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El país|Miércoles, 20 de mayo de 2009
Opinión

Bestiarios

“Durante años nos preguntamos qué había hecho posible la catástrofe (Shoa) en la Europa culta, estética, refinada del siglo XX. En textos de Primo Levi puede encontrarse alguna respuesta, siempre parcial aunque satisfactoria: para los alemanes, durante décadas ‘los hebreos eran sólo aparentemente seres humanos: en realidad son algo diferente, abominable e indefinible, (más lejanos a los alemanes que los monos a los hombres)’.”

Por Mario Goloboff *
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Dentro de diez o quince mil años, si es que aún hay literatura, si es que hay mundo, alguien escribirá, en un impredecible soporte, la historia de un animal fabuloso que empezó siendo yuyo o poroto o arbusto, y terminó con la dudosa felicidad de cierto país que cierta vez se llamó la Argentina. Mientras tanto, las bibliotecas van acogiendo, copiosamente desde el Medioevo, otros especímenes no menos singulares de un alargado y enriquecido bestiario.

Ya Cornelio Tácito, en una de las cumbres del género historiográfico (Anales, VI, 28), sostuvo que si bien la antigüedad es ignota, por tradición se reconoce que el Ave Fénix vive más de mil cuatrocientos sesenta años. Y su casi contemporáneo, Plinio el Viejo, en el octavo de los treinta y siete libros que cansinamente componen la Naturalis Historiæ, verdadera enciclopedia de la ciencia del mundo antiguo, señala, entre otras reprochables costumbres animales, que los dragones atacan cruelmente a los elefantes, aunque sólo en verano. Avanza una explicación, propia de lo que suelen llamar sentido común y, por eso, poco menos que irrebatible: todos saben que la sangre de estos paquidermos es fría.

Tales ingenierías vienen desde mucho antes: el Libro de los libros, sobre todo después del Diluvio, consagraba una alianza indestructible entre hombres y animales. Torcidas interpretaciones bíblicas nos fueron distanciando, si bien ya aparecían en él criaturas dudosas, y en Isaías (11, 8) se evoca “la caverna del basilisco”, animal que, en vida, ha recibido por lo menos tres entidades, igualmente legítimas: algunos prescriben que se trata de un lagarto deforme, otros hablan de un reptil gigante y los demás mencionan un pollo alto dotado de tres pies, con cola y dientes de serpiente. Como, según buenos datos, su cresta tiene forma de corona, lo llaman “pequeño rey”, basiliskos en griego o “el regente” para la etimología latina. Se ha hecho famoso por provocar la muerte con un único y veloz vistazo.

Algunos helenos, más prácticos, imaginaron el origen de la araña en una venganza de la diosa Atenea contra Aracné, princesa célebre por su tintura púrpura y su destreza en el arte de tejer, a quien aquélla habría trucado perversamente, puesto que una vieja rivalidad comercial emponzoñaba las relaciones con los lidios, de origen cretense. Y Mileto, en Creta, era la más grande exportadora de lana de color del mundo antiguos...

Todavía hoy, en la región boscosa de las Ardenas, compartida entre Bélgica, Francia y Luxemburgo, los cazadores proponen una explicación del acecho a un delicioso tordo: el tendedor dispone sus trampas sobre los árboles, y la mayoría de las veces en tierra, para capturar al “tordo escarbador”, el cual, sostienen, se alimentaría a ras del suelo, escarbando a reculones. Descontada la inexistencia obstinada del singular pájaro terrestre, se deduce que el inconsciente popular ha forjado esta nueva especie para defender el derecho inmemorial del cazador a recorrer y a capturar animales en el bosque.

Pero, por lo general, no hay respuestas tan directas al surgimiento de algunos mitos. Puede conjeturarse que entre las causas de estas creaciones esté un radical antropocentrismo y la tendencia a encontrar semejanzas con el reino animal, que sigue siendo, mal que nos pese, el nuestro. Las relaciones que se subliman en ellas son las de captura, de caza, de crianza, pero también de modos, procedimientos, actitudes morales o moralizantes. Estas hechuras frecuentan las fábulas, las alegorías, las metáforas, los acertijos, los aforismos. No siempre van en desmedro del mundo animal, pero sí, ocurre, en menoscabo del humano. A veces, son intereses económicos o sociales los que llevan a ello. Otras, una conjunción de éstos con los políticos.

