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El mundo|Sábado, 15 de mayo de 2010
El franquismo en la Justicia

Un poder oculto

Por Oscar Guisoni

En su libro Adolfo Suárez, ambición y destino (Debate, 2009), el periodista Gregorio Morán cuenta cómo el franquismo residual supo atar los cabos a la muerte del dictador para evitar que el poder se le escurriera de las manos, abriendo las puertas a la llamada “transición española”, un proceso considerado en su momento modélico y que a la luz de algunos acontecimientos recientes, como la cacería judicial a Baltasar Garzón, comienza a ser visto como el camino inconcluso hacia una democracia bajo control.

El general Francisco Franco murió en la cama y la dictadura, sin haber sido derrotada políticamente, siguió al día después cuando por voluntad del Caudillo el rey Juan Carlos se hizo con la suma del poder público. El régimen estaba descompuesto por dentro y por fuera, por lo que el rey no tardó en anunciar que renunciaba a sus derechos políticos, provocando la dimisión del ultraderechista Carlos Arias Navarro como primer ministro y nombrando sucesor a Adolfo Suárez en julio de 1976, siete meses después de la muerte del dictador. Suárez abrió conversaciones con los partidos políticos, convocó a unas elecciones que ganó el 15 de junio de 1977 y recién en diciembre de 1978 se pudo aprobar una Constitución consensuada que aún hoy rige los destinos del reino.

El 15 de octubre de 1977, antes de que los españoles contaran con una Constitución, se proclamó una ley de amnistía para los delitos políticos que al mismo tiempo que abrió la puerta para que regresaran del exilio notorios militantes republicanos que se encontraban procesados por el franquismo, dejó bajo el manto de la impunidad a los asesinos del régimen, que jamás fueron juzgados por los asesinatos, fusilamientos y desapariciones de personas que se produjeron durante los largos años que duró la dictadura, que comenzó al finalizar la Guerra Civil en 1939.

En La sombra de Franco en la transición (Ed. Oberón, 2004), el periodista Alfredo Grimaldos cuenta cómo sobrevivieron en el interior de los aparatos de seguridad del Estado los viejos represores del régimen, que perpetraron una gran cantidad de atentados y asesinatos políticos durante los primeros años de la democracia, condicionando de ese modo a los partidos de izquierda para que aceptaran a regañadientes la supervivencia de las relaciones de poder que se habían consolidado durante la dictadura. El Partido Comunista, dirigido en ese entonces por el histórico Santiago Carrillo, llegó a aceptar la monarquía como régimen de gobierno y el Partido Socialista, conducido por Felipe González, abandonó el marxismo y se adecuó de buen grado a una reforma política que consolidó el bipartidismo. Ninguno de ellos cuestionó la amnistía ni promovió investigaciones para aclarar los crímenes franquistas.

El Poder Judicial tampoco fue tocado por la incipiente democracia. La prueba está en que algunos integrantes del actual Tribunal Supremo juraron fidelidad al caudillo Francisco Franco, razón por la cual los familiares de las víctimas presentaron recusaciones contra ellos para que se inhibieran de formar parte del proceso a Baltasar Garzón. De más está decir que esa recusaciones cayeron en saco roto.

Así las cosas, hubo que esperar hasta 2004, cuando llegó al poder el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, nieto de un represaliado republicano, para que se aprobara una tímida Ley de la Memoria Histórica con el objeto de reivindicar la memoria de las víctimas y de promover la exhumación de los miles de cadáveres que aún yacen en las cientos de fosas comunes que se encuentran repartidas a lo largo de todo el territorio español. Fue esa ley, salvajemente atacada por la derecha política –el Partido Popular es heredero de Alianza Nacional, el partido armado por el franquista Manuel Fraga Iribarne al finalizar la dictadura– la que permitió sacar a la luz la cruda realidad: más de 100 mil personas fueron fusiladas y asesinadas sin que se sepa dónde se encuentran sus restos y miles de familias esperan todavía sepultar a sus abuelos con dignidad y que se les restablezca el honor mancillado por el régimen. Fue basándose en esta ley y en el principio de que los crímenes de lesa humanidad no prescriben, tal como sostienen los tratados internacionales que España ha firmado, que Baltasar Garzón inició el proceso –más simbólico que real– a la dictadura, considerando que la ley de amnistía es preconstitucional y por lo tanto no tiene validez. Y fue por esa osadía que el juez acabó donde acabó, demostrando a la propia sociedad española y al resto del mundo que el franquismo no ha muerto, que sus herederos aún gozan de mucho poder y que la democracia española tiene una gran deuda pendiente con las víctimas, una herida que a partir de ayer se ha vuelto aún más profunda y dolorosa.

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