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El país|Domingo, 17 de octubre de 2010
Opinión

Entre la cancha y los libros

Una convocatoria cuidada y masiva. La alianza entre la conducción de la CGT y el oficialismo, lógica instrumental. Moyano y los Kirchner, sus relaciones. Las ambiciones del camionero, techos y realidades. La participación en las ganancias, un empresariado que rehúsa mostrar los libros y no cambia de IDEA. Y un toquecito sobre privilegios penales.

Por Mario Wainfeld
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Los muchachos de la Uocra se aposentaron en la tribuna visitante de River. Más allá del simbolismo, alusivo a la tirria histórica entre los trabajadores conducidos por Gerardo Martínez y los camioneros, la distribución trasuntó el celo de los organizadores del acto del viernes pasado. Una movilización a cielo abierto de decenas de miles de personas, así fuera convocada por el Mozarteum, implica un riesgo de desbordes, reyertas o peleas. Pero los responsables siempre pueden minimizar o exacerbar el peligro. Aislar a los contrincantes, movilizar a trabajadores o militantes encuadrados y disciplinados prescindiendo (o confinando) barras bravas o marginales es una precaución importante que primó en el Monumental y se omitió en el 17 de octubre de San Vicente.

Hugo Moyano se cuidó y produjo una movilización rotunda, bien expresiva de su capacidad de convocatoria. La tiene desde tiempos del menemismo y la Alianza, cuando era opositor acendrado. La conserva, ahora, siendo oficialista. De modo que toda la furia mediática opositora debió centrarse en el “caos” vehicular sin hallar incidentes o brotes de violencia dignos de señalamiento con el dedito en ristre.

La muchedumbre de laburantes expresa la representatividad del secretario general de la CGT y es pura lógica. Se le imputa velar más por los camioneros que por el conjunto de los trabajadores. Algo de eso hay, aunque quizás es más preciso apuntar que la CGT tiene endémicas falencias a la hora de velar activa y eficazmente por los informales y los desocupados. Incluso desatendiendo a (o poniendo poca pasión en) instrumentos tan razonables y accesibles como las variantes de los seguros de desempleo. Lo cierto es que el sector de trabajadores que representa está en una situación incomparablemente mejor que años atrás, que ésa es su fuente de legitimidad (traducida en la asistencia), el núcleo de su alianza con el kirchnerismo y el trampolín del que quiere, si no saltar a la política (donde activa desde siempre), ascender.

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Especular sobre las ambiciones personales de un protagonista es atractivo aunque puede derrapar en el divague. El cronista se confiesa: no sabe qué sueña Moyano sobre su almohada, pero cualquier persona informada puede inferir que un gremialista astuto percibe sus límites. El electorado argentino viene siendo arisco para votar sindicalistas para cargos electivos, en especial los ejecutivos. Las encuestas corroboran esa tendencia, que reconoce excepciones en importantes municipios.

Hace un tiempo, el vicegobernador bonaerense Alberto Balestrini (actualmente reponiéndose de un accidente cerebrovascular) hizo “medir” a Moyano para mandatario en su provincia: los números fueron apabullantes, desalentadores.

Lo que persigue Moyano, más allá de eventuales fantasías de las que nadie está exento, se parece bastante a lo que extrovirtió en River: mayor presencia sindical en las listas de diputados y senadores. Más algo que no mentó: una candidatura a vicegobernador que no sería para él (por evidentes razones de rango) sino para un compañero de su confianza.

También ansía formar parte de la (ora metafórica, ora tangible) “mesa” en la que se tomen decisiones políticas del Frente para la Victoria (FpV).

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Ricorsi de la historia: un vicegobernador gremialista sería una remake del esquema que rigió allá por el ’73, hasta en Buenos Aires. Son eras diferentes: las diferencias son siderales. Una no menor es que por entonces el gobernador representaba a la izquierda peronista. Hoy día, los prospectos candidateables del FpV expresan a un centroderecha que de momento acompaña al kirchnerismo pero que analiza pegar el salto, si pinta. El gobernador Daniel Scioli o el intendente Sergio Massa son los referentes más salientes de ese espectro, valga la expresión.