En julio del año pasado, después de dura pelea, se anunciaron dos actos públicos en Buenos Aires. Uno en apoyo de la política gubernamental y otro a favor del “campo”. Un barbado dirigente rural declaró que ellos iban a hacer su acto en el Monumento a los Españoles y “que no se van a cruzar al otro lado que es donde está el zoológico”. Antes y después hubo dichos similares con alusiones, poco veladas, a borregos, a perros, a ratas, a bichos.

Menciones involuntarias como, probablemente, otras que vengo comentando: Bestiario (1951) se llamaba también el primer libro de cuentos de nuestro Julio Cortázar, pero quizás no tenga que ver con esto. Tal vez haya sido pura influencia de Les chants de Maldoror, del uruguayo-francés Conde de Lautréamont, padre de los surrealistas. ¿O sí? ¿O expresaba, en aquel momento, a través de su título y de algunos cuentos (“Casa tomada”, “Omnibus”, “Las puertas del cielo”, el propio cuento “Bestiario”), la repulsión de la clase media y de su medio al “aluvión zoológico”, a los “cabecitas”, a “los monstruos” que venían a ocupar “la casa”? ¿No lo advirtió él mismo al arrepentirse tantas veces, públicamente, de aquella mirada, como bien señaló, “muy despectiva /.../ sin ningún cariño, sin ningún afecto”?

Hace tiempo que se vienen señalando estos calificativos como culpables de disminuir la estatura humana de sus destinatarios. Cuando se insiste en ellos durante cierto tiempo, puede llegarse a atrocidades mayores, padecidas ya por la especie. Durante años nos preguntamos qué había hecho posible la catástrofe (Shoa) en la Europa culta, estética, refinada del siglo XX. En textos de Primo Levi puede encontrarse alguna respuesta, siempre parcial aunque satisfactoria: para los alemanes, durante décadas “los hebreos eran sólo aparentemente seres humanos: en realidad son algo diferente, abominable e indefinible, (más lejanos a los alemanes que los monos a los hombres)”. Esto quizás explica que, con frialdad administrativa, se los transportara como ganado, se los marcara como bueyes, se los hiciera comer como perros, se los exterminara con gas letal utilizado para piojos y pulgas. Padecimientos a los que, entre tantos, Giorgio Agamben agrega “el tatuaje biopolítico”. Ahora, Judith Butler revela la inventividad de la administración militar norteamericana, que aconsejó demorar los juicios para mantener a los presos de Guantánamo en la espera y en la incertidumbre, ya que se trataba de “bárbaros que merecen ser reducidos al estado animal”. De ahí el cuidado que habría que tener con el uso de ciertas imágenes y con los ignorados poderes del lenguaje para modificar la conciencia y el corazón de las gentes.

Lejos de mi ánimo acusar a nadie en la Argentina de tales maldades en el uso del Bestiarum vocabulum. Porque es cierto también (y no lo digo para defender posturas económicas o sectoriales, de las que conozco poco) que algunos hombres de campo están asustados. Ven (o dicen que ven) disminuir día a día la hacienda, los animales de cría, los de granja, que nos quedaremos sin carne, sin leche, sin lana... Hace poco, visité en Algarrobos a uno de mis ancianos tutores. Hablamos largo de esto. Sobre el final, muy apenado, don Goyo Sartori, hombre de los más sabios que he conocido, pero que teme ya lo peor, me confesó: “Fijate, qué te voy a decir, no es que yo quiera hablar contra los de la ciudad ni que me las agarre con ellos. Pero ¿cómo, con los cambios del clima, con esta política y con todas las cosas que pasan, no van a desaparecer nuestras vacas, nuestras ovejas, nuestros caballos... si han llegado, así nomás, con el simple correr del tiempo, a extinguirse los centauros?”

* Escritor, docente universitario.

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