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El país|Martes, 6 de julio de 2010
Fermín Rivera, testigo en el juicio por la Unidad Penitenciaria 1

“Es una cuenta pendiente”

Ex preso político durante una década, Rivera hizo la denuncia que inició la causa hace ya 34 años. Relata la historia sobre la conformación de un verdadero campo de concentración y de exterminio.

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Fermín Rivera (a la derecha) se abraza con un ex compañero de cautiverio durante la dictadura.

Treinta y un presos políticos de la Unidad Penitenciaria 1 de Córdoba fueron fusilados por militares del III Cuerpo de Ejército entre abril y octubre de 1976, cuando la cárcel se transformó en campo de exterminio. Fermín Rivera escuchó en cautiverio la promesa del general Sasiaíñ de ejecutarlos “lentamente”, vio morir a varios compañeros y denunció los crímenes en plena dictadura. El viernes, con Videla y Menéndez en el banquillo, comenzó el juicio por el que peleó durante 34 años. “Relatar el asesinato de entrañables amigos es terrible, doloroso, pero es una cuenta pendiente con mis compañeros y con la historia”, dice. Ex preso político durante una década, Rivera repasa la historia de quienes encubrieron delitos de lesa humanidad, advierte que “vamos a luchar por verdad y justicia hasta que alcance a todos los responsables”.

–Empezó el juicio por los fusilamientos de sus compañeros y usted hizo la denuncia original.

–Hace 34 años que hice la primera denuncia y ha habido cantidad de frustraciones. La primera fue en la cárcel de Sierra Chica en octubre de 1976 con el juez de Bell Ville, Eudoro Vázquez Cuestas. Yo estaba hemipléjico. Le relaté las golpizas, el aislamiento, los fusilamientos, y respondió que no tenía jurisdicción pero que debía informar de mi denuncia a las autoridades militares. Era una amenaza velada. Seguí denunciando sin que nadie me escuchara hasta enero de 1983, cuando por una medida de fuerza de los presos me entrevistó un juez de Rawson y se empezó a instruir la causa. La Justicia llega después de 34 años.

–¿Cuándo cayó usted?

–El 27 de agosto de 1974, a la semana de la toma de la fábrica de explosivos de Villa María. Andaba recogiendo las armas después de la retirada y me detuvo la Policía Federal. En La Carlota me torturaron 24 horas para sacarme información de dónde iba a llevar las armas. Me siguen torturando en Río Cuarto y me llevan a la cárcel. Ahí empiezo a recuperarme de las lesiones, aunque todavía tengo secuelas. Un juez me dicta la preventiva y a fines de 1974 llego a la penitenciaría de Córdoba.

–¿Cómo era el trato?

–La relación con las autoridades penitenciarias era muy buena. Eramos doce presos políticos. Recibíamos tres visitas por semana, 18 horas en total, más una visita privada. Podíamos trabajar, hacíamos artesanías que nos permitían autogestionarnos, nos daban comida para cocinar, estudiábamos, teníamos radio y televisión. Puede decirse que se respetaban los derechos humanos, al menos de los presos políticos.

–¿El cambio fue después del golpe?

–En diciembre de 1975. Ahí requisa la Policía Federal y nos secuestran todo: cuadernos, libros, lápices, radios. Sólo permiten una visita semanal cortita. Y el 24 de marzo la cárcel se convierte en un campo de concentración y exterminio: nos aíslan, cierran puertas y ventanas, nos dejan con lo puesto. Fueron seis meses sin bañarnos, sin afeitarnos, haciendo las necesidades en celdas colectivas, diecisiete en la mía. Tuvimos que abrir un hueco en la pared para tirar el orín y las heces al patio. A los que sobrevivimos nos trasladaron a Sierra Chica el 30 de septiembre. En mi caso con hemiplejia por los golpes.

–¿Golpes a cargo de militares?

–Sí, a partir del 24 de marzo hay golpizas cotidianas. El general (Juan Bautista) Sasiaíñ nos dijo: “Están todos condenados a muerte, pero no se hagan ilusiones: van a morir lentamente, de uno en uno”. Se fue y empezaron a golpearnos, todos los días, hasta dejarnos sin conocimiento, ensangrentados, sin enfermería ni nada. Cuando llegamos a Sierra Chica los guardias vomitaban del olor que teníamos. Tuvieron que darnos hasta calzoncillos y medias porque la ropa que llevábamos, hilos de frazada cosidos con agujas de hueso, no servía para nada.

