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El mundo|Lunes, 29 de agosto de 2011
Segunda crónica después de la lluvia de Irene, que no pasó de allí

Al final, El Fin ni siquiera empezó

El autor sigue viviendo en Brooklyn, y siguió viviendo el día en que supuestamente desaparecería Nueva York, incluida su casa, de la faz del mundo. El efecto Bloomberg sobre el efecto Irene. Análisis del pánico de políticos y medios. Y hasta alguna recomendación para el cuidado de ventanas.

Por Ernesto Semán
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Arriba: Costanera de Brooklyn a la hora y lugar en que se predecía el peor azote de Irene. Abajo: Una familia juega al béisbol en el parque, muy cerca de la Costanera.

Desde Nueva York

Asumiendo que uno es loco pero no estúpido (esto es una expresión de deseos más que un cálculo preciso), el efecto casi inocuo que el huracán tuvo en Brooklyn fue una reivindicación y un alivio para aquellos que decidimos no abandonar las calles de la “Zona A,” donde Michael Bloomberg había ordenado evacuación masiva anticipando la llegada de El Fin. Vistas desde hoy, las razones para desoír la invitación a evacuar eran firmes, ancladas en la desconfianza que genera una propaganda paranoica carente de información. Pero esto estuvo claro recién cerca del mediodía de ayer en la costanera del East River. Parados arriba de los camiones dedicados a atender la remoción de árboles, dos trabajadores de los servicios de emergencia posaban frente a sus cámaras con Manhattan de fondo. Para entonces, un empleado de la agencia de transporte público neoyorquina (MTA) comentaba en los medios de la ciudad que el operativo montado para recibir a Irene era “la sobreactuación más grande que jamás se haya visto en la historia”.

El huracán llegó sobre la noche del sábado mientras caían gotas de punta. El zumbido del viento filtrándose entre los edificios y los baldazos de agua rebotando contra las ventanas siguieron hasta las tres de la madrugada. Y es imposible saber si ese mismo sonido hubiera aterrorizado tanto si en los dos días previos no se hubiera anticipado con ahínco la llegada del Armagedon. Por la mañana, Irene había bajado a tormenta tropical, un nombre tranquilizador y engañoso, porque de todos modos significa vientos lo suficientemente violentos como para arrancar árboles de cuajo, desparramar infraestructura, romper vidrios y dejar sin electricidad a decenas de miles de personas en todo Nueva York.

El panorama de Brooklyn durante el día ayer era el de un barrio arrasado por un vendaval; no el de una ciudad destruida por un huracán. El viento arremolinado seguía barriendo las calles hasta última hora de anoche, pero las chances de inundaciones masivas y casas arrancadas de la tierra por el viento eran nulas. Cerca del mediodía, una familia practicaba béisbol en el parque público de Columbia Street, a cien metros del río que oficialmente debería haber rebalsado. Y durante el resto del día, centenares de personas caminaban por la renovada costanera en medio del vendaval.

El Prode del lunes indica lo acertado de haber recomendado quedarse dentro de las casas, no circular por la calle y mantenerse alejado de las ventanas. Y resalta al mismo tiempo el total disparate de haber inducido a millones de personas a acumular comida para lo que queda del año, ordenar evacuaciones masivas como si ese fuera un recurso ordinario y suspender el sistema de transporte público por una cantidad de tiempo y en una extensión que no tiene precedente ni lógica. Si la ciudad de Nueva York necesita de unas tres horas para estacionar todos los vagones de subte, ¿qué sentido tenía cancelar uno de los mayores sistemas de transporte público del mundo en el mediodía del sábado, para una tormenta que los tornaría inoperables en la madrugada del domingo?

Sobre Henry Street, la fuerza de Irene apretaba el vestido floreado contra el cuerpo de una mujer que caminaba hacia el río, marcando formas gorditas y habladoras, despeinando la cabeza de los dos hijos que se agarraban de sus manos. Es una caricia, no el sopapo que vivió Nueva Orleans con la llegada de Katrina. Sólo pueden intuirse las razones que llevaron a una alarma generalizada, inducida desde la cúpula de un Estado que reclama cada vez más control al mismo tiempo que desmantela sus propios recursos.

En el 2006, cuando un pitcher de los Yankees se llevó por delante un edificio con su avioneta y disparó todas las alarmas de seguridad de la ciudad, el argentino Sergio Chejfec recordó “el estilo paranoico de interpretación que ha asumido la prensa” norteamericana y la “constante argumentación política paranoica” que hacen de Nueva York un lugar imaginario en el que la catástrofe cala fácil. En la jornada ventosa de ayer eso alimentaba, además, a un Bloomberg que buscaba compensar la desatención que le dedicó a la tormenta de nieve de la última navidad con una ampulosa campaña contra Irene. En un país en el que Katrina es una marca indeleble de la negligencia del Estado hacia los más necesitados, no fue difícil encontrar aliento para cualquier medida que apareciera como preventiva. Pero la sobreactuación de ayer exhibe por exceso lo que Katrina mostró por defecto: la idea pacificadora y falsa de que existen datos científicos objetivos que permiten organizar la reacción humana frente a una catástrofe natural saltándose el ánimo, el poder, la cultura y el dinero de quienes las ejecutan. Que en la reacción de ayer estaba más en juego el susto que se pegó Bloomberg en navidad que el cálculo exacto para evacuar a casi medio millón de personas es tan evidente como el viento que sigue golpeando las ventanas tan fuerte como inocentemente.

Pero el “estilo paranoico” produce también su propio brazo económico. Hoy los servicios de emergencia de la ciudad de Nueva York están casi todos en manos privadas, y son una versión doméstica del “complejo militar industrial” sobre el que advirtió el presidente Eisenhower en 1960. Los centenares de empresas que atienden cada una de las alarmas derivadas de ataques terroristas, tormentas de nieve, olas de calor, olas de crimen, olas del río, son un conglomerado poderoso que provee desde camiones para cortar árboles hasta cárceles y aviones. Tienen capacidad de lobby, penetración en el Estado, influencia en la prensa, y pueden atemorizar tanto a los funcionarios que duden de la necesidad de usar sus servicios como a los votantes que vacilen en apoyarlos. La presión para que la Casa Blanca declare el “Estado de Emergencia” en Nueva York tiene como compensación automática la posibilidad de que los gobiernos locales y estaduales ejecuten de inmediato contrataciones millonarias por servicios cuya necesidad fue generada de antemano. Su capacidad extorsiva en la vida de la ciudad se potencia ad infinitum en la importancia que tiene lo que sucede en Nueva York para el resto del mundo.

Ayer hubo unas miles de personas sin electricidad, algunos heridos y unas pocas zonas anegadas. Para nuestras vidas privadas, en verdad, la peor secuela es la cantidad de horas-hombre que llevará en cada familia neoyorquina remover el pegote de la cinta que todos pusimos con disciplina sobre cualquier vidrio más grande que una pantalla. Ayer por la tarde, por Clinton Street, podía verse a furiosos propietarios rasqueteando las ventanas sin pausa ni destino. Una alternativa sería dejar todas las ventanas con las cintas, esperando la llegada de un huracán en serio que las autoridades, temerosas por el pifie de ayer, olvidarán reportar. Sería un consuelo corto, porque ayer, tarde para todos, los expertos se cansaron de repetir que poner cinta en los vidrios para prevenir que estallen es un mito urbano con un efecto cero a la hora de resistir un huracán. Suerte que no llegó.

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