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El país|Jueves, 25 de junio de 2009
Opinión

Los suburbios del voto

Por Horacio González *

Mirando por melancólicas ventanillas de un viaje en tren por la periferia de la ciudad, no necesariamente la zona más pobre, las fachadas de las casitas siempre hablan. ¿Qué murmuran? Se las ve modestas, con jardincitos un tanto deteriorados, pero algunos pórticos estilizados remedan atendibles aspiraciones. No es fácil descifrar lo que dicen y cómo van a opinar esos ventanucos, esas terrazas con asador, esas verjas que buscan reforzarse. Se juegan cuestiones que importan a sus dueños o inquilinos, aunque se digan indiferentes a lo político. Hay en esa arquitectura popular ideas soterradas, adivinables tal vez en un llamador de puerta recién lustrado o en el fileteo ingenuo de una balaustrada. Pueden revelar deseos contenidos, ansiedades inasibles. ¿Pero dónde están las ideas? ¿Cómo se las expone o despliega en conceptos, léxicos e imágenes?

Durante mucho tiempo existió en el país lo que podríamos llamar una “política de ideas”. Se trataba de valorar el papel del Estado, el uso de los recursos públicos, el sistema de libertades, la representación social en general y los modos de practicar las luchas. Palabras como pueblo y oligarquía, derecha e izquierda, reforma y revolución, privatización o estatización, liberalismo económico o autonomismo social se referían al modo en que la imaginación pública, durante ciclos históricos completos, había interpretado la cuestión del vivir común. Y sobre todo, las variadas imágenes de verdad que emanan del concepto político esencial: el pueblo. ¿Esos términos con los que se habló, desde Aristóteles al general Sandino, acabaron?

No es fácil destruir el mundo conceptual que proviene de la Revolución Francesa o de la emancipación latinoamericana, que durante el siglo XIX recogía lejanos impulsos jacobinos. No es fácil considerar desvaídos para siempre los eventos mexicanos de 1911, los de Rusia de la primera posguerra, los hechos argentinos de octubre del ’45 y, en nuestro mismo país, la forja de la democracia como “forma de vida” en los cercanos años ’80. Es decir, no es sencillo anular la historia como categoría interior del presente.

Hay vocablos que son como estacas. Que hacen a un antiguo memorial: liberalismo, socialismo, populismo, nacionalismo, republicanismo, desarrollismo, reforma agraria, todas vinculables entre sí, combinadas con graduaciones y tonos cambiantes según la espátula que extienda esas materias sobre el paño histórico. Sí, esas palabras siguen ahí. Pero yacen inertes. La política de ideas parece desfallecer, se la acusa de irradiar vejez. Las pacientes líneas de edificación de Villa Soldati o los arreglados frontispicios de Flores Sur quizás hayan tomado nota de estos nuevos recesos.

La publicidad de De Narváez surge del socavón profundo de una contrarreforma que busca vulnerar los modos heredados, modernos, de la palabra política. Da por cerrado el ciclo de la política como cuerpo argumentado de proposiciones y juicios situados en relación con la historia del presente. Cuando decimos esto, no queremos significar que no hubieran ocurrido siempre las tramas oscuras de pasiones escurridizas, viviendo en el interior de las ideologías explícitas. Siempre hubo enterradas imágenes de redención, despojadas de verbo. A veces con sus esperanzas sofocadas, a veces en una mudez sin signos ni juramentos. Todo esto, que para algunos fue siempre la verdadera ideología, es lo que ahora sucede victorioso. Ya está en el lugar visible y principal. Donde ha logrado reemplazar lo que llamamos política de ideas.

