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El país|Lunes, 19 de julio de 2010
Identificaron y entregaron a sus familiares los restos de Wenceslao Araujo, desaparecido desde 1978

“Que aparezcan muchos Wences más”

Los restos del militante social identificado por el Equipo Argentino de Antropología Forense fueron velados el viernes pasado y trasladados hasta el panteón Memoria, Verdad y Justicia del cementerio de Lanús. El recuerdo de sus familiares y compañeros.

Por Adrián Pérez
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Cristina Montiel y Marina, la mujer y la hija de Wenceslao Araujo.

No bien el umbral de la humilde casa queda atrás, una fotografía en blanco y negro reconoce con nombre y apellido la urna rodeada de flores blancas. Luego de una serie de pericias que determinaron su identidad, el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) entregó la semana pasada los restos de Wenceslao Araujo a sus familiares, detenido y desaparecido desde el 26 de marzo de 1978, durante la dictadura militar. En la intimidad de su hogar en Villa Jardín, Lanús, Cristina Montiel conversó con Página/12 sobre la última noche que vio con vida a su compañero y el calvario que vivió hasta encontrar sus restos, que este viernes fueron velados y posteriormente trasladados hasta el panteón Memoria, Verdad y Justicia del cementerio de Lanús; donde se encuentran otras víctimas del terrorismo de Estado de ese partido, identificadas por los antropólogos. El padre, su hija menor y compañeros de militancia también dieron testimonio y describieron el espíritu de un hombre que trabajó para mejorar las condiciones de salud, vivienda y educación en los barrios del Sur bonaerense.

En la madrugada del 3 de febrero de 1978, Cristina Montiel descansaba junto a Wenceslao Araujo en una casilla ubicada en Villa Santa Marta, en Lomas de Zamora. Los ladridos de los perros quebraron el silencio de una calurosa noche de verano para advertirle que algo no andaba bien en el barrio, que había movimientos extraños en la calle. “Wence dormía y yo estaba sentada en el borde de la cama, dándole el pecho a Marina, cuando de pronto escuché movimientos afuera que se acercaban cada vez más a la puerta”, relata la mujer, con emoción. “Esos hombres comenzaron a pedirle que saliera y a llamarlo Rafael, el apodo con el que era conocido por sus compañeros de militancia.”

–¿Qué hago? –le pregunté.

–Salí –me respondió.

Entonces, Cristina saltó de la cama y tomó a Anabella de tres años, a Ernesto de un año y medio y a Marina de veinte días. Cuando salió a la calle, un reflector la encandiló sin que pudiera reconocer a los hombres que cubrían la entrada de la casa de dos ambientes. Los ruidos de las balas que picaban sobre el techo y el estruendo de explosiones en el patio de la casilla de madera asustaron a los chicos. “Me dijeron que me sentara en el cordón de la vereda, donde me encontré con ‘Hueso’, mi concuñado”, cuenta la mujer. Y resalta que fue entonces cuando ellos “se volvieron locos”, porque notaron que Wenceslao no salía de la casa. “Evidentemente, mientras yo salía él aprovechó para fugarse por los fondos del terreno.”

Como no encontraron a quien buscaban, el grupo de tareas, que respondía a las órdenes de Guillermo Suárez Mason, trasladó a la mujer a una comisaría de Banfield, donde estuvo detenida cinco días junto a sus tres hijos. “Les pedí que por favor llevaran a los chicos con mi familia”, dice Cristina. Finalmente, fueron entregados a su madre. Durante la detención, pudo reconocer el paso de los trenes y el comienzo del Carnaval, que se anunciaba desde los parlantes del boliche Mi Club. Mientras era cambiada a un nuevo sitio, “me pegaban y pisaban la cabeza para que no me levantara del suelo. Pero en el auto, que se movía mucho, alcancé a notar el ruido de la madera que crujía y entonces me di cuenta de que cruzábamos el Puente La Noria desde provincia hacia Capital”, describe. Aunque la bajaron del auto esposada y encapuchada, cuando alcanzó a correr la capucha pudo ver que el cuarto de dos por dos donde la dejaron estaba revestido con telgopor y había una parrilla en el suelo.

Durante los interrogatorios, siempre le preguntaban sobre el paradero de su compañero. Por el paso de camiones, que por lo general aumentaba durante la madrugada, dedujo que estaba cerca de dos avenidas muy transitadas. “Me daba cuenta de que era de noche sólo cuando los pájaros dejaban de cantar”, afirma. Pero llegaría un tercer traslado, esta vez, a una comisaría ubicada en Ramos Mejía; allí estuvo unos quince días. “Una tarde me sacaron de la habitación para avisarme que me iban a legalizar –relata la mujer–. En el auto que me llevaban cuatro personas iban diciéndome cosas irreproducibles.” Una vez que se repuso, la llevaron a la comisaría del barrio Santa Marina, en Monte Grande.

