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El país|Sábado, 7 de diciembre de 2002
RENUNCIO O’NEILL, UN GRAN CRITICO DE LA ARGENTINA,
PERO NO HABRA CAMBIO DE POLITICA NI SALVATAJE

Se va un duro y no vendrá un blando

Bush empieza a preocuparse por las elecciones del 2004. Con un índice de desocupación que llegó al 6 por ciento por primera vez en los últimos nueve años, quiere alguien más político en el Departamento del Tesoro. Por eso O’Neill, el ejecutivo de multinacional que pasó al gobierno, anunció ayer su salida. En principio, la renuncia será neutra para la Argentina, porque nadie en Washington está pensando en enviar fondos frescos para aquí.

Por Martín Granovsky
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Paul O’Neill, que llegó al Tesoro desde la dirección de la multinacional de aluminio Alcoa.
“Así es el capitalismo, las empresas van y vienen, vienen y se van”, dijo Paul O’Neill cuando le preguntaron por el escándalo de Enron, el gigante que quebró sin que el Estado evitara el fraude. Y como los funcionarios también vienen y se van, O’Neill, desde ayer, fue. Washington anunció que dejará el poderoso Departamento del Tesoro, y ahora solo resta saber si el nuevo será un empresario como Don Evans, el actual secretario de Comercio, o un ejecutivo de Wall Street como Richard Grasso, Charles Schwab, Wayne Angell o Henry Paulson. Lo que es evidente –perdón, egos nativos– es que O’Neill no renunció por la crisis argentina. Eso, claro, si mañana George Bush no anuncia que lo reemplaza Aldo Pignanelli.
Eduardo Duhalde dijo tímidamente que la renuncia de O’Neill puede tener algún efecto indirecto en las negociaciones con el FMI, pero pidió “no magnificar el tema”. El Gobierno está convencido de que el Tesoro y el Departamento de Estado quieren un acuerdo argentino con el Fondo pero la burocracia del Fondo lo impide. En ese juego O’Neill sería el bueno, siempre con la ayuda de su segundo John Taylor, y Anne Krueger y Horst Kohler los malos. Si eso fuera cierto, el relevo de O’Neill sería malo para la Argentina, porque el país perdería un apoyo. Sin embargo, dos datos parecen claros:
- No es seguro que a la Argentina le convenga un acuerdo con el Fondo. En el mejor de los casos es opinable cambiar la relativa estabilidad y la sustitución de importaciones de hoy por la histeria financiera y fiscal de los últimos años, sobre todo porque no habrá dinero fresco ni siquiera con histeria.
- Los Estados Unidos son la primera minoría entre los accionistas del Fondo, pero en los hechos O’Neill nunca dio instrucciones a su representante en el organismo para forzar un arreglo con la Argentina. Y tampoco el Departamento de Estado mostró ningún interés por articular una movida diplomática que hubiera sido insoslayable para el FMI.
O’Neill estuvo en la Argentina a principios de agosto. Hasta visitó un jardín de infantes pobre para empaparse de miseria local y de paso sacarse una foto con dos chiquitos de guardapolvo a cuadros en el regazo. Después, en charla con un grupo de periodistas, dijo haber aprendido mucho también con un grupo de estudiantes secundarios. “Me dijeron que no hay cheques ni tarjetas de crédito, y así la economía no funciona”, concluyó, para adelantar que el acuerdo con el Fondo sería un resultado probable en un mes y medio. O sea, mediados de septiembre. Hace tres meses.
El renunciante se especializó en escandalizar dentro y fuera de los Estados Unidos con un tono primitivamente cínico. Por ejemplo, cuando le preguntaron por la caída en los ahorros de los norteamericanos, tras el descenso del valor de las acciones en un 37 por ciento desde que Bush asumió, dijo: “La gente que vendió debe estar triste por haberlo hecho”. Comentó que ayudar a Rusia era “una locura”. Jamás se arrepintió ni de su política ni de sus dichos sobre el escándalo Enron. “Tengo razón en decir lo que pienso cuando creo que tengo razón”, fue su frase. “Y si a alguien no le gusta, me importa un pito.” A la Argentina la definió varias veces. La más famosa, cuando le dijo a The Economist que el país no podía quejarse, puesto que “en 70 años los argentinos no fueron capaces de edificar una industria exportadora”. Luego, combinó una dosis de buenos deseos con la exigencia de “un plan sustentable”, cosa que fue traduciéndose en achicar aún más el déficit, manipular a la Corte Suprema para que frenase los amparos, cambiar a los políticos o directamente resignarse a que no lleguen fondos porque, total, “van a parar a cuentas en Suiza”. Cada tanto hacía alguna mención de que la Argentina iba “en la dirección correcta”, aunque nunca era suficiente.
“Lo que terminó matando a O’Neill fue su rechazo a hacer política”, dijo ayer una amiga suya y ex número dos del Tesoro, Sheila Bair, de la Universidad de Massachusetts. Bush acaba de ganar las elecciones parlamentarias y todo su gobierno apunta a la reelección en el 2004. Si los republicanos triunfaron en el Congreso gracias a la promesa de guerra latente con Irak, para dentro de dos años lo previsible es la economía ocupe el centro de la agenda. Ayer, junto con la renuncia de O’Neill, sin duda impulsada por la Casa Blanca y no voluntaria, se conoció que por primera vez en los últimos nueve años el índice de desempleo superó el 6 por ciento. Esto hizo decir a los congresistas de oposición una frase: “No importa el nombre del próximo secretario del Tesoro, importa saber que el secretario real se llamará Karl Rove”. Rove es el estratega electoral de Bush, y a él atribuyen los parlamentarios la iniciativa de poner en el Tesoro a una figura capaz de acompañar a Bush.
Tal vez el presidente elija a otro FOG (friend of George), como sería el caso del secretario de Comercio. Evans es tan friend de Bush que está ligado al sector energético igual que la familia presidencial. Antiguo ejecutivo petrolero y responsable de haber conseguido 100 millones de dólares para la campaña de Bush, Evans controla desde la Secretaría de Comercio la Administración Nacional del Océano y la Atmósfera, un organismo clave porque los Estados Unidos tienen en los mares el 25 por ciento de su petróleo y el 26 por ciento del gas natural.
Si Evans va al Tesoro, según The Washington Post su segundo en lugar de Taylor podría ser el ultraconservador Glenn Hubbard, el actual presidente del Consejo de Asesores Económicos de Bush, un experto en finanzas e impuestos. Otro miembro del clan reemplazaría a Lawrence Lindsay, que también renunció ayer. Lindsay era famoso porque pasó del progresismo al conservadorismo después de darse cuenta, según su propio relato, que no podía instalar un puesto de panchos en el campus de Harvard por las trabas burocráticas.
Pero Bush también podría inclinarse por restituir la tradición de que el Tesoro sea para un ejecutivo de Wall Street.
En cualquier caso, todos los análisis económicos surgidos de los Estados Unidos vaticinaban que el nuevo ministro de Economía profundizará la política de rebaja de impuestos. Como dijo ayer un lector anónimo pero refinado en un chateo organizado por el Financial Times, identificado solo como “Maverick”, la inclinación a aumentar el déficit confirma la idea de que “en tiempos de guerra el costo de la pelea debe recaer sobre las generaciones futuras (préstamos) y no ser solo un peso para la generación actual (impuestos)”. Reaganismo puro. Un reaganismo que la Argentina puede observar mientras cruza los dedos para que el próximo secretario, si no ayuda, tampoco moleste.

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