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El mundo|Miércoles, 12 de marzo de 2014
Opinión

Los ecos de Chamberlain

Por Robert Fisk *

Por alguna razón, las dos guerras mundiales del siglo pasado comenzaron lejos de casa. Apuesto a que en enero de 1914, la mayoría de las personas no sabían encontrar Sarajevo en el mapa. Pero ¿cuántos de nosotros, en serio, sabía hace un año dónde estaba Simferopol? ¿O por caso, hace tres semanas? La Segunda Guerra Mundial comenzó porque los británicos simplemente no podían aceptar otro mal acuerdo como Checoslovaquia –“un país lejano con gente de la que no sabemos nada”, en la que nuestro Chamberlain, al menos, puso distancia frente a la ignorancia. Así que Polonia compartía, lamentablemente, una frontera con la moderna Ucrania.

Y esto realmente es, me temo, la especie de sombría conciencia por la que no podemos desilusionar otra vez a Polonia/Ucrania, no podemos dejar que Putin amenace a Ucrania como dejamos que Hitler amenazara a Polonia. Polonia está en la puerta de Ucrania –es curioso cómo nos enojamos sobre los países que están “en nuestra puerta”– eso es lo que dijimos acerca de Bosnia en la década de 1990, como si esos horribles bosnios y los croatas y los serbios no merecieran que les abriéramos la puerta. Estaban en el patio trasero, sospecho que sin letrinas, ya saben cómo es.

Por supuesto que Putin no es Hitler y sería bueno tratar de sacarnos la Segunda Guerra Mundial de la cabeza, aunque sea porque los rusos estuvieron en nuestro bando en la última guerra y en la guerra anterior, por un tiempo. También los serbios. Pero lo que me llamó la atención, viendo a los bon vivants de la Unión Europea, con cara de serios la semana pasada en Bruselas, fue que esta gente no tiene experiencia en guerras y de alguna manera piensa que si hace sus amenazas puede irse a casa y olvidar “la crisis”. Admito que estoy muy conmovido por un titular de prensa en Beirut, la semana pasada, que comenzaba así: “Viene una guerra”. Bueno, esperemos que no.

Y la “crisis” o la guerra “inminente” en Ucrania es de gran interés para el presidente Bashar al Assad de Siria, que habrá sentido un gran alivio al ver a Putin saltar al rescate de la Rusia ucraniana, con tanta firmeza como lo hizo con Siria. De hecho, Al Assad, según su gobierno, incluso envió un telegrama a Putin –¿alguien todavía manda “telegramas?– en el que expresa la solidaridad de Siria con los esfuerzos de Putin “para restaurar la seguridad y la estabilidad en Ucrania frente a intentos de golpe contra la legitimidad y la democracia en favor de los terroristas radicales”. Siria estaba comprometida, dijo Al Assad, con “el enfoque pacifista del presidente Putin, que busca establecer un sistema mundial que apoye la estabilidad y la lucha”.

Al Assad alabó el “liderazgo político sabio y el compromiso con la legitimidad internacional basada en la ley que rige las relaciones entre las naciones y los pueblos” de Putin. Ese es el punto. A Al Assad le gustó lo que vio en Simferopol, aunque no dijo nada sobre el derrocado Viktor Yanukovich, lo que no sorprende. El líder ucraniano huyó de su propio país. Al Assad no huyó. A Putin, sospecho, le habría gustado que no se fuera, como habrá disfrutado que la señora Clinton, el propio Obama, David Cameron y los señores Hollande y Sarkozy dijeran hace años que Al Assad se iría, estaba a punto de irse o prácticamente se había ido, pero estaban totalmente equivocados.

Viendo las reuniones en Bruselas me acordé de una maravillosa descripción de un político británico, escrita por Lawrence de Arabia y que tomo de un nuevo libro de Scott Anderson. El hombre en cuestión era “un defensor imaginativo de los movimientos mundiales menos convincentes, un manojo de prejuicios, intuiciones, medias-ciencias. Sus ideas eran de afuera y él carecía de paciencia para probar sus materiales antes de elegir su estilo de construcción. Tomaba un aspecto de la verdad, lo separaba de sus circunstancias, lo inflaba, lo giraba y lo modelaba”. El político era el infame Mark Sykes, tratando de ser amable con todos.

Para no creer que la gente así ya no existe, hay que oír esto de boca de un político británico: “Por mucho que podamos simpatizar con una pequeña nación enfrentada a un vecino grande y poderoso, no podemos bajo ninguna circunstancia involucrar a la totalidad del imperio británico (léase “la UE”) en una guerra”. Nuestro Chamberlain de nuevo, por supuesto, en 1938.

Corta la respiración un poco, ¿no? Los rusos no van a temblar en sus botas por las sanciones. Castigar a los rusos y ucranianos que participan en el movimiento de Rusia hacia Crimea será una “herramienta útil”, según Obama, aunque no entiendo por qué el presidente de Estados Unidos tiene que usar el lenguaje de expertos en computadoras para amenazar a Moscú. Pero de eso se trata todo esto ¿no? No podemos permitir que la guerra “se agrande”. Destruiría Internet y las computadoras y las noticias y la globalización. ¡Hasta podría destruirnos a nosotros!

Si uno anda de pasada por Beirut, se pueden comprar dos volúmenes sobre Ucrania de Katia Peltekian, investigadora armenia que se especializa en publicar informes de noticias sobre el genocidio armenio de 1915 a manos de los turcos. The Times y The Manchester Guardian dieron una amplia cobertura del primer holocausto del siglo, algunos de los jóvenes testigos militares alemanes aparecieron en la Wehrmacht en Rusia menos de 30 años después y Peltekian capturó la mayoría de estos informes en 976 páginas.

Lo que es más interesante es la forma en la que las grandes potencias perdieron interés en un millón y medio de armenios muertos casi tan pronto como la guerra de 1914-1918 terminó. The Times se llenó de cartas desgarradoras de armenios y británicos que los apoyaban, suplicando a los británicos y franceses y a los italianos y los americanos –más o menos la misma cantidad que estaba divagando en Bruselas la semana pasada– que le dejaran una nación que incluyera parte del este de Turquía. Sean pacientes, se les dijo. Ya habían sido esparcidos por todo el Medio Oriente, pero todavía estaban siendo asesinados en el interior de la propia Turquía. Algunos encontraron refugio en Rusia. Y algunos en Ucrania...

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12. Traducción: Celita Doyhambéhère.

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