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El mundo|Domingo, 19 de agosto de 2007

Los límites del lenguaje en Pisco

Por Federico Kukso
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Desde Pisco

De todas la palabras de nuestro idioma, caos tal vez sea la que más rápido tiene la capacidad de saltar de lo abstracto a lo concreto. Una cosa es leer sobre el caos, verlo por televisión. Otra muy distinta es vivirlo a cada minuto, en cada dirección a la que se dirija la mirada. En Pisco, el epicentro físico y emocional del terremoto que golpeó a Perú el miércoles, el caos no sólo entra por los ojos. En esta ciudad destruida el caos, la tragedia y la desesperación se huelen y se suben de a poco por los pies con el polvo que se apila en cada esquina.

Cuando se entra en contacto con esa dimensión perceptiva que esquiva cámaras es cuando cabalmente se toma conciencia de que en esta ciudad detonó una bomba que se vuelve a activar cada vez que tiembla el suelo y se descubre y desentierra un nuevo cuerpo entre los escombros. Desde el aire, lo único que se divisa de Pisco son las tenues luces generadas por las fogatas que apenas combaten la oscuridad. Pisco es una ciudad invisible desde el vuelo FAG 603, el avión Hércules de la Fuerza Aérea Argentina que transporta carpas, colchones, medicina para potabilizar el agua, una delegación de Cascos Blancos, tres médicos especialistas en catástrofes y periodistas.

El aeropuerto colmado de aviones de ayuda internacional es el único lugar con luz generada por grupos electrógenos, que descansan por la mañana. Y es donde se aloja la plana mayor del gobierno peruano. Lo primero que se divisa del ministro de Defensa Alan Wagner es su sonrisa. “Se regularizó el suministro de agua y se están repartiendo víveres”, dice, exagerando en su actitud positiva.

Para la primera mañana, la del sábado, los argentinos ya incorporaron a su vocabulario “temblor”, “tsunami” y “saqueos”. Para las siete, los hangares ya se llenan de montañas de cocinas de gas propano, botellas de agua mineral, colchones, mantas y carpas, llevadas por militares y voluntarios de pechera roja con la divisa “Crecer, el Perú avanza”. La carencia de insumos no es el único problema que incita al drama, también el caos se filtró en la organización de la ayuda.

Lo primero que se advierte al entrar a la ciudad es la gente que camina de un lado a otro por las calles de tierra, levantando los dos brazos ante el paso de cada camión militar, creyendo que vienen a ayudarlos. No hay casa de adobe que haya quedado en pie. En los estrechos pasadizos, hombres, mujeres y chicos sacan muebles, ordenan el interior de lo que hasta el miércoles fueron sus humildes viviendas. El mar –que cubrió primero parte de la entrada a la ciudad y luego se retiró– sigue presente en el olor a algas podridas y en los botes perdidos y solitarios en medio de los caminos.

“¡Agua, agua, necesitamos agua!” grita una mujer a lo lejos y el soldado Omar Rodríguez, del ejército peruano, gira la cabeza y aparta la mirada. “Esto se da en todas partes; lamentablemente la gente en vez de apoyar, abusa, hay muchos robos”, advierte este hombre de 23 años que confiesa que no duerme ni ve a su familia hace dos días.

Los sitios más peligrosos son La Alameda y San Andrés. En las calles sólo quedan carteles derrumbado como del que se lee “Fujimori, sí”. Más gente levanta los brazos, junto a perros famélicos que avanzan en grupos. A lo lejos se ve el mar colmado de gaviotas. La basura se acumula en todos lados. La gente sólo atina a taparse la boca con las manos. Las lágrimas se secan y vuelven a salir. Lo que era privado ahora es público: no hay casa que no muestre su interior, destruido.

Hay colas eternas que dan la vuelta a la Plaza de Armas y rodean un camión a cuyos lados se lee “EsSalud, no haga colas para ser atendido”. Las miles de personas que deambulan por aquí muestran signos del golpe: una mujer con una pierna enyesada, sentada junto a su marido en un banco amarillo, chicos con barbijos, personas hambrientas que exigen comida no para ellas sino para sus hijos. Alberto Méndez, 24, ya no pide ayuda. Ahora llanamente ruega. Pero nadie lo atiende.