–¿Qué fue de los guardiacárceles?

–Los militares tomaron la cárcel y se hicieron cargo de los presos especiales. Los guardiacárceles sólo abrían los candados. La relación previa con ellos y con los presos comunes permitió que todo se conociera en el exterior de la cárcel a medida que sucedía. La primera consigna que nos propusimos a partir del golpe fue sobrevivir. La segunda, hacer conocer lo que pasara, se consiguió por la solidaridad de guardias y presos comunes. Durante seis meses pudimos sacar todos los días relatos pormenorizados escritos en papel higiénico. Nuestras familias no podían recurrir a diarios y canales, pero lo mandaban al exterior, donde se armó un movimiento de solidaridad que derivó en visitas de Amnesty, la Cruz Roja y otras organizaciones. Eso fue vital para sobrevivir.

–¿Cómo fue enterarse de que los sacaban para fusilarlos?

–A partir de la visita de Sasiaíñ nos preparamos para lo peor, aunque quedaba la secreta esperanza de que algo extramuros nos salvara. Cuando sacaron al primer grupo de compañeros dijeron “despídanse porque no vuelven”. Al otro día nos enteramos de que habían sido fusilados y supimos que de un momento a otro nos tocaba. La de San Martín es una cárcel enorme, con bullicio permanente, pero cuando sentíamos las pisadas de los militares se producía un silencio aterrador. Sacaban a uno u otro, en el pasillo le ponían capucha, mordaza, y se preocupaban por decir “salen para no volver”. La intención era recordarnos que nos iban a matar, a tal punto que a uno de los hermanos De Breuil lo hicieron ver el fusilamiento de su hermano y lo devolvieron a la cárcel para que lo contara.

–¿Los llevaban a otros campos de concentración?

–En general, no. Lo que hicieron hasta 1982, cada vez que alguien del Ejecutivo visitaba el Tercer Cuerpo, fue seleccionar a unos treinta presos de distintas cárceles y llevarnos a La Perla o a La Rivera como rehenes, por si había un atentado. Tenían una tabla de conversión: si moría un oficial superior nos mataban a todos; si era oficial jefe, a veinte; subalterno, a quince; suboficial, a diez; y si era soldado, a cinco.

–¿Cuántos presos políticos hubo en la UP1?

–Al momento del golpe éramos ciento veinte en dos pabellones. Para fin de septiembre había otros dos pabellones repletos, unos doscientos más. La política de exterminio estaba dirigida a los presos anteriores al golpe, tenían la certeza de que habíamos participado en hechos armados.

–¿Recuerda cuántas veces declaró en 34 años?

–Muchísimas, recuerdo las más importantes. La primera, ante el juez penal de Olavarría después de llegar a Sierra Chica. Lo único que le interesó fue que las lesiones eran previas al traslado, del resto no escribió nada. Después Vázquez Cuesta, otro juez en Caseros, el de Rawson que inició el sumario y, ya en libertad, ante el juez federal de Córdoba. Cuando se empezó a instruir la causa aparecieron las leyes de punto final y obediencia debida. Muchos de los que se insurreccionaron con (Ernesto “Nabo”) Barreiro están ahora como imputados.

–¿Qué sintió al ver ante un tribunal a los asesinos de sus compañeros?

–No se puede describir la sensación. A todos los compañeros que mataron los conocí profundamente y cada denuncia fue para que no quedaran impunes. Sentí como que descargaba un peso enorme, un gran alivio, aunque la felicidad nunca es completa. Sabemos –y ellos saben– que no fueron los únicos (ejecutores) sino los más notorios.

–¿Tendrá un significado especial declarar frente a Videla?

–Si fuera por mí trataría de evitar declarar porque cada vez que uno habla de estas cosas reabre heridas. Relatar el asesinato de entrañables amigos es terrible, doloroso, pero es una cuenta pendiente con mis compañeros y con la historia. Si sobrevivimos fue para esto, para que no se repita esta barbarie y esta locura genocida.

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