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El país|Miércoles, 1 de diciembre de 2010
Susana Laxague y su hija Marina Kriskautzky relataron su paso por el centro clandestino El Vesubio

“Mi perra no comió lo que daban”

A Rubén Kriskautzky ya lo habían secuestrado cuando entraron a su casa y se llevaron a Susana y a su hija de apenas 13 años, a quien la dejaron ir con su perra. Rubén continúa desaparecido, Susana pidió que le digan dónde está su cuerpo.

Por Alejandra Dandan
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El centro clandestino El Vesubio, el lugar donde estuvieron secuestradas Susana y su hija Marina.

Seguramente sí, dijo Marina Kriskautzky. “Pero todo el recuerdo lo tengo en silencio como si fuera una película sin sonido: no me acuerdo de prácticamente nada; sí de que había mujeres que hablaban con soltura, pero de lo que pasaba afuera tengo sensaciones de gritos y de cosas espeluznantes, supongo que por eso tengo un recuerdo todavía muy silencioso.”

Marina habla el español de las novelas mexicanas. Aunque no es mexicana, sino que nació en Buenos Aires, pero se nacionalizó como habitante de ese país a donde no llegó durante la dictadura aunque sí por sus efectos. Tenía trece años cuando una patota se llevó de su casa a su padre, Rubén, y al rato se las llevaron a ella y a su madre, Susana Laxague, al centro clandestino El Vesubio, donde funcionaba una de las máquinas del infierno. El padre está desaparecido. Ellas estuvieron unos días, aunque todavía no sabe cuántos. Durante todo ese tiempo, Marina siempre estuvo con su perra: “Me llevé mi perra –dijo–, nunca entenderé por qué. No pregunté, agarré y me la llevé, con la bufanda me vendaron los ojos y me pusieron en el auto acostada en el asiento.”

Marina tenía trece años. O como dijo ella: había nacido el 22 de junio de 1965, y ese 15 de agosto de 1978 acababa de cumplir los trece años.

Ahora es maestra jardinera, estudió pedagogía, hizo una maestría en ciencias con especialización en investigación educativa, hace un doctorado y trabaja en un área de la Universidad Nacional Autónoma de México. Ayer declaró en la sala de audiencias de Comodoro Py donde se siguen los debates por los crímenes de El Vesubio. Se sentó en la misma silla que poco antes había ocupado su madre.

“A eso de las dos de la mañana, estaba mi mamá sentada a mi lado, y veo diez o quince hombres revolviendo mi casa, no llevaban uniformes pero sí borcegos. Uno que estaba como a cargo le dijo a mi mamá que nos vistiéramos, entonces fui al baño a vestirme, con la puerta abierta, nos dijeron que lleváramos ropa como para dos días más o menos.”

Como lo había dicho Susana poco antes, ella contó que en ese momento le preguntó a uno de los guardias por su padre. El hombre le dijo que ya no estaba ahí, y cuando ella quiso saber cómo serían sus días, por eso de los dos días para ellas, el hombre le respondió que iban a ser como dos años.

“Después de eso nos sacaron en un Falcon como los de la época, a mi mamá y a mí, pero iba más gente, hombres del operativo, me acuerdo de que yo tenía una pollera escocesa, medias, zapatos y montgomery beige. La verdad es que no alcancé a ver nada por dónde íbamos, era de noche, dimos muchas vueltas, paramos en algún lugar, estuvimos un tiempo ahí como si estuvieran en otra cosa, no veía nada: no me dejaron levantarme del coche.” De lo que sí se dio cuenta era de una ruta y del camino a las afueras de la ciudad. Al llegar las separaron, y a Marina la pusieron en lo que se supone que es la Sala Q, el espacio donde estaban las víctimas que a esa altura se habían quebrado y el espacio en el que funcionaba el depósito de los elementos robados a los secuestrados. Marina nunca supo el nombre de las mujeres con las que se encontró ni el nombre de la sala.

En el cuarto, dijo, “había tres o cuatro mujeres, hasta ahí llegué con los ojos vendados, pero adentro me permitieron quitarme las vendas, y las mujeres no parecían guardias. Pero tampoco prisioneras en el sentido de que podían circular con más libertad, había literas y un cuadro con organigrama de responsabilidades y nombres de pura gente”, dijo, y también dijo que pasó mucho tiempo, pero que durante los primeros años podía haber repetido de memoria cada uno de esos nombres.

