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El país|Jueves, 7 de octubre de 2010
Sara del Carmen Fagnani declaró en el juicio por los crímenes de El Vesubio

Perseguida hasta Brasil

Su marido fue asesinado y su cuerpo apareció en Monte Grande, junto con el de otros desaparecidos de El Vesubio. Ella fue refugiada del Acnur en Río de Janeiro pero, después de dos intentos de secuestro en Brasil, se fue a Suecia.

Por Alejandra Dandan
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Sara del Carmen Fagnani declaró ayer, pero los acusados no estuvieron presentes en la audiencia.

Sara del Carmen Fagnani todavía vive en Suecia, a donde llegó perseguida por la dictadura argentina. Cuando el presidente del Tribunal Oral Federal 4 le preguntó ayer lo que había sucedido con ella, empezó diciendo que tenía que hacer una aclaración. Hace sólo nueve años se enteró por un libro de que su esposo, Silvestre Esteban Andreani, fue uno de los cuerpos que aparecieron masacrados en el cementerio de Monte Grande en mayo de 1977, entre los fusilados que habían pasado por el centro clandestino El Vesubio.

En la sala de audiencias de Comodoro Py no estaban los acusados. Los abogados defensores representaron la sombra de los represores. Sara dejó su cartera negra en el piso, al lado de la silla, con un ejemplar del libro Como a los nazis, como en Vietnam y los originales de las cartas, muchas cartas, que la suegra le fue mandando hasta fines de los ’90, cuando murió, y todavía creía que su hijo estaba vivo. Había pagado durante años a unos informantes, a los que llamaba “doctores”.

Sara y Esteban era militantes sindicales del gremio de los telefónicos en Buenos Aires. Trabajaban en el Edificio República, de Suipacha y Corrientes. Eran dirigentes de la Lista Rosa, una lista clasista integrada por radicales, peronistas y marxistas. En mayo de 1977 los militares dieron a conocer la aparición de los cuerpos de Monte Grande, asesinados en un falso enfrentamiento. Cuando revelaron los nombres, situaron a Esteban con un apellido mal escrito en una organización mr-che que ella desconocía. “Veníamos de dos familias telefónicas”, dijo. A mediados del ’75, cuando había elecciones, el hermano de Estaban fue arrestado y ellos empezaron a tomar contacto con los presos. Entraban alimentos para los que estaban solos y sacaban mensajes cifrados para las familias. “Les decíamos ‘caramelos’, yo los transcribía, teníamos contactos con otros compañeros de distintas organizaciones.”

Vivían en un departamento de un ambiente en el centro, guardaban el Fiat 600 en un garaje de Corrientes y Uriburu. Con el casamiento de un hermano, se mudaron a la casa de los suegros, en Morón. Tenían un hijo. Habitualmente, lo dejaban en la guardería del gremio antes de llegar a la telefónica. “Una vez nos paran dos cuadras antes otros compañeros para decirnos que no vayamos porque nos estaban esperando”. No entraron. Volvieron a ir el día de cobro pero volvieron a pararlos. “Una noche nos llaman por teléfono a la casa de Morón, nos dicen que dejemos la casa, que nos vayamos, y cortaron. No entendimos. Al rato vuelven a llamar: ‘¿Qué hacen todavía ahí? ¡Salgan!’, nos dijeron. Pero no teníamos dónde ir, yo estaba embarazada, con problemas, tenía que ponerme una inyección cada doce horas, salimos a deambular en la calle, pero también era riesgoso”.

Unos compañeros de los que aún no sabe los nombres les dieron cobertura en una casa en la Capital. Había otros tres refugiados a los que no conocían. “Nos enteramos de que una patota había ido a la casa de mis suegros”, dijo. Sara y Esteban habían dejado a su hijo ahí. Sometieron al padre de Esteban a un simulacro de fusilamiento. La madre estaba bañando al niño, lo sacaron, lo pusieron arriba de la mesa de la cocina, le pegaron a ella, y como el nene lloraba le pusieron una pistola en la cabeza advirtiéndole que si no se callaba lo mataban. “Después lo encerraron en el baño –dijo Sara– y hasta unos años atrás ese hijo no podía cerrar la puerta del baño.”

