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El país|Lunes, 29 de noviembre de 2010
Dos reflexiones a un mes del fallecimiento de Néstor Kirchner

El legado y la construcción de lo nuevo

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Luis Horacio Santucho *

Un viento del sur

Llegué por primera vez a la Casa Rosada convocado por el presidente Néstor Kirchner en el marco de la causa La Dársena que tenía en vilo a Santiago del Estero. Transcurrían los primeros meses de su mandato y sabíamos que no soportaba la existencia del terrorismo de Estado en la provincia. Nos esperaba en la puerta de su despacho. Estreché su mano y le dije “Buenos días, señor presidente, soy Santucho, el abogado de la causa”. “Lo conozco... lo vi por televisión... mucho gusto, doctor”, contestó con una sonrisa del corazón. Nunca olvidé esa imagen desprovista de los oropeles del poder.

Escuchó atentamente los testimonios y se comprometió a brindarnos protección para continuar la búsqueda de justicia y verdad contra la impunidad organizada por los Juárez. Su compromiso se hizo realidad y su aporte fue fundamental para que los santiagueños pudieran gozar los beneficios de la libertad.

Fue lejos, muy lejos, el mejor presidente de la historia de este país, a pesar de que esta afirmación nos sea compartida por los peronistas de Perón y los radicales de Yrigoyen o de Illia. En cierta manera, fue la realización concreta del espíritu de Cámpora, el presidente que no pudo ser por culpa de la irresponsabilidad política de Juan Domingo Perón que nos dejó como herencia y sin beneficio de inventario a Isabel y la Triple A. Visualizó América latina desde una perspectiva regional y eso también lo diferencia de todos sus predecesores. Los campesinos y pueblos originarios accedieron a políticas públicas activas que antes estaban predeterminadas en programas diseñados por el Banco Mundial y aplicados por tecnócratas formados en la administración de la pobreza.

Aun adoloridos por el impacto de su inesperada muerte contemplamos un escenario de esperanza que no tiene nada que ver con ese presagio de tragedia que se percibía en el pueblo cuando despedía los restos mortales del general Perón. Las señales del funesto acontecimiento para la Argentina nos obligan a debatir el surgimiento de una nueva identidad política, que ya comenzaba a vislumbrarse durante los festejos del Bicentenario, donde apareció un sujeto social que buscaba en la historia los elementos constitutivos de su razón de ser.

Para realizar este debate debemos despojarnos de los significantes ocultos en los socavones del discurso consciente de nuestra cultura política, que abreva muchas veces en las profundas diferencias políticas e ideológicas que se establecieron con el peronismo, especialmente en relación con la concepción del poder.

Durante la década del ’70 hubo un momento de fuerte comportamiento unitario entre las organizaciones revolucionarias cuando se enfrentó a la dictadura militar de Lanusse, y ello tuvo una expresión concreta el día de la fuga de Trelew que luego se convirtió en masacre de 16 compañeros peronistas y marxistas, representados en esa histórica conferencia de prensa por Mariano Pujadas y Rubén Bonet.

El comandante Mario Roberto Santucho, antes de su muerte en combate, tenía previsto revisar las profundas diferencias políticas ocurridas con los compañeros peronistas cuando dijo: “Un río de sangre separa a los argentinos de los militares asesinos”. Esa revisión crítica está pendiente y el minuto histórico impone el desafío.

El día de los funerales, una mujer del pueblo pasó frente a Néstor y Cristina y dijo que estaba orgullosa de ser argentina, frase conmovedora que chicotea aún más nuestras conciencias en medio de un sentimiento popular que nos devuelve la imagen de un pueblo que busca señales y símbolos que representen sus aspiraciones e intereses históricos. Uno de ellos ha pasado a ser Néstor Kirchner, un viento del sur que trajo esperanzas y voces de otros tiempos australes.

* Frente Nacional Campesino.


Diego Tatián *

La revelación

El tiempo suele ser la sustancia que revela el significado histórico de un hombre público cuya relevancia política muchas veces sólo llega a ser comprendida retrospectivamente, en el momento de su muerte. Mucho más infrecuente es que, al revés, la muerte de un hombre permita revelar la naturaleza del tiempo que nos toca transitar y la condición de una sociedad –cuyo desciframiento es siempre esquivo– en un momento dado. A mi entender es sobre todo esto último lo que produjo la muerte de Néstor Kirchner.

Esa muerte sorpresiva tuvo el efecto de la ola que se retira de repente y deja al descubierto lo que hay. Y lo que hay es mucho. Podría no haber sido así –de hecho, la de un puro vacío fue la primera impresión de muchos, que con el correr de las horas y los días quedó desvanecida y transformada por una especie de asombro ante la irrupción de una diversidad popular activa y lúcida, rara, inimaginada en su magnitud y en su calidad.

El efecto del que se fue cargando la mañana del 27 de octubre no fue el de una desazón desamparada ni el de un dolor pasivo y una intemperie, sino el de una pasión colectiva quizás única y preciosa en la delicadeza de su composición, que conjugó tristeza y entusiasmo, congoja y potencia social, comunión en la adversidad e imaginación productiva. Fue entonces que supimos –la revelación es estrictamente ésta– que la gestión de gobierno que lleva adelante Cristina no estaba sostenida apenas por otra persona –por importante e insustituible que haya sido su tarea en el armado político indispensable siempre que se trata de enfrentar poderes–, sino por un inmenso colectivo de singularidades ideológicas y afectivas que no podrían ni deberían ser disueltas en su diferencia sino, al contrario, aprovechadas en toda su pluralidad.

Ese día en esa plaza sucedió algo. Algo político en sentido pleno pero también del orden de la poesía que tal vez toda sociedad aloja en su interior sin que su revelación encuentre siempre las condiciones que la vuelven manifiesta. Todo estaba allí antes, pero eso podemos afirmarlo sólo ahora.

La gema sin terminar de pulir que lega la manera kirchneriana de concebir la política a nuestra tarea de ciudadanos capaces de instituir subjetividades civiles autónomas y nuevas es una idea simple, antigua y sin embargo en cada caso diferente. La idea de que el Estado no es por necesidad ni por esencia –como lo definía Nietzsche– “el más frío de los monstruos fríos”, ni un puro aparato de conservación y administración de privilegios, ni una mera gestión de intereses privados. La herencia kirchneriana es la de concebir el Estado como un contrapoder. El Estado como expresión de una potencia pública capaz de disputar y transformar la renta para producir cada vez más igualdad; capaz de recuperar la palabra de su concentración y captura por el dinero para una puesta en circulación que la vuelva inapropiable; capaz de incluir como sujetos de habla en la conversación argentina y latinoamericana a amplios sectores que hasta ahora no tenían parte.

La herencia laboriosa que deja la muerte de Néstor Kirchner es la de continuar confiando en la posibilidad –para nada obvia, más bien rara– de sustituir un Estado policial por un Estado político, y la puesta en obra de una idea de República que compone ley y poder popular sin nunca desamparar ninguno de estos términos con la ausencia del otro.

* Filósofo, docente de la Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Nacional de Córdoba.

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