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El país|Viernes, 5 de septiembre de 2008
EL DIA DE LA FURIA, LAS PROTESTAS DE LOS USUARIOS, LAS DEMORAS DE SIEMPRE

Crónica en la línea de las quejas

Entre el olor a quemado y los restos de los desmanes, los usuarios repitieron ante los micrófonos lo que dicen y padecen todos los días: que viajar en el Sarmiento es una odisea. Testimonios desde Merlo y Castelar. El primer viaje tras los desmanes.

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Las oficinas rotas en la estación Castelar, con un empleado que no se amilana para trabajar.

Ya en el mediodía, con el servicio puesto en marcha y con demoras, tras el estallido de furia, un hormigueo de personas aguarda en la estación de trenes de Merlo, en la zona oeste, la llegada de un tren de la ex línea Sarmiento. Una voz de hombre informa por los altoparlantes que la próxima formación hacia Once arribará a las 14.10, “aproximadamente”. “Tengo que esperar y armarme de paciencia”, cuenta una joven por celular a un compañero de trabajo. Parada a pocos pasos de una heladería alcanzada por las llamas del tren incendiado, explica por qué llegará tarde a la oficina. Ha pasado más de una hora desde que atravesó los molinetes. En el otro extremo de la plataforma, se arma una pequeña tertulia entre tres jóvenes pasajeros del Sarmiento. Arremeten contra el pésimo servicio brindado por TBA, mientras el persistente olor a quemado aún se siente tras el incendio del tren.

También, se lamentan de que los manifestantes hayan quemado el tren más nuevo de la línea, “el que tenía aire acondicionado”, se queja Yésica Lovey, de 22 años, aunque aclara que “los trabajadores no son los que hicieron líos y quemaron los trenes, ya que eso los perjudica al haber menos trenes”. Telemarketer en un call center ubicado en pleno centro porteño, Yésica viaja de lunes a viernes desde Merlo a Once. Llegará tarde, “tardísimo al trabajo”, dice. “La alternativa al tren es tomar el (colectivo) 136 que va a Caballito y de ahí el subte, pero tardo más de hora y media de viaje, en comparación con los 45 minutos del tren”, explica Yésica.

Lourdes Acosta, de 26, vigiladora en una empresa de Flores, señala que “el viaje es aún peor a la vuelta, cuando todos vuelven a sus casas”. A su lado, el tercer integrante de la tertulia, Javier Sutil, de 27, empleado de un estudio contable, dispara contra Trenes Buenos Aires (TBA), concesionaria de la ex línea Sarmiento, por la falta de trenes y su mal estado y, además, las malas condiciones de infraestructura de las estaciones. Javier, que viaja a diario de Ituzaingó a Caballito, pregunta con un tono de reproche: “¿Por qué en la zona norte los trenes son lindos y las estaciones lindas y limpias y acá no?”. Yésica, con el mismo tono, reclama que “el Gobierno siempre le da subsidios millonarios y la empresa (TBA) no hace nada con ese dinero”.

Los tres jóvenes usuarios que ayer, como tantos otros días, tuvieron que pedir un certificado que acreditara la demora coinciden en denunciar que “casi todos los días hay demoras, y siempre dicen que es por accidentes”. Y se lamentan de que el servicio ya deplorable será peor con una formación menos.

A unos metros del grupo, una empleada de limpieza, vestida con uniforme azul marino, trata de borrar con agua y escoba las marcas del fuego en el suelo de la plataforma. La franja amarilla, que indica la distancia prudente para esperar el tren y evitar accidentes, se había convertido en negra debido al fuego. Mientras tanto, en las boleterías y en el túnel de acceso a los andenes, policías de infantería de la Bonaerense, protegidos con escudos y bastones, custodiaban la estación.

Fuera de allí, en las dársenas de los colectivos, que da a la avenida Rivadavia, cientos de personas esperaban, ante la demora del Sarmiento, en largas filas el colectivo 136 para llegar a la ciudad de Buenos Aires. Finaliza su recorrido en Primera Junta, Caballito.

Tras las demoras, una formación llega finalmente a Merlo desde Moreno, pasadas ya las dos de la tarde. Repleta de pasajeros. Muy pocos descienden, pero muchísimos ascienden. Empujándose unos a otros logran ocupar un lugar en algunos de los nueve vagones, viejos (la mayoría fueron fabricados en 1956, según precisaron a este diario motormen de TBA) que fueron remodelados. “Ni siquiera hay personal de la empresa que te empuja para entrar al tren, como en Beijing (China)”, bromean Yésica y Javier.

Dentro del vagón el calor se siente como si fuese un sauna. “Siempre se viaja apretadito, pero tiene sus ventajas: no te caés, aunque te baje la presión, y en invierno no tenés frío. Pero en verano ¡es insoportable viajar así! Además, no hay aire dentro del tren”, describe Federico Fernández, de 25, mientras hace la fila en las boleterías de Once. Viaja a San Antonio de Padua, Merlo.

En Castelar, el convoy se detiene para cambiar de motorman. “Siempre pasa esto, a veces tarda bastante tiempo”, dice Javier. Por una pasarela llega a paso lento a la cabina el nuevo conductor. Al mismo tiempo, desde el vagón, los usuarios observan las ventanas rotas y vehículos volcados que había dejado la protesta. Unos cinco minutos más tarde vuelve a moverse la formación.

Arriba a la próxima parada: Morón. Allí, arranca con una puerta automática abierta, que no se cerró tras varios intentos. Un hombre de baja estatura y morrudo viaja allí, fuertemente sostenido de un pasamano, con el peligro latente de caer a las vías. Finalmente, la puerta se cierra una estación más adelante, en Haedo.

En Ramos Mejía, otro contingente de pasajeros asciende a la formación, como puede. “Me muevo de acá (cerca de una de las puertas) para que no me arrastre el tumulto y me baje del tren”, dice Yésica. A medida que avanza el viaje hacia Once va disminuyendo la cantidad de pasajeros, aunque no tanto para llegar a un asiento vacío.

Informe: Esteban Vera.

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