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El país|Viernes, 2 de mayo de 2008
OPINION

Un feriado a control remoto

Por Mario Wainfeld
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Juan Puthod, rodeado de sus afectos y sus compañeros de militancia, da una conferencia de prensa bajo los visibles efectos de un shock emocional. Relata lo básico de su situación, fue secuestrado, amenazado de muerte, los captores le dijeron cuál fue “su error” y lo mortificaron: “tu vida está en nuestras manos”.

El marco, el local donde milita, es lógico por buenos motivos (lo expresa, lo contiene) pero quizás incómodo para la cobertura mediática. No da la impresión de que haya habido un trabajo colectivo para mitigar esa dificultad. Los micrófonos lo rodean de atrás y de adelante, lo asedian, eventualmente rozan o cubren su rostro. Los gritos de los profesionales, que riñen con sus colegas o les piden que se ordenen, a veces le tapan la voz.

Puthod explica que no se explayará porque está conmocionado y porque hay datos que deben reservarse para la investigación. Es clásico en la Argentina cuestionar (con toda validez) que, tras muchos crímenes, no se preservan pruebas. Nadie parece detenerse en esa válida precaución.

Puthod cuenta que no vio a los secuestradores, alguien le pregunta cómo pudo no verlos. Puthod explica que perdió la visión de un ojo por la tortura, en su anterior desaparición. Aún contemplada desde la paz del living de la casa del cronista, que atraviesa un día feriado para todos pero no para su profesión, hay algo excesivo en la escena. Se supone que una noticia es, antes que nada, un hecho relevante. Que su cobertura es ulterior y conceptualmente accesoria. Que los entreveros de una transmisión deberían contemplar la ecuación personal de quien viene de padecer una experiencia extrema. Se supone.

Puthod sigue respondiendo a inquietudes reiteradas. No tiene miedo, no se ha “quebrado”, seguirá en su lucha. Sus compañeros, su mujer insisten para que vaya terminando. Se oyen reproches de los entrevistadores. Alguna se anima a rezongarle a la compañera de Puthod y hasta a una hija porque “no lo dejan hablar”. En un importante canal de noticias, el encargado de la cobertura califica de “insólita” la actitud de Puthod, repetidamente. Fue su principal comentario, desde el lugar de la noticia. Desde el piso, donde podría “editarse” la cobertura, se insiste en ese dato que quizá no era el más relevante.

Puthod denunció un hecho atroz, que se ha tornado repetido. Víctima y único testigo, es central para dilucidar la verdad sobre lo sucedido. La sombra de la desaparición de Jorge Julio López connota su situación. Las amenazas, apenas veladas, de Luis Patti sobre el riesgo de que un día “se dé vuelta la tortilla” son un aditivo feroz.

El tema amerita investigaciones, todo puede ser debatido (aun la veracidad de la denuncia) pero el abecé de las relaciones humanas indica que quien dice haber sufrido un delito merece un trato especial, confortante.

También merece, a fuer de ciudadano damnificado, que las agencias estatales de seguridad trasciendan su proverbial inutilidad. Puthod expresó un lugar común entre los testigos en causas sobre crímenes de lesa humanidad: “no sabe si quiere” tener custodia, una forma verbal que sugiere que no lo quiere. La sensatez de esa sospecha es elocuente respecto de la reputación de las policías autóctonas.

El Ejecutivo no termina de estar a la altura de una etapa auspiciosa en materia de derechos humanos pero reactivante de la furia de los represores y sus cómplices. La protección de testigos, crecientemente necesaria con la reactivación de los juicios, se declama pero no se concreta.

La Justicia, la Corte Suprema especialmente, sigue remoloneando en su deber de generar una ingeniería jurídica que abrevie los trámites y ahorre peregrinaciones a los testigos–víctimas. Muy celosa a la hora de marcar tareas a otros poderes, los Supremos optan por la parálisis cuando de ser cabeza del Poder Judicial se trata.

