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El país|Viernes, 7 de octubre de 2011
OPINION

Gladis y Chiche

Por Sandra Russo

Unos días después de que salió a la venta mi libro, La Presidenta, iba a Radio Nacional a un programa de radio pero era temprano. Me fui a dos cuadras, al Florida Garden, a tomar un café. Me senté cerca de la puerta, y desde la mesa de al lado me miraban más insistentemente que de alguna otra. Era un grupo de hombres y mujeres de cincuenta y pico. Al toque, cuando hubo un choque de miradas, uno de los hombres se paró y se acercó. Después de presentarse, me dijo quiénes eran todos ellos. Eran de Las Flores. Eran los amigos de Chiche Labolita y de Gladis Dalessandro. Venían de dar testimonio en la Cámara de Casación.

Habían leído el capítulo “Gladis y Chiche”, en el que narro la historia de esa pareja de militantes que convivió con Néstor y Cristina Kirchner desde mediados de 1975 hasta el día del golpe de 1976.

En el reportaje a Gladis, que hizo Werner Pertot, ella mencionaba a Duret, pero cuando escribí ese capítulo, que es uno de los más largos del libro, omití su nombre porque decidí contar la historia sin entrar en el terreno de la causa. Lo que había pasado en esa causa era tan aberrante como el delito que le dio origen. Duret había sido absuelto, pese a haber dirigido el grupo de tareas que aquella noche de 1976 irrumpió violentamente en la casa de los Labolita.

El relato que hace Gladis de esa noche es uno de los más terroríficos que he escuchado. Chiche había vuelto a Las Flores para entregarse, si era necesario, a cambio de su padre, un dirigente de la Ctera al que habían encarcelado unos días después del golpe. Lo detuvieron enseguida, pero la detención fue legal apenas un día. Fue trasladado con dos sindicalistas de Luz y Fuerza hasta Azul, y allí no lo llevaron al penal, como a los otros dos detenidos. Lo dejaron en el Regimiento.

Cuando Gladis, su suegra y su cuñada intentaron verlo, no las dejaron. Pero esa misma noche, cuando Gladis ya se estaba durmiendo, la despertó el grupo de tareas comandado por Duret. La encañonaron y la llevaron a la puerta de la casa, donde primero vio a su suegro, al que habían sacado de la cárcel esa noche para ese operativo: a los dos les mostraron el bulto sangrante que era Chiche, reducido después de la tortura, sin uñas, suplicando que no le hicieran nada a su familia.

Habían ido a buscar una libreta que no encontraron o no existía. Como se frustraron, los metieron en dos autos. A Chiche en uno y a Gladis en otro, y los llevaron a recorrer Las Flores. No marcaron a nadie en las horas en las que los autos, uno de los cuales manejaba Duret, dieron vueltas y vueltas por el pueblo. Después a ella la bajaron, le hicieron un simulacro de fusilamiento y la dejaron inconsciente en el piso. La encontraron su suegra y su cuñada, al amanecer.

Pese a estos relatos de los que hubo testigos, un tribunal absolvió a Duret, y fue con obstinación militante que ni entonces, ni cuando la Justicia se les reía en la cara, esos familiares y amigos decidieron la apelación a Casación. No había antecedentes y había poca esperanza, pero decidieron seguir recorriendo cada paso del camino posible. Cuando aquella tarde en el Florida Garden esos amigos de Chiche y de Gladis me contaron que venían de declarar en Casación, los admiré. Porque pasaron más de treinta años. Porque el golpe de la absolución fue un cachetazo. Porque seguir peleando por justicia era para todos ellos ya, evidentemente, una manera de vivir.

Los acontecimientos a uno lo dejan boquiabierto. Pero el desenlace de esta historia tuvo el peso reparador que se merecían todas las víctimas. Las que desde hace treinta años buscan a Chiche, como Gladis, y Chiche.

Que Casación haya revertido la absolución, que lo haya condenado, que Duret se haya escapado a Chile, que Chile lo devolviera en un reflejo automático que deja intacto el concepto de crimen de lesa humanidad, es un broche de justicia para todos esos familiares y amigos que nunca, ni cuando tantos otros simplemente se hubieran rendido envenenados de impotencia, dejaron de honrar la memoria de Chiche poniendo esperanza donde la esperanza era improbable. Más allá de celebrar el fallo de la Cámara, el crédito de la Justicia se lo merecen ellos.

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