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El país|Lunes, 31 de mayo de 2010
Opinión

El día de la escarapela

Por Eduardo Aliverti

¿Cómo se le llama a que un razonamiento pase primero por las eventuales consecuencias de un hecho y no por sus causas? En efecto: disparate.

Pues ocurrió que, no inocentemente, la mayoría de los análisis publicados y escuchados en los medios masivos, respecto de la impresionante participación popular en los festejos del Bicentenario, se centró en cuál podría ser su aprovechamiento político. ¿Sacará ganancia el Gobierno? ¿No hay una tajada que le corresponde a Macri, siendo que la reapertura del Colón también estuvo buena? ¿Acaso el resultado es neutro, porque falta más de un año para las elecciones? ¿No será que esta positiva emoción popular retornará al incordio si a Argentina le va mal en el Mundial? A esta serie y tipo de estupideces hay que agregar otras varias, que en principio pueden parecer de diferente tenor para, finalmente, responder al mismo origen. Por ejemplo, los cálculos en torno de la cantidad de asistentes. Que cientos de miles, que un millón, que dos millones, que seis millones si se suman los cuatro días, que si en la Plaza de Mayo entran 75 mil personas a cuatro apretadas por metro cuadrado tendrían que haberse amuchado en 75 manzanas para llegar recién a un millón 200 mil. Increíble. Una de las manifestaciones populares más impactantes de la historia argentina; y un coro de tontos, o algunos tontos en particular, sacando cuentas de exactitudes numéricas como si eso modificara el centro de la cuestión. Más luego, la conclusión de que esto fue, centralmente, una lección de la ciudadanía hacia “los políticos”. La gente demostró que quiere concordia, patriotismo, amabilidad, se leyó y escuchó hasta el hartazgo. Que “los políticos” aprendan de “la gente”, es el mensaje de una manga de cínicos que llegan como mucho hasta ahí en el (falso) escudriñamiento de las causas. ¿Quiénes organizaron lo que pasó, o lo que convocó? ¿Fuerza Bruta? ¿Un régisseur del Colón? ¿Fito Páez? ¿Ricardo Fort? ¿O fueron “los políticos” que se llaman Cristina Fernández, Mauricio Macri, secretarías de Cultura comandadas por “políticos”, presupuestos públicos que administran “políticos”?

Es notable que se persista en ese discurso berreta, pero de ninguna manera es asombroso. En primer lugar, porque denostar a la política es un elemento clave para el objeto de que en el imaginario colectivo se construya su reemplazo por “gerentes”. Nada novedoso: es la bajada de línea que estuvo a sus anchas durante el menemato y que, por cierto, alcanzó un éxito estimable. El retiro del Estado como articulador de las necesidades públicas, la entronización de lo privado como única eficiencia alcanzable. Cuanto más se consiga que la sociedad denigre a la política, más conquistará la derecha que sea menor el espacio dedicado a cuestionar a sus grandes patronales, a los formadores de precios, a la corrupción privada. La masividad que acompañó al Bicentenario fue una gran derrota de ese discurso, porque quedó claro que la vocación patriótica, tan resaltada por los comunicadores del establishment para despolitizar su contenido, expresó lo imperioso de un Estado fuerte que la viabilice. Y atado con eso, y como bien lo resaltaron algunas opiniones que no circularon por los grandes medios, se manifestó el divorcio entre la propagandizada “crispación” social y la alegría popular. El semiólogo Raúl Barreiros (en Página/12, el jueves pasado) lo caracterizó con una precisión envidiable: la gente le puso freno al voyeurismo, y dijo vamos allá afuera a ver qué pasa. Y lo que pasó, con objetividad, es que la prédica mediática por minimizar o regañar al acontecimiento se fue al carajo. La vergüenza de que Cristina no fuera al Colón, el pésimo ejemplo frente al mundo, la demostración de que la clase dirigente argentina no aprende más. La verdad es que a uno le sale una formulación maradoniana y habrá de evitarla para mantener la compostura, pero cómo no decir que el pueblo se hizo encima de ese amedrentamiento mediático. En lugar de que se lo relaten salió a la calle a ver qué pasaba, efectivamente, y se encontró a sí mismo en todas sus variantes. Podrá no tener mucho sentido, entre otras cosas porque es in-medible, determinar los grados de apoyo y oposición al Gobierno que se escondían entre semejante multitud. Sin embargo, salvo si se cree que esa cantidad de gente hubo de concentrarse sólo para ver recitales gratis y picar comidas regionales, de mínima aparece como verosímil que había ahí muchos, muchísimos, de quienes desde el conflicto con “el campo” –por vía del discurso hegemónico transmitido por los medios– se sentían en minoría. Y aun cuando no fuere así, es definitivamente veraz que toda esa gente venció a la mala onda, al todo negativo, a la esparcida edificación de que el país está atado con alambre. Quien haya prestado atención al modo narrativo de las coberturas periodísticas de los festejos, en cualesquiera de sus instancias, tiene que haberse dado cuenta de la falta de entusiasmo que los embargaba. Les costaba horrores admitir su sorpresa y al cabo, como resignada o hidalgamente lo hicieron casi todas las figuras opositoras, no les quedó más que la aceptación de un éxito que jamás quisieron ni previeron. Pasado ese momento, esos medios se refugiaron en calcular consecuencias porque las causas les resultan insoportables.

Noches pasadas charlábamos al aire con dos colegas acerca de cómo habrá de titularse, dentro de varios años, lo que pasó en estos días. De modo un tanto estentóreo, lo cotejábamos con el 17 de octubre del ’45 sólo por aquello de que toda la prensa respondía al interés oligárquico y, sin embargo, el pueblo cruzó la frontera, se lavó las patas en la fuente y dio vuelta la historia. Se nos ocurrió, entonces, que un título posible bien podría ser “Otros días en que la gente les ganó a los medios”. No es una visión romántica de los comportamientos populares porque, si es por eso, los argentinos tenemos en el ropero algunos muertos muy considerables, como el Mundial del ’78 o la guerra de Malvinas. Pero otras veces las masas aciertan, porque la realidad es dialéctica. En todo caso, para que el título imaginado mute de posible a probable es necesario tomar conciencia de que hay que construirlo sin descanso.

Posdata muy personalizada: cualquiera que haya recorrido y asimilado como se debe el centro festejante del Bicentenario, no puede menos que haberse conmovido por la extraordinaria participación adolescente. Participación, no acumulación fiestera. Pibes de 15, 16, 17 años, prendidos en discusiones políticas, en cánticos políticos, en referencias ideológicas. Se aflojaron las piernas cuando a minutos de las 12 del 25 estaban Los Olimareños, en el escenario del Obelisco, cantando la “Milonga del Fusilado” y “Gallo Negro Gallo Rojo”, y la multitud de gente joven, muy joven, los coreaba. Será de setentista melanco, pero se me aflojaron las piernas. Algo volvió. O algo nunca se fue del todo. Ojo. Andaremos lejos de poder decir que estamos ganando. Pero también andamos lejos de estar hechos mierda.

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