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El país|Miércoles, 4 de diciembre de 2002
OPINION

En el manicomio

Por James Neilson
Hay que sentir cierta simpatía por la gente del FMI. Darle dinero aparte, ¿qué diablos puede hacer por ayudar a un país gobernado por personajes que parecen resueltos a destruirlo? En comparación con la crisis argentina, la rusa, surcoreana e indonesia fueron juegos de niños porque por lo menos existían gobiernos con los que era posible negociar. Aquí, no hay ninguno. La Argentina se asemeja a una esquizofrénica adicta a la automutilación que cada tanto decide probar otra personalidad totalmente distinta de la anterior. Cuando sus interlocutores de turno exteriorizan el asombro que les produce su conducta excéntrica, la loca reacciona con indignación acusándolos de no comprender el significado del principio de la independencia de la Justicia o algo igualmente importante. Así, pues, el Poder Ejecutivo prosigue con la pesificación asimétrica, el Judicial amaga con la redolarización para que todo sea como fue antes y el Legislativo, dominado por individuos resueltos a jorobar mientras puedan, sueña con internas y vacaciones que se prolonguen hasta mediados del año que viene.
Como si esto no fuera suficiente, en la Argentina ya es tradicional que una facción del partido oficialista libre una guerra a muerte contra el gobierno, costumbre ésta que en países menos democráticos, para no hablar de instituciones burocráticas como el FMI, parece incomprensible.
¿Tiene algún sentido la locura colectiva que se ha adueñado de la clase dirigente nacional? Puede que sí. Puesto que sus integrantes saben muy bien que los demás los consideran una manga de farsantes inútiles, le conviene continuar protagonizando un lío tan tremendo que nadie entiende cómo desatarlo. Desde su punto de vista, la confusión infernal es una pantalla de humo espléndida detrás de la que hordas de impresentables pueden arreglárselas para sobrevivir. Incluso a los radicales les es dado esperar que los peronistas, que están tan convencidos de su supremacía eterna que ya ni siquiera fingen ser cuerdos, resulten tan inenarrablemente atroces que el electorado opte por ofrecerles otra oportunidad. Para colmo, son muchos los políticos que parecen haberse metamorfoseado en leninistas para los que peor es mejor: a ciertos menemistas les encantarían algunos estallidos feos y acaso compartirían su júbilo aquellos izquierdistas que lamentan que se ha agotado tan pronto la efervescencia de los primeros meses del año que está por despedirse. En cuanto a los duhaldistas, se creen en condiciones de aprovechar los malos momentos atribuyéndolos a los compañeros a que odian más que a nadie en este mundo.

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