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El mundo|Jueves, 5 de febrero de 2009
Opinión

Paso a paso... hacia atrás

Por Washington Uranga

La verdadera pregunta respecto del grave acontecimiento generado en torno de las declaraciones del obispo católico británico Richard Williamson negando el Holocausto es ¿qué piensa y qué pretende Benedicto XVI? Porque en realidad ni Williamson ni los pocos miembros de la Fraternidad San Pío X, seguidores del fallecido ultraconservador Marcel Lefebvre, tienen hoy suficiente entidad dentro de la Iglesia Católica como para ser tenidos realmente en cuenta. Muy grave es, sin embargo, que pese a esa realidad el Papa, la máxima e indiscutible autoridad del catolicismo, haya hecho un gesto en su favor.

¿Conocía el papa Ratzinger las posiciones de Williamson y sus compañeros respecto del Holocausto cuando decidió levantarles la excomunión que les había impuesto Juan Pablo II? Sería ingenuo pensar que el Papa podría desconocer todas y cada una de las posturas de los ultraconservadores. Tanto respecto de este punto como de la sistemática negación que los lefebvrianos mantienen respecto de los profundos cambios que el Concilio Vaticano II introdujo en la vida de la Iglesia Católica. No se puede suponer tal desconocimiento entre otros motivos porque ya a instancias de Juan Pablo II, pero promovida por Ratzinger cuando era prefecto (máxima autoridad) de la Congregación para la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio), el Vaticano creó una comisión pontificia denominada “Ecclesia”, con la finalidad de recomponer las relaciones con los lefebvrianos y volver a convocarlos a la unidad. Esta comisión, presidida por el cardenal colombiano Darío Castrillón (hombre sumamente cercano a Ratzinger), no sólo ha mantenido constantes diálogos con la Fraternidad San Pío X, sino que ha seguido en forma permanente todas sus actividades, declaraciones y movimientos. En consecuencia: no se puede decir de ninguna manera que Benedicto XVI y el Vaticano pueden ignorar algo de lo que piensan o hacen los lefebvrianos. Y esto más allá de las declaraciones de Williamson a la televisión sueca.

Lo anterior no significa, sin embargo, que el Vaticano haya alentado las declaraciones de Williamson. Es poco probable. Más allá de que el papa Ratzinger no se haya mostrado nunca demasiado dispuesto a las relaciones interreligiosas, posición que ha sido denunciada en varias ocasiones por quienes trabajan a favor del diálogo interreligioso y el ecumenismo, la negación del Holocausto es un extremo en el que difícilmente incurriría el Vaticano y el propio Ratzinger. Así fuera porque la seguidilla de críticas y condenas era una consecuencia fácil de prever. Es más razonable pensar, como dijo el superior de los jesuitas de Suiza, Albert Longchamp, hablando para Swissinfo, que “estas declaraciones no fueron hechas de forma fortuita”. Y agregó: “Me pregunto incluso si el obispo (Williamson) no utilizó la mano tendida del Papa para expresar a voz en cuello su pensamiento, sabiendo que tendría el máximo de resonancia”. En otras palabras: los lefeb- vrianos a quienes se les levantó la excomunión utilizaron esa circunstancia para forzar la situación, queriendo alinear al mismo Papa detrás de sus posiciones. Seguramente sobrevaloraron sus propias fuerzas, pero Ratzinger, Castrillón y sus colaboradores, seguramente ensimismados en su estrategia neoconservadora, tampoco midieron las consecuencias que el hecho podría acarrear.

Walter Kasper, el cardenal alemán encargado de las relaciones con los judíos, usó el recurso diplomático de señalar que “no hubo suficiente comunicación de unos con otros en el Vaticano”. Pero no dudó en afirmar que “se han cometido errores. Deseo decirlo explícitamente”. En Roma se dice que Kasper le hizo saber, cara a cara, en alemán y con algunos adjetivos subidos de tono, toda su molestia a Benedicto XVI. Pero no fue ésta la única voz importante que retumbó en contra del Papa. El cardenal de Viena, Crhistoph Schönborn, dijo directamente que “quien niega la Shoáh no puede ser rehabilitado en el seno de la Iglesia”.

¿Qué es lo que está en juego entonces? Poco a poco va quedando en evidencia que el papado de Benedicto XVI se inscribe en la línea de restauración conservadora que pretende dejar de lado por lo menos parte de las aperturas que el Concilio Vaticano II le aportó a la Iglesia Católica. El episodio actual sigue a otros, como el ocurrido en el 2005 con las declaraciones del Papa que ofendieron al islamismo y de las que también tuvo que rectificarse. Pero además a una serie de decisiones institucionales que, por ejemplo, vuelven al centralismo romano en detrimento de la autonomía de las iglesias locales y –lo que es aún más grave– a la reafirmación de que el catolicismo, por sobre todas las cosas, se considera único poseedor de la verdad. Lo que equivale a reafirmar algo que el Vaticano II corrigió: que fuera de la Iglesia Católica no hay salvación.

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