Su madre había hablado de las cosas que se llevaron de la casa. Nombró lo poco que se acordaba en ese momento, como el samovar de los abuelos o libros vendibles de Siglo XXI o del Fondo de Cultura Económica. No se llevaron material político. Se llevaron documentos y boletines de su hija. Pero dijo que era Marina la que había hecho el inventario de todo lo que faltaba. Marina se encontró con parte de lo que les habían robado dentro de esa sala.

“Mi televisor, platos, se llevaron todo y en ese cuarto había ropa de mi papá, también chucherías, collares. Cuando les dije que eran de mi mamá, me dieron una bolsita con tres collares y maquillajes.” Le dieron café con leche, y cuando aclaraba la llevaron a una especie de celda con las ventanas pintadas de negro. Selladas con telgopor: “En las ventanas había algunas pintadas o graffiti de gente que estuvo antes, estaban rayadas como para ver para afuera pero no se podía porque los vidrios estaban pintados también por afuera”. Había una plancha de metal como la de los veterinarios o los quirófanos, dijo: “No sé cuánto tiempo estuve ahí porque perdí por completo la noción del tiempo, entonces no podría calcularlo”.

El sistema

“Todo ese tiempo estuve con la perra, eso sí”, dijo. Para circular por el campo tenía que usar lentes oscuros pintados de negro con los que fue varias veces al baño y con los que pudo ver hacia abajo el piso de mosaicos negros y blancos. El baño era muy chiquito y su madre ya había dicho que en el lugar del papel higiénico colgaban un libro de Leopoldo Marechal.

En la celda conoció el sistema: aprendió a que cuando le golpeaban la puerta tenía que ponerse los anteojos para esperar la comida. Y no ver la cara del guardia. “La única que no comió –dijo– fue la perra, que no quiso aceptar semejante cosa, y creo que en algún momento le trajeron otra cosa, a mí me trajeron de comer dos o tres veces, pero una de esas veces no me puse los lentes, me quedé mirando la puerta, y cuando me vio el guardia se enojó mucho, me dijo que si lo volvía a hacer iba a matarme porque le había visto la cara.”

Cuando el presidente del Tribunal, Leopoldo Bruglia, le preguntó por ese guardia, ella dijo que no se acordaba para nada de la cara. Que esa amenaza había surtido tanto efecto que lo borró. Sólo se acordaba de su pelo y del color de la piel más morena.

“Yo ya no daba más, la verdad es que creí que no podía más y en ese momento me tocaron la puerta y me puse los lentes porque me dijeron que iba a salir.” Esa vez no hubo un Ford Falcon a la salida, sino una camioneta. Se la llevaron con los ojos vendados a dar no sabe cuántas vueltas hasta la zona de Corrientes y Juan B. Justo. Pararon. Le dijeron que caminara. Adelante, a la derecha, se iba a encontrar con su madre.

Las salidas

Rubén militaba en Vanguardia Comunista. Unas dos horas antes del secuestro, una compañera de militancia llegó a su casa a advertirle que acababan de secuestrar a su compañero en medio de una larga cadena de caídas. Enseguida llegó la patota y se trepó a los techos de los vecinos. Susana volvió a ver a su marido adentro del campo.

“La persona que lo trajo era un hombre con porte de mando, de ser responsable de algo, no era un policía. Me dijo que había mantenido largas discusiones políticas con Rubén, muy interesantes, etcétera, etcétera, fue muy respetuoso el tono y demás. Rubén estaba con las manos esposadas, no se notaba golpeado y con las manos esposadas me agarró la cara: ‘Podés hacer lo que quieras’, me dijo. ‘Quedarte o irte del país, lo que queda claro es que el único involucrado en esto soy yo’.”

Ese fue el último encuentro. Rubén sigue desaparecido. Susana dijo en la audiencia: “Quiero agradecer que exista este tribunal, que funcione la Justicia y quisiera algo así como una posibilidad de liberación emocional que sería reconocer dónde están los restos de mi marido, por los cuales pregunta mi nieto, si es que los han dejado tirados por ahí”.

El fiscal Feliz Crous no suele hacer preguntas a los testigos, pero esta vez le preguntó a Marina por qué se había ido a México. “¿Tengo que decirlo?”, dijo ella. Y dijo que se había ido en 1990, con la hiperinflación y los indultos y la angustia. Pero se fue porque podía salir del país por primera vez en la vida porque había cumplido la mayoría de edad y no necesitaba ya de la aprobación imposible de su padre. “Y encontré un novio mexicano, y me fui: aproveché la primera oportunidad que tuve de salir.”

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