó un altísimo nivel de votos a pesar de haber pasado cinco años como miembro de un gobierno que exacerbó la fractura social. Royal sepultó a los llamados elefantes rosas –líderes socialistas– y a todos aquellos que, en los medios, veían en su candidatura una apuesta de opereta. Baste recordar que el analista político más famoso de Francia publicó un libro con los retratos de los presidenciables en donde Royal estaba ausente.

Más allá de los porcentajes obtenidos por los dos últimos protagonistas de la disputa presidencial, el resultado, incluido su alto nivel de participación, muestra que la sociedad se movilizó para lavar la afrenta que pesaba sobre su cielo desde 2002. La extrema derecha disputó entonces la segunda vuelta en lugar del representante socialista. Los partidos movilizaron a sus electores no sólo con programas o promesas: los electores también se desplazaron por la democracia en sí misma. Amargo, envejecido, rencoroso, Jean Marie Le Pen sacó anoche sus dardos contra el sistema oficial que, según él, lo habría marginado. Su casi 11% abre la puerta de su despedida y, tal vez, de una parte sustancial de su discurso y sus valores, que tanto penetraron en la sociedad y el conjunto de los partidos del país.

Francia mostró ayer que no les daba mucho lugar a los extremos, ni a los de la derecha, ni a los de la izquierda. Los candidatos trotskistas se quedaron en el subsuelo y el mismo José Bové, figura aguerrida de la oposición a la globalización, naufragó con 1,5%. El despertar de la conciencia democrática ubicó en la última cita a los partidos que se alternaron en la responsabilidad de gobernar. Ni muy rojos ni muy negros. Sólo derecha e izquierda y, en cada uno de ellos, una punta de los extremos en los discursos y propuestas. Pero el 11% obtenido por Le Pen y las constantes estadías que hizo Sarkozy en las playas de la extrema derecha prueban que esa tendencia, al menos en Francia, sigue determinando millones de votos. Todo es igual, pero algo ha cambiado. Ayer se restauró la silueta de la alternancia sana. Hoy comienza otra campaña. Ojalá les ahorre a millones de personas la sensación de que van a ser expulsados, o que el color de su piel vale cinco votos de quienes los desprecian.

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