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El país|Jueves, 20 de marzo de 2008
Opinión

Sueño de guardapolvo blanco

Por Mariano Narodowski *

Cuando en el Ministerio de Educación de la ciudad de Buenos Aires resolvimos que en los actos escolares se cante el Himno a Sarmiento lo hicimos a sabiendas de que se trataba de una decisión controversial. Hubo personas, especialmente muchos docentes de escuelas públicas, que se sintieron convocados y reconocidos. A otros pareció agradarles el dejo de melancolía que implicaba el recuerdo de viejas infancias y otras escuelas. Muchos se vieron entusiasmados con la recuperación de la figura de Sarmiento que estamos propugnando y que se fortalecerá cuando, en pocos días más, hagamos entrega de sus obras completas en las bibliotecas de las escuelas de la ciudad que aún no las tengan (que lamentablemente son la casi totalidad de las bibliotecas) para que, además de ser recordado, Sarmiento sea leído, debatido, recreado.

Obviamente, no todos estuvieron de acuerdo. Algunos vecinos, pocos, me recordaron sin demasiado protocolo el carácter “ateo, antipatriótico y masón” de Sarmiento y me enrostraron sus posiciones anticlericales. Otros, como el gran Osvaldo Bayer, dirigen sus críticas al carácter personalista del himno, pero sobre todo a la figura histórica y política de Sarmiento, sus ideas acerca de la sociedad y de la naturaleza del progreso que debía encarar la Argentina del siglo XIX y sus probables correlatos –peligrosos según su enfoque– en la actualidad. Entiendo a la columna publicada por Bayer en Página/12 del sábado 15 de marzo como un aporte valioso al debate político y educacional de nuestro país, aunque no acuerde con muchas de sus ideas y aunque algunas de sus conclusiones muestren, paradojalmente, el mismo tono temerariamente exagerado que los adversarios políticos le achacaban a Sarmiento. Pero veo su artículo como el efecto deseado de nuestra política educativa: la posibilidad de diálogo colectivo en torno de la cimentación de ciudadanía reflexiva y de un debate constructivo acerca de la educación de nuestro Pueblo.

Es difícil la exégesis de un himno escolar: a veces es demasiado pueril y a veces es demasiado severa. El Himno a Sarmiento no es una marcha militar. Es más, del tradicional cancionero patrio escolar es la única que no es una marcha militar y no ensalza a ningún general viril, sino a un civil cuyo reconocimiento es efectuado por los niños y cuya mayor proeza es ser “padre del aula”. Si bien no es éste el lugar para comentarios musicales –la versión de Sandra Mihanovich es hermosa–, vale destacar que Leopoldo Corretjer, el autor, era un músico catalán que también compuso algunos tangos. Es verdad que en el himno hay “endiosamiento”, pero es hacia un educador en una canción que a diferencia de sus congéneres no mitifica la muerte y que cuando menciona a la “espada” como atributo lo hace junto a la pluma y la palabra.

Nuestro interés al promover que se cante en todas las escuelas obedece a la necesidad de contribuir, aunque sea un poco, a aglutinar a todos en pos de la educación y sobre todo en pos de los educadores, tan vapuleados por las políticas educativas recientes. Eso no nos hace “sarmientistas” en el sentido de una filiación ideológica ortodoxa respecto de quien muriera hace más de un siglo. Se trata de reconocer que “nadie puede negar los méritos de Sarmiento con respecto a la enseñanza” en épocas difíciles para los educadores y para la educación. También es necesario coincidir con Bayer en que es ineludible resaltar el trabajo de educadores que han hecho sobrevivir a la educación pública al deterioro de los últimos años: en el fondo, esa es la principal tarea de la política pública –ahí sí con una clara vocación sarmientina– en la que estamos empeñados en función del mandato popular mayoritario que recibimos en el 2007.

Respecto del carácter “racista” de las ideas de Sarmiento, es poco lo que se puede agregar al debate historiográfico que consumió varias décadas del siglo XX. Algunos podrán advertir en ese argumento un dejo anacrónico, toda vez que se utilizan categorías actuales para juzgar épocas diferentes. Otros podrán colegir la invalidez del argumento que consiste en usar el juicio de un contemporáneo (Alberdi por caso), a la sazón adversario político, y darlo por bueno sin más. Otros advertirán la incorrección de consignar en una misma línea histórica a Sarmiento con Roca. Todas son objeciones valederas. Sin embargo, y más allá de la crítica historiográfica, no es redundante advertir sobre el peligro que, en educación, implica tomar personajes sin mirar todo el contexto que les dio origen y las circunstancias de su ideología.

Tampoco creo que eso cierre el debate y aquí sí planteo un disenso claro: justamente Sarmiento vale no solamente por su acción política y educacional, sino por su entusiasmo (y sus errores y sus contradicciones) puesto en juego en la construcción de la República. Porque pretendió edificar para la Argentina un modelo de progreso socioeconómico que jamás logró realizarse. Sarmiento es, por sobre todo, un símbolo de igualdad de oportunidades por medio de la educación; o más aún es una función simbólica que permite remitir al compromiso con la educación pública y a ese sueño de una sociedad más justa, igualitaria y de oportunidades crecientes.

Desde hace un tiempo estamos volviendo a debatir la educación y ese es el primer paso para reconstruir la escuela. Vale la pena seguir el recorrido de ese sueño de guardapolvo blanco que se iniciara hace varias décadas y que puede seguir vigente si somos capaces de profundizarlo. Ya no es esa ilusión homogeneizadora en la que las diferencias eran arrasadas en función de un pretendido bien común. Pero mucho del empuje y del entusiasmo de los viejos defensores de la educación popular debe ser reconocido y valorizado: los nuevos constructores lo están haciendo.

* Ministro de Educación de la ciudad de Buenos Aires

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