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El país|Domingo, 14 de marzo de 2010
OPINION

Que esta noche, cueste lo que cueste

Por Mario Wainfeld
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“Ponga huevos, huevos fulanito
ponga huevos, huevos sin cesar
que esta noche, cueste lo que cueste,
que esta noche tenemos que ganar.”

Estribillo popular


El estribillo en cuestión se corea en las canchas de fútbol. Antes de empezar el partido, resaltando su importancia y procurando infundir ánimo. Si el trámite se pone espeso, el coro recrudece expresando una sospecha y, eventualmente, una amenaza: se pone en duda la enjundia del equipo, se vaticina lo que pasará si hay derrota. El “tenemos que ganar” es prescriptivo tanto como descriptivo: alude a que la victoria está ahí, al alcance de la mano, depende de que se ponga..., digamos, actitud.

La realidad es, en el rectángulo de juego, más endiablada. El rival también juega, la presión genera contraindicaciones en el team local, incluso es posible que a los muchachos (por más garra que pongan) no les dé el piné para ganar en buena ley.

El consabido cantito vino a la extrapoladora mente del cronista al menos en dos ocasiones: en los meses ulteriores a la elección de junio de 2009 y en esta semana. Los jugadores vitoreados (pero también apretados) son el conglomerado opositor. La tribuna, los grandes medios de difusión. En estos días, después de la floja gestión en el Senado, editorialistas y cronistas de toda laya se sucedieron para regañar a legisladores de la “contra”. Hay que ganar o ganar.

Como también se ve en los estadios al terminar un primer tiempo aciago, los jugadores se recriminan entre sí. El senador radical Gerardo Morales imantó críticas: Elisa Carrió, Felipe Solá, incluso su correligionario Oscar Aguad, aunque en círculos más limitados. A Morales, aducen sus fiscales, se le escapó la tortuga. En paralelo, los radicales fustigaron a los peronistas federales, al fin y al cabo los desertores (tortugas o liebres) provienen del campo de los compañeros: Carlos Menem, Carlos Verna, ahora Roxana Latorre.

Las desconfianzas históricas reviven, en tanto previsiones futuras inducen a muchos a evitar diatribas contra Latorre o contra la senadora rionegrina María José Bongiorno. No sea cuestión de perderlas para siempre. Carrió y Luis Juez, que sólo juegan para la tribuna y no para acrecentar su espacio parlamentario, se permitieron acusarlas de faltas graves, sin molestarse en aportar pruebas.

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En el establishment hay un reclamo y un objetivo único, “terminar con los Kirchner”, como repite en eco el ex presidente Eduardo Duhalde.

Los políticos con virtualidad electoral tienen intereses adicionales, entre ellos prevalecer en otro juego: el de la silla (o del sillón de Rivadavia) que disputan todos contra todos. No son un equipo, o no lo son todo el tiempo: son condóminos que aspiran a quedarse con la mayor tajada del patrimonio común.

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Es difícil negar que el oficialismo perdió en junio, las elecciones son gobiernocéntricas. Pero es impreciso el perfil del ganador. Hubo varios, en distintos territorios. Ninguno quedó con la hegemonía, como gran favorito para el 2011. En 1987 y 2001, el peronismo se ganó esa pole position contra Raúl Alfonsín y Fernando de la Rúa. La Alianza construyó en 1997 el desplazamiento de Carlos Menem, concretado en 1999.

En el cuadro fragmentario actual, el éxito compartido acicateó la competencia. Había varios dirigentes con ambiciones presidenciales antes, proliferaron después: entre ellos Francisco de Narváez y Fernando Solanas, en sitios diversos del espectro ideológico.

Todos caracterizan al kirchnerismo como el rival ideal en la doble vuelta. Esa certidumbre aviva las ambiciones, lo que es divisivo.

Desde la tribuna alertan: “la oposición” es una.

Pero la competencia electoral, sal y pimienta de la democracia, es una motivación compartida por todos los participantes.

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Carrió, Duhalde y Felipe Solá son quienes más entusiasman a la platea mediática, son intransigentes, proponen siempre negro contra blanco. Nada casual, su itinerario a la Casa de Gobierno, si persisten las actuales coordenadas políticas y económicas, parece muy empinado.

Los radicales, en cambio, vacilan más en sus tácticas. A su interior ocurrió un fenómeno inesperado: surgieron rivales para el vicepresidente Julio Cobos. En julio su imagen pública, su sitial y el resultado del comicio en Mendoza hacían fulgurar alta su estrella. Cobos se ingenió para surfear desde su insoportable lugar institucional durante casi dos años. Ahora, de cuando en cuando, se cae. Eventualmente porque lo soplan sus hipotéticos aliados. En el radicalismo siempre se coqueteó con la perspectiva de suplirlo por alguien más confiable, “del palo”, de aquellos que bancaron la noche y la malaria entre el 2001 y la resurrección con las retenciones móviles. Ahora, hay encuestas que incentivan ese optimismo, que se ramifica en planes “A” y “B”. Si germinan otras flores (Ricardo Alfonsín está entre los más mencionados y los más convencidos), podría suplirse a Cobos sin resignar competitividad. O, de no plasmarse esa hipótesis voluntarista, imponerle condiciones. Condiciones old fashion, de los buenos tiempos en que había fuertes partidos políticos: programas, proyectos, elencos de colaboradores.

