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El país|Lunes, 21 de junio de 2010
Opinión

Un nuevo contrato verbal

Por Diego Tatián *

Una de las mayores contribuciones al debate político argentino reciente se produjo con la recuperación del concepto de populismo como categoría compleja en la obra de Ernesto Laclau, cuyo más importante efecto ha sido desarticular la equivalencia entre populismo y autoritarismo naturalizada durante décadas en la discusión pública, intelectual y académica, y permitir ver que el peligro autoritario en América latina despunta hoy desde otra parte y anida antes que en ningún otro lado en lo que impondría una restauración conservadora y en las formas reaccionarias de oposición a gobiernos democráticos que sostienen en el presente un conjunto de procesos simbólicos, económicos y sociales novedosos y de fuerte impacto cultural –aunque de manera compleja, no sin retrocesos, desorientaciones y alianzas contra natura o incluso execrables–.

En diversas publicaciones y entrevistas, el mismo Laclau recomienda al kirchnerismo la necesidad de mostrar que la sociedad está partida en dos, que la división recorre el cuerpo social, y producir consignas dicotómicas (como lo fueron “Braden o Perón”, “liberación o dependencia”, “patria o colonia”...) cristalizadas en inequívocas simbologías de orientación en el imaginario colectivo, y precipitar así alineamientos que permitan la demarcación clara, el trazado de una frontera interna como condición para la constitución de un campo popular nítidamente enfrentado a otro campo –a un exterior que sería, por tanto, antipopular–. Se trata de una estrategia eficaz en una coyuntura electoral, pero cuya adopción en el debate político-cultural implica la reducción de ese debate mismo a su forma menos noble y más elemental.

La traslación inmediata de una estrategia así concebida a la discusión intelectual (cosa que no se halla implícita en la obra de Laclau) puede tener efectos empobrecedores y es uno de los riesgos que aloja una absorción de la contienda política en el tiempo y el léxico mediáticos, que han radicalizado la acepción unidimensional y la dicotomía en el juego de las ideas y los significados. Frente a este registro del debate se vuelve necesario un nuevo contrato verbal, más hospitalario, capaz de producir y preservar un pensamiento diferido en relación con esa guerra mediática, que lo devoraría todo si el lenguaje no toma sus recaudos frente a ella.

Esto no implica abandonar la formulación de convicciones, ni la polémica cuando es necesaria (y casi todo el tiempo lo es), ni la defensa explícita de medidas de gobierno cuando resultan justas, ni al gobierno mismo cuando se ve amenazado por poderes mayores que él, y a los que no es posible enfrentar sin una red de contención popular, material, simbólica, intelectual. En efecto, la voluntad de una sociedad menos desigual presupone enfrentar poderes cuyos portadores no son precisamente angelitos que apenas “piensan distinto”.

La política es conflicto y el conflicto, cuando encuentra su institución política, no es guerra ni anarquía sino la vida misma de la república en cuanto forma de irrupción de derechos nuevos y autoinstitución ininterrumpida de los –nunca definitivamente– conquistados antes. Esa conquista de derechos, además, puede tener por sujeto al Estado mismo. La república es un hecho de lenguaje, una deliberación común, pero también lo que se nutre de huelgas, cortes de ruta, tomas de universidades, manifestaciones populares, es decir la vida republicana se constituye de capas conflictivas de distinto orden, simbólico, lingüístico, material. Republicano es también el ejercicio del poder público orientado a revertir la desigualdad (económica, cultural, social, educativa...), sin por ello atentar contra sus propias instituciones. En su acepción más interesante y más estable, república no equivale a Estado de derecho, lo incluye pero es un concepto más amplio y por ello lo desborda, lo renueva y lo perfecciona. Concebida de ese modo, la Argentina no adolece de una falta de república, ni sus instituciones están amenazadas; antes bien estamos muy cerca de una existencia republicana viva, recuperada de la mísera acepción que recurre a ella como puro obstáculo de cualquier transformación. Pocas veces antes la deliberación pública ha sido tanta y el interés colectivo en los asuntos comunes tan manifiesto.

