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El país|Lunes, 9 de febrero de 2009
Opinión

Avisos veraniegos

Por Eduardo Aliverti

Lo que va de 2009 trajo dos noticias claramente destacadas y presentadas, en general, como sorpresivas: los tarifazos en luz y gas y los avances de la oposición para armar su rejuntado. En esas dos ¿novedades? se simboliza buena parte de lo que podría preverse como la gran escena política del año. Y un poco más también.

El violento sacudón de las tarifas y los adelantos en la articulación electoral de la derecha no son, en realidad, sucesos que puedan calificarse de inesperados. Era obvia, al cabo de años de congelamiento tarifario, empalmados con ausencia de inversión y una muy severa crisis internacional que restringe el ingreso de divisas, la llegada de algún momento en que la quietud no daría para más. Pero el Gobierno se durmió en los laureles de la recuperación de su primera etapa y, en lugar de ejecutar un reacomodamiento escalonado, esperó a que la realidad se le estampara de golpe. Por huecos de ese tipo, agrandados desde vertientes tales como las heridas dejadas por el conflicto con la gauchocracia y las dudas que genera la capacidad de conducción presidencial con viento soplándole en la cara, era igualmente natural que se motorizaría el rejunte de casi todo lo que el kirchnerismo tiene enfrente. Y al margen de las circunstancias, en política no existen los vacíos permanentes. Alguien termina ocupándolos, más tarde o más temprano, y cuando debe hacérselo la derecha no cuenta con los pruritos del progresismo. Su don para reagruparse es inversamente proporcional a las taras de la izquierda en ese sentido. En consecuencia, es fuerte, por cierto, escuchar a Carrió dispuesta a juntarse con Macri tras haber dicho que el jefe de gobierno porteño constituía para ella un “límite moral infranqueable”. O verla coquetear con Reutemann. O tolerar que los restos del radicalismo no tengan empacho en negociar el retorno de Cobos. O certificar que Solá también negocia con Macri, bajo la bendición de un Duhalde que se fotografía en asados de antikirchnerismo virulento junto con Barrionuevo, Toma, Puerta y restantes especímenes del más rancio menemismo. Sin embargo, ¿hay en verdad de qué sorprenderse? ¿Acaso alguno de ellos tiene antecedentes de escrupulosidad? No. Pero del mismo modo, tampoco los K están en condiciones de tirar la primera piedra tras haber renunciado a alguna probabilidad de construcción distinta y retomar amoríos con el aparato mafioso del PJ bonaerense (a más de galanterías con el mismo Reutemann, por si las moscas de que el 2011 no deje espacio para intentar otra etapa explícitamente K).

Así las cosas, si estamos hablando de lo constatable como existente no en términos de testimonialismo crítico sino de disputa real de poder, la batalla se dirimirá entre un Gobierno con discurso y gestos varios de lo que se conoce como “centroizquierda” –plagado de contradicciones propias y de otras inherentes a los límites que impone el sistema– y una incipiente fuerza de derecha manifiesta. El resto puede deparar buenos resultados de urnas parlamentarias que sectores de la sociedad suelen usar para darse algunos gustos luego improbables, cuando se trata de elegir cargos ejecutivos decisorios. Es lo que hay. Y si es así, conviene detenerse en ese escenario y no en alguno que constituya una mera expresión de deseos.

Hasta hace menos de un año, gracias al fondo del pozo desde el que arrancó, a méritos que es justo atribuirle, a una oposición desperdigada que se quedó sin nada para ofrecer y a condiciones externas de bonanza casi inédita, el kirchnerismo condujo el país con cierta comodidad y con acciones que le granjearon la simpatía de numerosas porciones progresistas. A la derecha no le quedó más que refugiarse en los cuestionamientos a la “calidad institucional” (el Congreso como escribanía de la Casa Rosada, manejos autoritarios y otras yerbas que si de algo forman parte es, precisamente, del acervo histórico de los grupos más reaccionarios de la sociedad; que los promotores y cómplices de toda dictadura y del menemismo hablen de la jerarquía de las instituciones mueve más a la carcajada que a la indignación). Pero el contexto cambió de manera brusca. Primero, sin perjuicio de los errores y horrores de gestión gubernativa en el timón del episodio con “el campo”, porque la insaciabilidad del sector agropecuario a pesar de sus colosales ganancias llevó a un choque desgastante, del que encima el oficialismo salió perdidoso. Y después, porque el estallido de la crisis capitalista redujo, hasta fronteras aún desconocidas, la influencia excepcionalmente favorable del marco exterior (también sin perjuicio de que el mundo continúa necesitando lo que Argentina produce). El Gobierno quedó atrapado en ese juego de pinzas y descubrió, tarde, lo certero de las advertencias acerca de que no debía conformarse con la engañosa placitud de una republiqueta sojera. El centro de los obstáculos se condensa allí, y una de sus expresiones son los tarifazos porque la merma recaudatoria obligó a serruchar los subsidios estatales que durante tanto tiempo –bien que justificadamente– permitieron congelar el importe de los servicios públicos.

Todas estas dificultades, empero, no deberían tornar en aceptable el chantaje de los grupos empresariales más concentrados, que aprovechan la coyuntura para congelar salarios a cambio de no producir despidos cuando todos los indicadores de la economía –incluyendo los del establishment– revelan que tuvieron un 2008 pletórico de dividendos. Para no hablar de alrededor de los dos tercios de la población que carece de trabajo formalizado, que no cuenta en las discusiones y que sigue esperando políticas de Estado de protección e inserción activas. Hay demasiada gente en este país que se llena de plata mientras el Gobierno sólo interviene en las ganancias campestres, con otro choque a la vista. De ese terreno de disputa entre las grandes facciones de la burguesía no puede esperarse ningún beneficio popular. Y el oficialismo se acerca a su punto de inflexión –si es que ya no está en él– en cuanto a decidir si avanza por el camino de transformaciones con dirección progresista, afectando a la totalidad de los sectores del privilegio, o si cede ante las presiones especulativas que la crisis desata. Optar por lo primero no le garantiza el éxito. Y requiere de un significativo apoyo popular que difícilmente encontrará si persiste en una conducción aldeana del poder, ceñida a un pequeñísimo conjunto de figuras y desconfiada de la apertura hacia los sectores que debieran serle afines. Pero es seguro que elegir lo segundo habrá de conducirlo hacia el fracaso.

O en otras palabras: si gira a la derecha, será inevitable que la derecha se lo degluta.

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