Antaño, el sindicalismo denostaba a la “herramienta electoral” con gran empeño, apenas menor al que aplicaba a ocupar el tercio de las listas. El olvidado 17 de octubre de 1983, pocos días antes de la elección que llevaría a Raúl Alfonsín a la presidencia, Lorenzo Miguel, “gran elector” de Italo Luder, fue abucheado a mansalva en la desbordada cancha de Vélez. La silbatina seguramente partió de grupos organizados, pero la adhesión fue total y lapidaria. La Renovación Peronista entendió que alumbraba un ciclo distinto y que los gremialistas eran piantavotos. Hubo dirigentes que hablaron de la “rama seca” sindical, las candidaturas mermaron. Carlos Menem sacó partido de la bronca, en un acto monumental en el estadio homónimo, poniendo a la CGT de su lado. Prenunciaba sus victorias contra Antonio Cafiero, contra Eduardo Angeloz y diez años de hegemonía.

Fueron tiempos aciagos para los trabajadores y también, aunque en menor medida, para las organizaciones sindicales.

La creación de empleos, la continuidad de convenciones colectivas con subas de salario y mejora (también menos notoria) de condiciones laborales, signan la etapa kirchnerista. Moyano fue (a veces en paralelo con la CTA, eventualmente confluyendo) adalid de la resistencia en los ‘90 y es ahora líder de la CGT. Cree, con sobradas razones, que no hay mejor opción disponible para los intereses de la central, de sus representados y también de los propios. No son equiparables, ni en entidad ni en valoración, pero expresan la sensatez de una alianza.

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Moyano es un pilar de la gobernabilidad kirchnerista. La conjunción de intereses tira más que una yunta de bueyes. La racionalidad instrumental sustenta la política democrática, es tan inexorable cuan válido que sea así.

En 2003 Moyano y Néstor Kirchner se desconfiaban. El dirigente camionero, que había acompañado a Eduardo Duhalde, apoyó la candidatura presidencial de Adolfo Rodríguez Saá. Le parecía más “peronista” que el patagónico, ancestrales recelos entre la izquierda peronista y el gremialismo nutrían la diferencia. Moyano le propuso a “Adolfo” que se aliara con Duhalde: el sanluiseño desconfió y perdió su oportunidad. Trascartón, analiza Moyano ante oídos confidentes, le tuvo temor al bonaerense. Kirchner, a su ver, no incurrió en ninguno de esos dos errores. Ahí comenzó a forjarse una relación pragmática, que incluye el respeto por el decisionismo del otro.

Desde luego, hay diferencias de rol tanto como ideológicas. Se sinceraron hasta en el acto del otro día, vivido con entusiasmo por Moyano, la presidenta Cristina Fernández y el diputado Kirchner. El titular de la CGT hizo un cuestionamiento tibio, pero preciso, al veto a la ley de “82 por ciento móvil”, pidió un esfuerzo mayor. Y expresó su deseo de que “un trabajador” llegara a la Casa Rosada. La Presidenta recogió ambos guantes: se definió a sí misma como trabajadora y defendió su acción.

La alianza continuará porque se necesitan y se potencian mutuamente. Un punto complejo para las perspectivas electorales es el carácter ambivalente de esas movilizaciones. Reflejan que el kirchnerismo supera con holgura a sus contrincantes en “la calle”, las plazas o los estadios. Refuerzan la mística, entonan a la fuerza propia. El impacto entre los convencidos es innegable, problemática su proyección hacia los “no convencidos”. El oficialismo es una primera minoría activa, orgánica y movilizada: sigue en cuestión ver si traduce su enjundia en el crecimiento electoral necesario para primar en el 2011. Repuntó desde su caída el año pasado: ese fuerte “rebote” es un logro que ningún otro gobierno consiguió desde 1983. La curva va hacia arriba, todavía no toca la mayoría imprescindible.

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Paritarias continuas, Consejo del Empleo y del salario, supresión de la “ley Banelco” por una reforma laboral más protectora diseñan una senda institucional interesante. Sería óptimo profundizarla, fomentando la actividad permanente y no espasmódica del Consejo del salario y constituyendo un Consejo económico Social. El oficialismo rondó esa iniciativa que luego cajoneó, en parte por el clima borrascoso con las corporaciones empresarias, en parte por falta de voluntad política. Imaginar continuidad en alza respecto de esos hitos ponderables, con consenso o mejoras opositoras, suena absurdo en el actual contexto político.

De ahí que sea de nuevo el oficialismo el que propone un avance institucional: el proyecto de ley de participación en las ganancias empresarias, presentado por el diputado Héctor Recalde. Es un derecho consagrado en el artículo 14 bis de la Constitución. Esa encomiable norma se dictó en la espuria reforma constitucional de 1957 pero fue saneada al ser confirmada en la de 1994. Tuvo mentores radicales: Crisólogo Larralde en 1957, el senador Hipólito Solari Yrigoyen en la actual etapa democrática.