Aunque no puede prescindir de ella, la construcción de una democracia republicana nunca se reduce a una coyuntura electoral; asume la vida social como un sistema de conflictos inconmensurables y no como conflicto único, ni como reducción de toda esa diversidad a una presunta matriz fundamental del conflicto que determinaría a todos los otros “en última instancia”. Resulta más acorde con los hechos la noción de democracia como “pluralidad irrepresentable”; la idea de un litigio continuo, complejo y diverso que no condena a nadie –como modo de saldar una discusión– a ser “gorila”, “antipopular”, “antipatria” o “enemigo del pueblo” –categorías que no sirven para pensar ni para discutir, y más bien denotan una pereza o una captura del lenguaje por un código de muerte.

Una autoexigencia en la argumentación en este sentido debería resistir la tentación de ese catálogo binario, por más que siga siendo eficaz desde un punto de vista pragmático, y más bien reclama un contrato intelectual diferente, capaz de sustraerse de las dicotomías mediáticas y como resistencia al habla que acuñan las rutinas comunicativas y de opinión, asumiendo un tiempo y un lenguaje desviados de la realidad inmediata, sin dejar de hacer de ella su propio objeto de trabajo.

La contienda de lenguaje que es esencial a la vida democrática pasa en buena medida por los medios de comunicación, pero es necesario que no se reduzca a ellos para preservar el lugar de lenguajes antiperiodísticos en la conversación pública –capaces asimismo de llevar a cabo una reflexión más vasta del estatuto que adopta el “idioma de los argentinos” en este Bicentenario–. Los ámbitos de argumentación política requieren una extrema probidad y una autoexigencia de otro orden por quienes son requeridos para hacer circular ideas y convocados para aprehender el sentido de lo que ocurre.

Ante todo, entiendo por autoexigencia en la argumentación una disposición al reconocimiento. La interlocución intelectual sobre la materia siempre enigmática y esquiva de los procesos colectivos presupone tomar en serio las mejores versiones de quienes creen otra cosa, y confrontarse con ellas. Beatriz Sarlo, Claudia Hilb, Vicente Palermo, Alcira Argumedo, Norma Giarracca, Roberto Gargarella, Hilda Sábato o Maristella Svampa, por hacer sólo algunas menciones, requieren ser escuchados y leídos con cuidado. El reconocimiento es un modo de la justicia que evita el desconocimiento, sea en el sentido de “ignorancia” o “desdén”; que resguarda de la dicotomía un trabajo reflexivo con las palabras, cuyo cometido no es sólo proporcionar el relato interpretativo de la experiencia histórica presente, sino que asimismo incorpora en ese trabajo una atención hacia los significados y las palabras que lo ponen en cuestión. Del orden del reconocimiento es por ejemplo el gesto, complejo en más de un sentido, de designar con el nombre de Ezequiel Martínez Estrada a una sala de la Biblioteca Nacional.

La disposición a discutir con otros pone especial atención en no sucumbir a la ironía cómoda, a la descalificación, al improperio o a una retórica autocomplaciente y autorreferencial –aunque hacerlo sea fácil o la tentación sea mucha, precisamente por ello–. Más necesario resulta sostener el esfuerzo para detectar los peligros que se alojan en el discurso propio, las puras repeticiones irreflexivas o inconscientes, los elementos retóricos que bloquean la comprensión o provocan el autoengaño.

La “batalla cultural” que es necesario librar no debería ser concebida como un aparato justificatorio de todo lo que hace el Gobierno, ni guardar silencios por considerar que el trabajo de la crítica es inconveniente o inoportuno. Su contribución puede ser mayor si no oculta la incomodidad frente a hechos que son propios de la política; también si mantiene una relación tensa con el propio legado y con la herencia de conceptos de la que se vale.

* Profesor de Filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba.

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