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El mundo|Miércoles, 3 de noviembre de 2010
El surgimiento de la extrema derecha y su protesta contra todo lo que huela a redistribución

Un largo camino hasta el Tea Party

En el ’64 el candidato Barry Goldwater dijo: “Yo no propongo ampliar el Estado de bienestar, porque aspiro a extender la libertad”. Reagan, en 1976, imaginó que las mujeres negras beneficiarias de los planes sociales se volverían millonarias.

Por E. S.
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“Nosotros, el pueblo”, “No me pisoteen la bandera”; “Patriotas”, consignas en un mítin del Tea Party.

Desde Nueva York

Desde la puerta de la farmacia Duane Reade se ve la avenida Broadway, desangelada como todo Manhattan en un día de elección: autos volviendo, edificios modernos y antiguos vaciándose, el cartel luminoso de una gaseosa ofreciendo 250 calorías indigeribles por botella, los hierros retorcidos de las nuevas torres en Ground Zero flotando en la tarde. ¿En qué momento se jodieron los Estados Unidos? La pregunta tendría tantas respuestas como fechas uno quiera buscar para señalar el surgimiento de la extrema derecha, y su preocupación constante por la amenaza a la libertad económica que presentan las políticas redistributivas. Quizá lo más expresivo de esa historia es que el primer triunfo del Tea Party en la noche de ayer fuera el Rand Paul, el último exponente de un consistente linaje de pensamiento libertario.

El origen podría ser el cartel “Obama, no soy tu cajero electrónico para que financies a los ilegales”, que un miembro del Tea Party sostenía en una protesta contra la expansión de la cobertura de salud. Pero no es peor que el aviso de “Harry and Louise” con el que la industria aseguradora de salud boicoteó la reforma de Bill Clinton en 1993, abriendo las puertas al estrellato del jefe de la extrema derecha de entonces, Newt Gingrich. ¿Y quién se acuerda de las “Welfare Queen” que describió Ronald Reagan en 1976, esos beneficiarios de planes sociales (casualmente mujeres, y negras) que en el imaginario conservador se hacían millonarias con la plata de los contribuyentes? Y este tramo de la lista no estaría completo sin la máxima de 1964, “yo no propongo ampliar el Estado de bienestar, porque a lo que aspiro es a extender la libertad”, de Barry Goldwater, el verdadero Jesucristo de la extrema derecha, que sacrificó sus chances electorales con una campaña extremista que lo convirtió en uno de los candidatos menos votados de la historia del Partido Republicano, pero sembró la semilla del movimiento neoconservador que florecería con Reagan una década después.

Sí, la lista hacia atrás llega hasta la fundación misma de los Estados Unidos, cuando los futuros patriotas arrojaron el té al mar en el puerto de Boston en 1773, en protesta por lo que consideraban una excesiva carga impositiva de la corona británica. El estrellato del Tea Party se nutre de todos sus predecesores, y tiene, como todos ellos, la virulencia de algo nuevo. Los que ayer se identificaron con sus ideas tienen como denominador común la protesta contra el Estado federal y contra la carga impositiva que implica cualquier obra o política pública con efectos redistributivos o inclusivos. El plan de salud de Obama, la construcción de un túnel entre Nueva Jersey y Nueva York, la educación pública, la legalización a los inmigrantes indocumentados, la extensión del seguro de desempleo en épocas de crisis, el paquete de estímulo para reactivar la economía, el ponerles fin a las exenciones impositivas que la administración de George Bush estableció para los sectores de mayores ingresos, fueron algunos de los temas más repetidos durante los últimos dos años. Esa convicción es la base del pensamiento libertario (los anarquistas, para ellos, serían libertarios truchos): los esfuerzos por hacer más igualitaria a la sociedad tienen el riesgo de cercenar algún grado de libertad económica, y ése es el comienzo de una barranca abajo directa al totalitarismo.

Las referencias a Obama como el futuro Hitler, Stalin y Perón que arruinaría la democracia norteamericana son más precisos que una locura. O como señalaba en un título elocuente el economista Scott Grannis en referencia a la intervención del Estado en la economía: “The Danger of American Peronism”.

Lo interesante de esa mirada es el apoyo masivo que recibe la defensa de una libertad que sólo ejerce en plenitud una estrecha franja de la sociedad. El éxito del Tea Party es el armado de la hegemonía política en la versión de un manual del CBC: transformar el interés de una minoría muy, muy, muy pequeña en el interés general. Esa alianza social es obviamente paradójica. Está alimentada por fundaciones multimillonarias, determinantes en colocar a los candidatos del Tea Party al frente del Partido Republicano y tiene base en un apoyo popular amplio a una crítica revulsiva a las elites que gobiernan los Estados Unidos, aun si se trata de una crítica cuyo resultado refuerza la posición económica, ideológica y cultural de esas elites a las que cuestiona. De ahí que no sea extraño ni engañoso que el discurso del Tea Party capture la atención de aquellos que muchos suponen como sus principales víctimas. Quizás en eso, se trata de un populismo en reversa, cuyos efectos destructivos consolidan a los viejos actores sobre nuevas bases, y en eso el populismo norteamericano está en los antípodas del que caracteriza a América latina.

La fuerza de ese consenso de extrema derecha no puede medirse sólo en la suerte electoral de los casi 150 candidatos del Tea Party en el conteo de anoche. Por un lado, es una poderosa fuerza centrífuga que es más eficaz que ninguna otra en atribuirse la condición de auténticamente norteamericana, y de considerar esa denominación de origen como la excepcionalidad divina que le dio un lugar privilegiado a Estados Unidos en el mundo y que por tanto vale la pena defender. No hay fuerza demócrata o de ningún otro tipo que considere a los otros, primero y más que nada, como no-norteamericanos, una constante que permitió la consolidación de una mirada racista del gobierno de Obama y la sociedad en su conjunto, en la que el lugar del presidente, los negros, los inmigrantes, la ciudad de Nueva York en su conjunto y las minorías están un escalón más abajo en la autenticidad de su pertenencia. La otra vara para medir su éxito es la incidencia demoledora en el conjunto de la política norteamericana, moviendo hacia la derecha el conjunto del debate político, desnudando las limitaciones de los demócratas para introducir cambios significativos.

La suerte del Tea Party es difícil de predecir por varios motivos. La presidencia de Estados Unidos cuenta con recursos formidables para recuperar la iniciativa política. Una eventual reactivación económica que los analistas creen más que probable podría darle más fuerza a Obama o forzar a los republicanos a retomar posiciones más moderadas. Y finalmente la exposición pública desde el mismo centro de la escena política norteamericana puede generar reacciones mucho menos simpáticas que las que cosechó hasta ahora. Pero la tarea periódica de limitar el margen en el que la política puede limitar la libertad económica y sus efectos ya está realizada y con escasa resistencia. Misión cumplida.

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