Vaya un detalle interesente, no enunciado en estos días. La movilidad jubilatoria está reconocida en la Carta Magna y plasmada en una ley reciente, discutible pero orientada a ese norte. No así el 82 por ciento, que es una creación puramente legal. La participación en las ganancias es una garantía constitucional, por ahora letra muerta.

El instituto se aplicó en la Argentina. Antaño, lo instrumentaron empresas privadas vinculadas con el consumo masivo que los lectores añosos recordarán: Casa Thompson, las joyerías Escasany, Gath & Chaves, la sastrería Suixtil, Casimiro Polledo. Empresas estatales como YPF y la Caja Nacional de Ahorro Postal son otros ejemplos. En la actualidad se cumple en Firestone, entre varias.

La experiencia comparada mundial prueba aplicaciones en Canadá, Suiza, Alemania y en varios países de la región: México, Chile, Perú, Ecuador y Venezuela. Las modalidades son variopintas y exceden el margen de esta nota. Algunas experiencias se supeditan a la negociación colectiva, fijan techos o pisos. En Venezuela existe un cálculo de ganancias mínimas presuntas para precaver pillerías patronales.

Es, pues, una institución con anclaje en la realidad y precedentes autóctonos y foráneos. Un detalle: no tiene raigambre en la tradición justicialista. Juan Domingo Perón desconfiaba, no se incluyó en la reforma constitucional de 1949. Sí se contempló en la notable Ley de Contrato de Trabajo de 1974.

El proyecto establece una instalación escalonada, supeditada a un mínimo de ganancias y para empresas relativamente grandes. Perfectible, desde luego, constituye un disparador para un salto de calidad en las relaciones entre trabajadores y capitalistas. La reacción de éstos ha sido furibunda: no pasarán. En el arco opositor, excepción hecha de algunos diputados del centroizquierda, el silencio huele a negativa.

Como destaca el laboralista Lucio Garzón Maceda, la participación obrera en las ganancias no difiere en esencia del bonus que suelen recibir CEO de grandes empresas: una sobreasignación anual sujeta a resultado. Es una herramienta capitalista, reformista, jamás socialista.

El encono patronal, seguramente, tiene que ver con la norma constitucional que, a la participación en las ganancias, añade “con control de la producción y participación en la conducción”. Lo dice la Constitución, tan amada por los republicanos cuando no roza sus bolsillos. El resquemor de que los trabajadores escudriñen sus libros, sus añagazas legales e impositivas, escuece a las corporaciones.

De poder se trata, de ese ingrediente de la democracia, despreciado en los análisis canónicos.

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Permítase una digresión, tal vez solo aparente. Hace unos meses, la Sala IV de la Cámara de Casación revocó una sentencia de las camaristas penales María Laura Garrigós de Rébori y Ana María D’Alessio. Estas habían resuelto elevar a juicio oral la denuncia contra dos empresarios acusados de intentar coimear a Mariano Recalde, hijo del diputado, para obtener un cambio en la ley de tickets canasta. El hecho está probado por una cámara oculta. Los jueces casadores, con argumentos de porte garantista, relevaron a los empresarios vistos en flagrante cohecho. En general, la jurisprudencia penal es más severa cuando los acusados son de otra clase social y no se apellidan Lynch o Gutiérrez Guido Spano, como en este pleito. Decenas de miles de presos sin condena se hacinan en cárceles, con menos misericordia.

Pertenecer tiene sus privilegios, en los tribunales y en la fábrica. Mitigar esas diferencias es un objetivo ineludible, el proyecto de ley lo procura. Será un test acerca de la cultura política imperante, ojalá que derive en la conformación de una mayoría transversal y pluripartidaria. Difícil que el chancho chifle, pero habrá que esperar y ver.

De momento, la moción fue la bestia negra del coloquio de IDEA en cuyo altar comulgó, sumisa al establishment y sin discurso propio, la flor y nata del Grupo A.

Paradójico el apelativo del cónclave. Se llama “coloquio” a lo que es, si se tolera el oxímoron, un monólogo coral, huero de controversia o matices. En cuanto a las ideas, como cuadra a la “burguesía nacional”, refulgen por su ausencia.

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