Saquearon la casa y en febrero de 1977 volvieron para ponerse más pesados con el niño. Pasó el tiempo y uno de los encargados del refugio les anunció que la cosa estaba muy pesada y que era mejor que se fueran del país. Intentaron hacerlo. Esteban buscó a un gitano para venderle el auto y conseguir algo de plata. Salió a buscar el Fiat al garaje el 11 de abril a las 8 de la mañana, le dijo a Sara que si a las diez no volvía debía irse. “No volvió –explicó ella–. Lo estaban esperando en el garaje, y ahí se pierde el rastro.” Sara no tenía a dónde irse, el embarazo estaba muy avanzado, una compañera la llevó a un médico para ver si podía tener el parto en un departamento, pero como el bebé era grande también aquello era riesgoso. Así que, dijo, “tenía que salir del país fuera como fuera”.

Esteban se había llevado sus documentos, los de su hijo y los del auto. Su madre consiguió en la Embajada de Italia dos tarjetas, pero tenían que llegar hasta las oficinas del Acnur en Río de Janeiro. El mismo día que llegó a la oficina del Alto Comisionado nació su segundo hijo. La madre de Sara, que había llevado al nieto hasta Brasil, regresó a Buenos Aires, y eso dio pie a una persecución que terminó extendiéndose en las garras del Plan Cóndor.

“Echaron del trabajo a mi papá por la ley de subversión, echaron a mi hermano, les impedían conseguir trabajo en otro lado, y llegaron a cosas absurdas como a que si caminaban por una vereda, los paraban para decirles que no podían hacerlo, que debían cruzar a la otra.”

Un día, su madre llamó a Río de Janeiro para pedir que la llamara. Una patota se había metido en la casa de sus padres, la desvalijaron, los amenazaron de muerte. Sara mencionó varias veces al señor Prim (Guy Prim), uno de los responsables del Acnur y la persona que le impidió todas las veces que hizo falta que hiciera ese llamado a Buenos Aires, convencido de que era un peligro y no iba a servir para nada.

En Brasil, Sara vivía con un dinero del Acnur que le entregaban en Cáritas. Un día, al salir de la oficina se tomó un colectivo y notó que la seguían. “Me doy cuenta, me cambio tres veces de lugar y el hombre se cambia, al final me tiro del colectivo, doy vueltas y termino perdiéndolo. Intentaron secuestrarme dos veces en Brasil, por lo tanto Prim casi me prohibió las salidas libremente. Como habían matado a muchos compañeros los controles aumentaron y me sacaron a Suecia.” Se subió al avión con el cónsul sueco, que bajó sólo cuando las puertas estuvieron a punto de cerrarse. Ella no lo sabía, pero el Acnur sacaba en ese mismo momento a su familia de Argentina.

Sara no averiguó nunca nada más del Fiat 600. Sólo supo que se lo habían llevado del garaje. Nunca logró hacer ningún trámite para identificar el cuerpo de Esteban entre los muertos de Monte Grande, y ahora entre otras cosas llegó para empezar a hacerlo. Ayer le habría gustado hablar frente a los represores. De buena gana, respondió cuando el presidente del TOF 4, Leopoldo Bruglia, le preguntó si quería agregar algo. “Me llama un poco la atención que ese lado esté vacío –dijo–. Hubiese querido enfrentarme a los que hicieron tantas atrocidades: un grupo de psicópatas, torturadores, ladrones, asesinos.”

Pocos años después de su llegada a Suecia, Sara retomó la militancia sindical. Con los años llegó a ser un cuadro de la central obrera sueca. Y dijo: “Estos juicios son solo el comienzo, son muchos más los muertos que los que se están juzgando. Los nazis pasaron hace muchos años, pero todavía se los sigue juzgando. Vietnam pasó hace muchos años, pero todavía se sigue juzgando, ojalá que con ustedes vaya a pasar lo mismo. Mataron a uno, pero yo tengo dos hijos y nueve nietos y nuestra función es mantener la memoria para que esto se haga realidad”.

El publico aplaudió.

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