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El país|Lunes, 30 de marzo de 2009
Opinión

La disputa

Por Eduardo Aliverti

Se definen los escenarios. Pero, ¿no hay que discernir primero qué se entiende por “definición”? ¿Hay varios escenarios? ¿O hay uno solo?

El aval parlamentario al adelantamiento electoral desató en los medios una excitación previsible, dedicada a escudriñar las movidas ajedrecísticas de los candidatos reales o potenciales. Es un ejercicio entretenido. Tiene un componente lúdico que lo emparienta con esos juegos en los que se avanzan o retroceden casilleros, o asignan puntajes, de acuerdo con el azar y la capacidad de análisis táctico. ¿Será del todo cierto que Carrió se baja de la lista porque sus aspiraciones presidenciales no encajan con un eventual derrape frente a Michetti, y que en consecuencia corre nomás el riesgo de subir al primer lugar a un descremado como Prat Gay? ¿Hay por abajo de la mesa un acuerdo entre Carrió y Macri, destinado a preservar las chances de la primera para dentro de dos años y/o a que Maurizio se recluya en su hacienda porteña hasta ver la evolución de los acontecimientos? ¿El oficialismo terminará cerrando con Reutemann y eso le impedirá padecer un Waterloo santafesino? ¿Cuáles son las consecuencias de que en Córdoba se hayan dividido Juez y los radicales, y de que el PJ marche por un lado y el Frente para la Victoria por otro, transformando en cuatro partes las que iban a ser dos? ¿Tan torpe habrá de ser el espacio progre de la Capital como para exponerse a una paliza histórica si no ofrece una única opción contra Macri? Solá como segundo, ¿le suma o le resta al espacio anti K, al computarse que De Narváez es un recién llegado al peronismo? Y Kirchner jugado como cabeza bonaerense a fin de asegurarse el segundo cordón, ¿alcanza para un triunfo contundente o sería mejor que evitara el desgaste, con las derivaciones de la crisis internacional aún por verse, y se reservara como carta plebiscitaria para las presidenciales del 2011? Entre otras varias, son preguntas atrapantes para el mundillo de quienes se interesan por el entretejido de la construcción del poder. Y, quede bien claro, tanto como atractivas son necesarias porque sostener lo contrario implicaría caer en el absurdo de que la discusión política puede saltearse los cálculos, los sapos a tragar, las especulaciones, las alianzas circunstanciales, el amigo de hoy que es capaz de ser el enemigo de mañana. La actividad política conlleva iguales méritos, miserias y contradicciones que cualquier campo de las relaciones humanas. Colegir algo distinto es colgarse de ese discurso berreta, bruto, grasa, que inunda las radios y los diálogos rápidos de entrecasa o con los movileros, en la cínica pretensión de que la política sea un ámbito impoluto, extraterrestre, donde sólo contaría el bien de los demás. Sin embargo, la misma firmeza para resaltar obviedad semejante debe aplicarse a la convicción de que todos esos interrogantes imposibles de gambetear, propios del tacticismo político y mucho más en medio de un clima electoral, no varían que el escenario ya está definido más allá de cómo se los responda. Esto es: hay algunas opciones dentro de una misma variante de derecha; y hay algunas otras dentro de una que, con muchísimo esfuerzo y viento a favor, podría caracterizarse como de centroizquierda. Pero además, o sobre todo, debe comprenderse que esas alternativas están lejos de ser solamente electorales, porque, si no, hay la rígida ridiculez de creer que los únicos actores intervinientes son las fuerzas y figuras que participan explícitamente en los comicios (los próximos o cualesquiera).

Si se va para un costado o para el otro lo disputamos los medios y los periodistas con cada una de nuestras acciones y opiniones, y ni qué hablar si está en danza cambiar la ley que rige a la radio y la televisión. Lo disputan las luchas gremiales, sociales y sectoriales que ojalá estuviesen más claramente politizadas. Lo disputan los ruralistas con sus paros y sus cortes de ruta y su promesa de volverse al campo (que muy buena parte de ellos hace rato no frecuenta) si dejan de tocarles el bolsillo. Lo disputan los intelectuales según lo que digan o dejen de decir. Lo disputa el Episcopado con su cara de yo no fui mientras habla de la desintegración nacional. Lo disputa el rabino Bergman como nuevo mascarón de proa de la mano dura, junto con los faranduleros del menemismo.

Hay entonces un escenario irritado, de mucha violencia verbal, donde ninguno de los contendientes está en aptitud de tirar la primera piedra respecto de cómo se contribuyó a generarlo. Kirchner crispó desde un primer momento y continúa convulsionando; al igual que Carrió con sus profecías apocalípticas; que el mandamás del diario La Nación amenazando en tapa con un pliego de condiciones a las pocas horas de asumido aquél; que Eduardo Buzzi en su invitación a “desgastar” al Gobierno; que obispos con ganas de tirar ministros al mar con una piedra atada; que campestres y vecinos de Santa Fe y Callao con pancartas de “Cristina puta y guerrillera”. Habemos aquellos a quienes nos tiene sin cuidado esta temperatura retórica, que atraviesa toda la historia argentina excepto en los períodos en que la derecha gobernaba a través de sus columnas militares hoy reemplazadas por el poroto transgénico, como dice Rubén Dri, y por las armas de la tinellización mediática. Y hay quienes se espantan en la presunción de que el encono expresa la imposibilidad de superar antinomias inútiles, que sólo sirven para descarrilar al país de las vías del mundo desarrollado.

Los primeros suponemos disponer de claridad ideológica para darnos cuenta de que si no hay disputa agresiva no hay realidad, y que el frente que se conforma hacia la derecha no deja lugar para medias tintas. En todo caso, puede discutirse si la dosificación de esa agresividad es la adecuada. Y si conduce a buen puerto vehiculizarla sin más red que lo decidido a suerte y verdad en una habitación de Olivos o de El Calafate, como si la complejidad nacional fuese similar a la de comandar Río Gallegos con aires de patrones de estancia. Pero nos parece tener claro que hay, que somos, una murga (literalmente eso, una murga), enfrentada o con disposición a tal cosa contra los intereses del poder económico más concentrado, del bloque agrario rentístico, de la restauración conservadora, de la Iglesia y de los medios de comunicación que representan –y protagonizan– a todo eso.

Y los segundos vendrían a ser los que, de buena o mala fe, creen que lo mejor es un país modosito, con la tierra barrida debajo de la alfombra y sin poner en debate ninguno de los aspectos que hacen a la distribución de la torta. A esto es a lo que se le llama tener “calidad institucional”, por ejemplo. Significa carecer de interferencias, o bien autoinfligírselas, para no hallar obstáculos en la defensa de sus réditos.

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