El mendocino es un francotirador, un recién llegado, flirtea con otras tribus opositoras. Hasta especuló con una alianza electoral con De Narváez. Para otros protagonistas ese sería un punto de no retorno: “Estamos dispuestos a sumar peronistas al Gobierno, jamás a nuestra oferta electoral”, comentan dirigentes cercanos al senador Ernesto Sanz. El presidente del partido comandó anteayer la redacción de un documento que pone en caja a Cobos y marca creciente distancia con la “mesiánica” Carrió. Traduce el sentido común de las primeras líneas radicales: no hay confluencia posible con Lilita en el horizonte. Pero Carrió es, para un sector exigente de la tribuna, una batalladora con garra, una cultora del “cueste lo que cueste”.

Los radicales dirimen una interna silente, el juego que mejor saben y más les gusta. Al unísono, miran con recelo a los peronistas disidentes. Cobos, explican en voz baja, es un tapón a virtuales fantasías destituyentes de “los federales”. El kirchnerismo cree que existe ese proyecto, también los radicales que acusan al duhaldismo de la caída de Fernando de la Rúa, minimizando las responsabilidades propias. Los senadores radicales obturaron la tentativa justicialista de colocar al salteño Juan Carlos Romero como segundo en la línea sucesoria, desplazando a José Pampuro. Alegan haberlo hecho como aporte a la gobernabilidad, pero también los motivó el resquemor de que Romero le serrucharía el piso a Cobos.

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La rabia y el descontrol priman entre los peronistas federales. “Acá no conduce nadie” es un slogan repetido. Roxana Latorre puso el dedo en la llaga cuando dijo que no aceptaba ser conducida por Carrió; ir a su zaga o a la de los radicales saca de quicio a los compañeros. La falta de un referente claro horizontaliza demasiado, francotiradores astutos articulan negociaciones alternativas con oficialismo y oposición. El partido, suponen varios, no se resuelve esta noche. Y, si se resolviera, no está claro el ganador al cual plegarse. Carlos Reutemann, el desangelado, se desentusiasma y expresa por una vez un sentimiento extendido.

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Ganar o ganar es, en la cancha, sinónimo de ganar como sea. El archipiélago opositor desmerece su discurso consensualista de meses atrás: a saquear las comisiones del Senado, juicio militar a Mercedes Marcó del Pont, oposición automática a todas las medidas del Gobierno. Hay silencio, aquiescencia, desde los poderes reales.

Algunas abstenciones, la del empresariado para acompañar al Fondo de Desendeudamiento, sólo se comprenden en función de su antagonismo con el oficialismo pero chocan a cualquier racionalidad instrumental.

Los políticos, otra vez, están enardecidos pero consideran otras variables. Perciben que sus inconsecuencias, la pugna permanente, el palabrerío interminable en los medios mellan su imagen. Ninguno deja pasar una supuesta defección del otro. Cobos pagó cara una nimiedad, un voto irrelevante respecto de la destitución de Martín Redrado.

La oposición incurre en errores notables, goles en contra, se pone sola en off side. Consuelo temporario, el oficialismo también mete la pata una y otra vez en operaciones aparentemente sencillas. Nadie le ha tomado la mano al nuevo esquema de poder y la obcecación compartida de buscar el suma cero arroja resultados magros.

Se soslayan algunas razones sensatas, hasta obvias en otros sistemas políticos. En la revista El estadista, de patentes simpatías con el radicalismo, el sociólogo Alejandro Bonvecchi advierte que es poco sensato limitar tanto los decretos de necesidad y urgencia, siendo que el próximo oficialismo gobernará sin Congreso propio y necesitará la herramienta. Es la lógica sistémica de la alternancia o, si se quiere, una traducción contemporánea del teorema de Baglini.

En un contexto enardecido y con los puentes quebrados nadie se percata de que a veces hay que parar la pelota, hay que tocar hacia atrás, aunque los plateístas bramen. El cotejo se sigue jugando, el conjunto opositor no ha mejorado sus desempeños, ni hay un crack que colme los deseos de la tribuna. Del otro lado, un equipo que no atraviesa su mejor momento, que comete abundantes errores tácticos pero que tiene un capitán-caudillo en la cancha y más mística de la que imaginaban sus rivales.

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