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Bases, alerta, movilización: Muchos actos corroboran la fragmentación de la clase trabajadora, de sus representaciones y de los partidos de izquierda. En el ágora mediática resuenan palabras caras al imaginario de los trabajadores que celebran su día: “paro”, “consultar a las bases”, “alerta y movilización”. Hete aquí que las propalan protagonistas particulares, la dirigencia del “campo”, incluidos gentes tan paquetas como Mario Llambías.

“El campo” ha de volver a las rutas, con directivas de ponerse a su vera. Volantearán, parece. De momento, emiten los dirigentes, no apelarán al piquete y al desabastecimiento. Claro que esta palabra no se menciona, aunque sobrevuela las amenazas de proveer “sólo lo indispensable”. ¿Qué será lo indispensable en artículos comestibles de primera necesidad, de flujo diario? ¿Quién determinará ese quántum: las bases en asambleas, Alfredo De Angeli, Luciano Miguens, Eduardo Buzzi? La modalidad elegida procura mantener la mística de la unidad del “campo” y evitar el derrape a la lesividad de la acción directa que podría volverse búmeran. Con las “bases” al borde del camino eso dispara otra pregunta, vigente desde hace semanas, es si los dirigentes conducen (o aún controlan) a las bases. El enigma es mayor en el caso de la Federación Agraria Argentina, la entidad que más moviliza y la que ha parido un referente extrainstitucional, un piquetero todo terreno, que jaquea permanentemente a las autoridades constituidas.

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La palabra de Evo: El presidente de Bolivia habla ante una multitud en la Plaza Murillo. La oratoria de Evo Morales discurre pausada, consistente, trasuntando un nivel de convicción poco frecuente en estos tiempos de maquillaje y asesores de imagen. Habla de la nacionalización de los recursos energéticos: “no es un regalo de Evo Morales, no es un regalo del Gobierno, es la lucha del pueblo boliviano”.

La interpelación permanente al pueblo, su enunciación como sujeto del discurso está en retroceso en los discursos de época, aun los de varios gobiernos nacs & pops. Los discursos de los gobernantes aluden a su gesta, la mención al pueblo y la exhortación a su movilización vienen muy a la zaga. Morales desafía esa tendencia: exhorta a los trabajadores y organizaciones sociales a movilizarse, a denunciar la corrupción del propio gobierno. Pide acción en su ayuda y pide que se le conceda tiempo (“no se puede arreglar en dos años lo que lleva quinientos años”), dos tópicos del nacionalismo popular.

Se autodefine como revolucionario, abomina del “reformismo”, una diferenciación con muchos de sus pares en la región.

El presidente indígena enumera proyectos de leyes laborales que enviará al Congreso, los firma mientras habla. Reclama a la Justicia y al Parlamento que cumplan con sus deberes. Explica cuánto se ha avanzado con la recuperación del petróleo: desde 300 millones de dólares en 2005 para el Estado (que es del pueblo) boliviano a 2500 que confía recaudar este año. Mucho se ha hecho, relata, pero “tengo que seguir aprendiendo”.

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Zapping: El actual estadio de la lucha por los derechos humanos, la captura de herramientas de lucha popular por parte de sectores medios o altos, la batalla por la intervención estatal para controlar los recursos primarios. Menudos ejes de la coyuntura navegan por la pantalla, sucediéndose o superponiéndose. Evo llega justo después de la conferencia de prensa a Puthod y acalla las recriminaciones de los medios al entrevistado.

Aun bajo la seducción del zapping es posible construir una agenda cada día, si el espectador tiene paciencia y ansias de armar un menú propio. El cronista así lo cree y por eso comparte su producido de ayer con los lectores. Pero también sabe que son minoría los que cuentan con tiempo y capital simbólico para desentrañar algo en el collage de la oferta informativa. El acceso de la información, en su cabal sentido, está mal distribuido, como tantas otras riquezas. ¿Cuántas personas pueden elaborar su propio rompecabezas, comparando lecturas, ojeando a varios emisores? ¿El veinte por ciento, el treinta? En el más optimista de los casos, jamás será la mitad de los argentinos. El gran sujeto de la libertad de comunicación, el receptor, está mayoritariamente desvalido. Toda una referencia cuando se discute la libertad de información, piensa el cronista mientras vuelve a blandir el control remoto.

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