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El país|Miércoles, 26 de mayo de 2010
El centro de la ciudad se vio desbordado por una multitud que quiso participar del festejo

“Acá el espectáculo es ver a la gente”

Centenares de miles de personas colmaron la avenida 9 de Julio y alrededores. La posibilidad de viajar gratis estimuló la concurrencia. Picnics sobre la 9 de Julio, colas para comer y algunos chicos perdidos.

Por Emilio Ruchansky
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Las columnas de gente llegaban desde Constitución y por la Avenida de Mayo. El tránsito colapsó.

Hernán Marquestó maneja entre la multitud que camina por la Avenida de Mayo armado de una paciencia insondable. En medio de los actos del Bicentenario, el joven trae y lleva mercadería para distintos eventos oficiales en la ciudad de Buenos Aires. No va en auto ni en moto ni en bicicleta. Anda en un carrito de golf verde, que rara vez logra aventajar en velocidad al público. “Es lo más cómodo que hay para pasar entre la gente”, dice al doblar por Sáenz Peña y sumarse a una cola de autos. Más de un chico mira el carrito con ganas de colgarse y otros piden a sus padres que les saquen una foto. Marquestó tranquiliza a los organizadores que insisten por handy para que se apure. El centro es una gran peatonal.

Desde el Congreso hasta la avenida 9 de Julio hay un tránsito humano tan incesante que ni siquiera las palomas se atreven a descender al asfalto y prefieren observar la escena apostadas en balcones y glorietas. En vano una vecina las tienta tirando copos de maíz, mientras camina apoyada en su bastón. Algunas familias aprovechan para merendar sobre los bancos de cemento en la vereda y admiran la fachada de los edificios de esta antigua avenida. Para otros, todo amerita una foto. Hasta un carro de bomberos estacionado frente al Bar Iberia, que en tiempos de la Guerra Civil Española fue un punto de encuentro de los republicanos.

Frente al Iberia, a metros del suntuoso restaurante Plaza Asturias, donde otrora se juntaban los franquistas, una joven militante del Partido Obrero intercepta al público para publicitar “el diario de los trabajadores”. Dos paisanos la escuchan sin meter bocado. Ella les habla de los medios de prensa burgueses y de la lucha proletaria, de la importancia de informarse y la injusticia estructural del capitalismo. Los invita, previa colaboración, a que lean la publicación. Ellos asienten con la cabeza todo lo que dice esta bella mujer pelirroja, sueltan dos pesos y se quedan con las ganas. “¿Por qué no le pediste que se saque una foto con nosotros?”, le dice uno al otro.

Al llegar al escenario montado sobre los cruces de la 9 de Julio y la Avenida de Mayo, la multitud aminora el paso. Hay congestión y fastidio. “¡Pará un poquito!”, grita uno. “¡Atate los cordones!”, le exige una madre a su hijo. Para avanzar, padres y madres levantan en andas a sus niños, al igual que los fumadores con sus cigarrillos. Entre el público priman el respeto y las disculpas reiteradas, excepto por las promotoras del helado artesanal, de impecable uniforme blanco, que esquivan las miradas galantes y chistan ante los piropos fuera de lugar.

Faltan dos horas para que comience el Gran Desfile del Bicentenario a cargo del grupo Fuerza Bruta, pero la gente ya está amontonada tras las vallas paralelas a la 9 de Julio, mientras miles de personas se pasean por esa especie de sambódromo sobre la avenida más ancha del mundo. Daniel y Yésica, una pareja que acaba de llegar desde la localidad de Campana con sus hijos, aguardan detrás de la valla. ¿No se aburren los chicos?, pregunta este cronista. “No, para nada. Ni ellos ni nosotros vimos tanta gente junta en toda nuestra vida. Acá el espectáculo es ver a la gente”, dice Yésica. Y es cierto, lo que más fotografía la gente es la multitud de la que forma parte.

Camino al Obelisco, se distinguen las pecheras naranjas, inmóviles, de los agentes de la Policía Federal. Están enredados en medio de un debate. “Falta que el jefe nos diga cómo hacemos para liberar la calle antes del desfile, esto está desbordado”, dice un oficial. Su superior discute a los gritos por handy y pide refuerzos para custodiar las vallas. Sin embargo, la gente obedece de buena manera las instrucciones de una locutora para que “de a poco”, “paulatinamente”, sea despejada el área y la multitud se acomode detrás de las vallas.

En la carpa de la Cruz Roja, dos jóvenes voluntarios le toman la presión al público, mientras una chica reposa horizontalmente con su talón lastimado y una señora, que vomitó en una bolsa de plástico, es derivada a la ambulancia para que la vea una médica. “No es raro que pase esto, la gente está todo el día parada, bajo el sol, comiendo”, dice Sebastián, un coordinador de la Cruz Roja. Y agrega: “Hubo mujeres embarazadas que tuvieron contracciones, desmayos, hubo gente aplastada o lastimada porque no vio el cordón de la vereda, o con infartos, ataques de pánico. Pasó todo lo que vimos en los manuales de medicina. Hay dos millones de personas dando vueltas hoy, esto es un mundo aparte”.

A los costados, se ve el humo de las parrillas, familias enteras haciendo picnic sobre las desfiguradas plazoletas de la avenida y las bandejas con gaseosas de los vendedores ambulantes. Para no perderse, la gente anda de la mano, abrazada a sus afectos o con los brazos sobre los hombros de sus familiares, como haciendo el baile del “trencito”. El punto de encuentro para personas que se perdieron está detrás del escenario, sobre una de las plazas que rodean al Obelisco porteño.

“Ese chico llora porque tiene miedo de que su mamá le pegue cuando lo encuentre”, dice un encargado de alimentar a los chicos perdidos. Una colega de él cuenta sorprendida que cuando llaman a los padres por celular, algunos contestan: “Voy en un rato, estoy viendo un show, no me lo quiero perder”. La misma mujer se encarga de separar niños perdidos de los padres que perdieron a sus hijos en la multitud. Un fotógrafo registra esos pequeños de ojos llorosos, para que esa imagen sea trasmitida en pantalla gigante y así poder devolverlos al calor de la multitud.

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