Bonapartismo de marionetas mediáticas, publicidad emanada de profesionales del acecho a la pulsión colectiva. Ponen el mundo histórico en remate. Pero en su verdad profunda, todo converge al acatamiento del bloque terrateniente, que propone a la Argentina como país maniatado. Una desnuda vida con estilo de proto-sociedad-rural. Frígida extensión de la que así realmente se llama. Triunfadora con su pensamiento feudalizador, sus herbicidas sofisticados, su siembra sin roturación, universo liso de significados, amenazando empresarialmente de que faltará leche. Igual a las ficciones financieras y al ideal de una teleaudiencia unánime, extensa y global. Sumatoria de conciencias híbridas, cosechadas, recolectadas. Eventualmente siguiendo al rastro del badulaque que reveló la secreta metodología: “Cargar gente en camionetas”. Como bolsas de semillas genéticamente modificadas, las fuerzas patronales pregonan el amor a los vasallos y la condescendencia con las leyendas de la sacra invalidez.

Consideremos la consigna “A cada crimen un castigo”, de De Narváez. Atendamos al momento en que su publicidad hace pasar su reinventada voz directa a un mensaje fuera de cuadro. El pueblo está escuchando desde una vieja radio “a transistor”. Los publicistas del candidato han logrado una escena arcaica de esperanza, todos con la mirada elevada hacia un futuro prometedor. El género es el de la “convocatoria de almas”. Ha sido filmado muchas veces en el siglo XX por toda clase de cineastas, paradójicamente convertida en familiar por el realismo soviético. Significaba una unción que surge del gran momento en el cual los creyentes se congregan. Pero la epopeya desconecta totalmente los mitos de redención a las ideas efectivas con las que esos mitos se realizan. Por eso, técnicamente, esas miradas del pueblo hacia lo alto son el equivalente artístico de la camioneta de De Angeli.

Ya ni siquiera podría decirse que son de derecha o de neoderecha. Se trata de otra cosa. Es el pasaje hacia la dislocación comunitaria por el ejercicio del miedo, de la venganza sin objeto, la moralización compulsiva, la injuria anónima, el predominio de mitologías recónditas espiritualmente enfermizas, de lo mórbido como ahorro total de argumentos circunstanciados, de lo que siniestramente brota con violencia en una conversación cualquiera, en la amenaza inesperada que se cuela en un hecho cotidiano, en la interjección furtiva de un vecino, en la sórdida opinión que escuchamos en un taxi o de un pasajero de atrás en el colectivo. ¿Hay algo a pensar sobre esto en las silenciosas moradas de Berazategui o en los departamentitos precarios de Mataderos?

A cada crimen un castigo, postula De Narváez. ¿Es posible esa fórmula –que de paso destruye la memoria dostoievskiana, siempre vigente en nuestro país literario– para proponer una política democrática en el ámbito que sea? Toda la cultura jurídica universal rechaza esa frase, bajo el riesgo de generar sociedades punitivas seriales y añoranzas de patíbulo para regir las prácticas vitales. Esta brutal redefinición de la sociedad argentina intenta también recolectar los filamentos vacantes del peronismo, convertido en un hueco histórico infinitamente resignificable, en un pellejo mustio. Así ya habrá expiado sus culpas vulnerando su compleja historia, en la que decía gozar de su condición de enigmático rompecabezas. Este mismo jeroglífico es el que ahora señala sus impotencias humanas y políticas.

El proyecto deshistorizador de apoderamiento de lo social incluye frases de conquista, como “me haré cargo del peronismo”, o “qué lindo el consenso”, respectivamente de De Narváez y Michetti, gemas publicitarias complementarias, que combinan la estrategia de los gerentes de la nueva Argentina sin historia, con la monótona jerga de sacristía que violenta la espesura real de la trama cívica. El recitado de fiestita parroquial se torna política de Estado y geopolítica de captura de la memoria con un evangelismo fofo. Pedazos enteros de la vida pública, con sus voces reales y los sellos de su tiempo, serán enviados como residuos de la historia a zonas de relleno sanitario. Del bunker de Las Cañitas a los vaciaderos del Ceamse.