Finalmente, un consejo de guerra la juzgó y la sentenció a ocho años de prisión en la cárcel de Devoto por asociación ilícita, donde fue trasladada el 30 de mayo de 1978. En agosto de ese año se enteró, durante una visita de su madre, que a Wenceslao lo habían matado en “un enfrentamiento”. Sin embargo, su compañero figuraría como desaparecido en los registros de la Conadep. Allí permaneció como prisionera política a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, hasta que en diciembre de 1982 recuperó la libertad. “Mi familia se enteró que me habían liberado por el anuncio de un artículo publicado en el diario Clarín”, rememora.

El 14 de marzo de 2007, la hija menor de la pareja comenzó la búsqueda para dar con los restos de su padre. Gracias a Raúl Alderete, compañero de militancia de Araujo, la familia se contactó con el equipo del EAAF. “Me tomaron muestras de sangre por datos que fue aportando mi mamá”, sostiene Marina, que no durmió en los últimos tres días por la ansiedad de haber accedido a los restos de su padre. Cuando inició las averiguaciones “no pensaba en hacerlo público” pero cambió de opinión “por los ideales que siempre defendió mi papá” que “merecen ser conocidos”. Marina invita a todos aquellos que tengan dudas sobre su identidad a que se acerquen a la sede del EAAF, porque “una gotita de sangre no le hace mal a nadie”. “Sin la ayuda del Equipo, no podría estar despidiendo hoy los restos de mi papá.” Y agradece especialmente a la antropóloga Patricia Bernardi. “Ella me llamó en diciembre para decirme que tenía un regalo de Navidad para mí. Fue entonces cuando me dio la noticia sobre la identificación de mi papá.” Raúl Alderete es miembro del Movimiento Vecinal Solidario (Movesol), una ONG que trabaja por la recuperación de la memoria. En 2007, el Movesol ubicó una placa en la esquina de Otamendi y Warnes, en Villa Jardín, para recordar a Wenceslao Araujo, a Porfidia Araujo y a Raúl “Hueso” Iglesias; los dos últimos, desaparecidos hasta el momento. “Con el Flaco nos criamos juntos y aunque le llevaba cuatro años de diferencia, de joven ya asomaba como un cuadro político excepcional, muy comprometido con la situación barrial”, describe Alderete, antes de que los restos de su amigo y compañero sean trasladados al cementerio de Lanús. El dirigente barrial enfatiza que “con él tuvimos la suerte de incursionar en política, durante los ’70, gracias al esclarecimiento de los compañeros de las fábricas y universidades”, y asegura que, por aquellos años, “nos referenciábamos con los modelos del Che y Evita”.

En esos años de juventud, los dos comprendieron que el acceso a salud, educación y vivienda digna eran derechos por los que debían pelear. “El Flaco siempre fue un tipo muy participativo, que trabajaba activamente en el tendido de redes de agua potable y en todo lo que hiciera falta para mejorar la escuela del barrio –recuerda Araujo, y remarca que se involucraron en política para poder progresar intelectualmente y mejorar la calidad de vida de los vecinos de Villa Jardín–. Wence era obrero metalúrgico, preocupado por su formación y siempre atento a las movidas sociales.”

Quince minutos después de las tres de la tarde del viernes, Cristina sale de la casa velatoria de Hipólito Yrigoyen al 4700 y baja los cinco escalones que la separan de la vereda acompañada por sus tres hijos. Marina lleva en sus brazos la urna, cubierta por flores y una bandera argentina, donde se encuentran los restos de su padre. Familiares y amigos acompañan al militante social rumbo a su última morada: el panteón Memoria, Verdad y Justicia del cementerio de Lanús, inaugurado en marzo por una ordenanza del Concejo Deliberante local. Miembros de Hijos Zona Sur cuentan a Página/12 que están trabajando para que esa iniciativa se extienda al cementerio de Avellaneda, donde también se encontraron restos de desaparecidos durante la dictadura militar.

El calor de los rayos de sol que se cuelan entre las nubes, y el apoyo de familiares, vecinos, amigos y compañeros de Araujo ganan la pulseada en una tarde donde el frío cala profundo. Antes de despedir los restos de Wenceslao Araujo, se oficia una misa y un acto en su memoria, del que participan el intendente de Lanús, Darío Díaz Pérez, y la directora de Derechos Humanos, Mabel Gagino. Las banderas de Hijos y Familiares de Desaparecidos se mezclan con otras del Che y Evita. Las lágrimas de Cristina Montiel no impiden una aclaración importante: “Como familiares, queremos que aparezcan muchos Wences más”. Emocionada, agradece a todos los compañeros que se acercaron. “Esto es un homenaje en honor de los 30 mil desaparecidos.”

Después de dejar la urna en la bóveda, a pesar de haber sido secuestrado junto a su mujer en dos ocasiones y de haber perdido a sus dos hijos y su yerno, Wenceslao Araujo padre –un hombre alto y fuerte nacido en 1919 en Paraguay–, mantiene el mismo espíritu de lucha que su hijo. No disimula la emoción que le generan el apoyo popular y la oportunidad de haber podido dejar los restos de su hijo en el panteón destinado a las víctimas del terrorismo de Estado. Más allá de la pérdida, dice: “Caiga quien caiga, es seguro que el futuro será nuestro”. Al momento de su desaparición, Wenceslao Araujo tenía 23 años y un camino lleno de sueños.

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