Pegado a la base de la estatua de San Martín se ve un cartel escrito a mano que indica los centros de distribución de alimentos: “Parque Zonal, Padinga, Nueva Cancha”. Pero la gente está desorientada. Y enojada: “Nos engañan”, dice Rosario Villanueva, una mujer fornida de pelo corto. “En la cuarta y quinta calle de Comercio no hay nada: ni agua, ni luz, ni comida. Nadie nos ve. Todo es ruinas”.

“No llegan los alimentos”, apunta Carlos, de 34 años. “Nos toman por tontos. ¡Por favor, ayúdenos a alimentar a los niños”, grita disfónico y cubierto por el polvo. Pisco Playa, Girón Progreso, Las Palmeras, Pedemonte son otras de las zonas a las que la ayuda no llega.

“No debe centralizarse la distribución de alimentos”, indica Francisco, 48, de la calle Esperanza. “La gente ha huido de sus casas por la subida del mar.”

Además de hambre, soledad y desconsuelo, en las miradas de la gente se reconoce la furia. “Esto es una mentira”, dice Ricardo Gómez, 56, que luce una remera de John Cena, la estrella de la lucha libre norteamericana, señalando a la plaza. “Ponen la ayuda acá para que la vean las cámaras de televisión y los periodistas internacionales. La tragedia verdadera está en las calles donde nadie llega, nadie.” “Estamos muertos”, grita una mujer al paso que se camufla en las colas.

En la parroquia San Clemente lo único que quedó es la mitad de la fachada. “Hoy te anunciamos una buena noticia”, se lee, ahora irónicamente, en un cartel con la imagen de Jesucristo. “¿Tiene sentido realmente tu vida? ¿No sabes por qué sufres, por qué no eres feliz? Jesucristo te ama y viene en tu ayuda.” Una pareja de pisqueños la divisa, se ríe primero y después retoma su paso.

En cada esquina hay movimiento. Colas de tres cuadras, que serpentean, dan la vuelta y hasta se fusionan. Colas para cargar la batería de celulares, para conseguir dos vasos de arroz por persona, para agarrar a la fuerza una botella de agua. Al lado de un cartel que cuelga de un árbol y que dice “No a la contaminación” se divisan los últimos muertos que han llegado. Una cinta amarilla con un dibujo de una calavera y un hombre trabajando separa los cadáveres del resto de los damnificados. Los médicos los examinan, pretenden identificarlos, y si lo consiguen le dejan sobre el pecho un cartel con su nombre y domicilio. A los minutos llegan los cajones, tan escasos como el agua. Ataúdes blancos, ataúdes de madera, ataúdes aún sin terminar.

Los carteles y los avisos de los comercios que circundan la plaza chocan con la realidad. “Conferencia: 300 espartanos. Mito e historia. Miércoles 15. Ca. Ayacucho 215, 8:00 pm”, cuelga de un edificio partido al medio. Las pocas cabinas telefónicas que hay se ven atestadas de gente.

“No hay baños, lo sentimos”, se lee a la puerta de un hotel que estaba a medio construir y ahora está casi destruido. “El cajero no funciona”, se ve en el Scotiabank. Los reencuentros de familiares son fugaces pero emotivamente fuertes. Alejandra Méndez advirtió a su hermana a lo lejos, dejó caer sus bolsos al piso y salió corriendo a su encuentro. “Pensaba que había muerto, no tenía esperanzas. ¡Gracias Dios! ¡Bendito seas!”

Al mediodía, de repente se escuchan gritos. “¡Un cuerpo, un cuerpo!”, y decenas de curiosos de movilizan a una esquina ocupada hasta hace unos días por una carreta, un puesto ambulante. Luego de veinte minutos, dos tractores y diez hombres logran sacar el cuerpo de una mujer de los escombros.

Los sobrevivientes de esta ciudad que perdió casi el 90 por ciento de sus edificios se ven forzados a abandonar sus casas arruinadas. Al lado de un hostel de tres estrellas, Clementa Rodríguez está juntando sus últimas pertenencias. No sabe a dónde va a ir. Lo único que hace es llorar, mirar al cielo y besar la bandera blanca y roja del Perú.

Del Lega’s Shopping Center, a dos cuadras de la plaza, lo único que queda es el cartel de “Feliz día del niño” aplastado por otro de Coca Cola, de los miles que hay en el piso junto a cáscaras de banana, excrementos y latas de leche abiertas a la fuerza. También hay fotos. Y muchas: fotos de familias sonrientes y en pose, fotos de chicos y madres. Son los únicos recuerdos palpables que demuestran que los pisqueños, ahora aturdidos, hambrientos y desesperados, vivieron alguna vez en felicidad.

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