En los últimos años se había ya avanzado en la sustitución de programas, ideas y artes de la militancia. Se imponía una hipótesis moralista, viscosa. Por el visillo del ojo televisivo se sospechaba sobre el conjunto de la experiencia pública. “Corrupción.” Un hálito inquisitorial expresó esta perspectiva antipolítica, que prefirió aliarse a los medios de comunicación de masas que descubrían el magno relato de la vigilancia por sobre las prácticas autónomas de lo político. A priori tales prácticas eran consideradas investigables; corruptas en su propio origen. La doctora Carrió entregó absolutamente su dicción –que al principio fue sugestiva–, a esta captura del origen incontaminado de la verdad. Para eso creó un personaje televisional, con crecientes gesticulaciones, mohínes y emblemas corporales que se fueron resumiendo en cierto profetismo moralizante, no sin dejos avasalladores, voluptuosamente irreflexivos sobre sus propios mecanismos.

Esta figura política que anunciaba renovaciones quedó atrapada en un folletín salvacionista que la televisión le festejaba y criticaba al mismo tiempo. Carrió tardíamente ha percibido los riesgos que su propia actuación entrañaba en cuanto a la deshistorización de lo político. Citó libros egregios y lecturas refinadas. Buscó en el santoral popular el resurgir de un vago carisma evangélico. Pero no contaba con un lenguaje de densidad adecuada para tal empresa, excepto su taimado clamoreo, mixto de enigma y travesura amenazante. Fracasó en su intención de reproducir un núcleo mesiánico de moralización sobre las éticas reales de lo político. Ahora se la ve, quizás en un póstumo asomo de lucidez, recobrar por momentos la política de ideas, que abandonó en nombre de su tesis de un gravamen moral que dividía el mundo entre honestos y deshonestos. La insulza Michetti, con nada de Hannah Arendt y una simple guitarrita de atrio, representa mejor estas pobrezas temáticas; esto es, las representa aún más neciamente.

Carrió fue la meritoria adelantada de una seudoevangelización de lo popular para reencaminarlo –folletinescamente– al devocionario de las nuevas patronales. Pero todo ello dio un salto tecnológico con De Narváez. El partido de la punición moral ha triunfado, industrializando al fin el estilo artesanal de la doctora que vino del Chaco. También en ciertas zonas de izquierda, sin abandonar necesariamente su lenguaje –lo cual es un último rasgo de dignidad resistente– se ha entrado en sonoros discursos de nebulosidad moralizante. Se hablará de estructuras económicas o de grandes esquemas de dominación mundial, pero tomando el convenio pedagógico del “saneamiento básico” de la historia. Auxilian desde un flanco inesperado a la pastoral del “crimen y castigo”.

Ante esas calles suburbanas, saltando charcos por consejo de Durán Barba –titiritero de la desvitalización política–, acariciando a granel a criaturas vecinales en las esquinas de barro, con toques de bombo alquilado e imitando a la televisión que los imita, redefinen el pueblo a partir de su épica de millonarios: simulan hablar por antiguos altoparlantes para generar emotividad nostálgica. Son un subproducto de la alta escuela de los guionistas de la reconversión de las naciones y los pueblos como teleadictos a una colección de monerías y resentimientos, verdaderas fábricas de sumisión social. Estamos ante la desaparición misma de la idea de pueblo, sustituida por comicidades ultrajantes con el mismo nivel ficcional con que se tratan las crisis financieras y los índices de audiencia.

¿Qué dirán las casitas del conurbano o los PH de la avenida Juan Bautista Alberdi? La cuestión de la destrucción de los focos de vitalidad popular e histórica será el próximo y urgente debate luego de que se exprese el voto, en un difícil momento en que se pueden desplomar los balbuceos de cambio, ahora sitiados. Ante el encarcelamiento de conciencias, castigadas por el crimen de haber pertenecido a la historia, una parte del voto progresista perezoso no cuestiona estas pedagogías de desembarco y embestida, imaginando así no desvincularse de las vastas porciones ya confiscadas. Pero el verdadero voto progresista comienza cuando se cuestiona con nuevas ideas todo este inédito sistema de saqueo.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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