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El país|Domingo, 30 de marzo de 2003
PROTESTAS, MARCHAS, BANDERAS AL VIENTO Y UN GORDO QUE APLAUDE

Escenas en el Imperio

¿Cómo se vive la guerra en Estados Unidos? Página/12 acompañó las marchas de protesta, escuchó a los que alientan y caminó calles que, extrañamente, cambiaron para siempre y no cambiaron en nada. Un relato de cómo se sienten las cosas desde el vientre de la ballena.

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Página/12 en Estados Unidos
Por José Natanson, Desde Washington DC y Nueva York

Es raro lo que sucede en Estados Unidos con la guerra. Por momentos parece que todo ha cambiado, pero la mayor parte del tiempo la sensación es que todo sigue igual. El miércoles de la semana pasada, poco antes de la medianoche, George W. Bush apretó el botón. Una hora después, en Bedford, una zona de Brooklyn que concentra a artistas e intelectuales, las cosas seguían como siempre. Nada de calles vacías, negocios cerrados o gente encerrada en sus casas. Mientras diluviaban las bombas sobre Irak, los neoyorquinos hacían cola en los restaurantes y en los bares, totalmente repletos. Al día siguiente, mientras las tropas occidentales ingresaban a Irak, la ciudad era la misma de siempre: las calles llenas, los negocios colmados, los museos con largas colas de turistas.



Lo que cambió notablemente a partir de los atentados del 11 de septiembre es el dispositivo de seguridad, que se intensificó en los últimos meses, en medio de los preparativos bélicos, y llegó a su punto máximo la semana pasada, cuando se declaró el estado de alerta naranja. En Nueva York los policías son amables y parecen buenos chicos, pero se multiplican por miles, están en todos lados y a la larga su presencia resulta bastante aterradora. Está la policía de la ciudad, con sus uniformes azules y sus patrulleros blancos estacionados en las esquinas. Está la policía militarizada, una especie de Gendarmería que patrulla las calles y el subte. Están las tropas del ejército, que custodian los puentes, los accesos y otros lugares claves. Están las policías de otros estados, que fueron convocadas para reforzar la seguridad, y que tienen uniformes de todos los colores. Y también están los de civil. Se dice que andan infiltrados por todos lados, en los aviones, en las calles, en los restaurantes. Algunos neoyorquinos creen haber descubierto a los agentes de incógnito, y se dice que hay uno asignado al subte, un negro vestido con una campera Adidas y zapatillas estrambóticas, con cara de rapper enojado, que en verdad es un policía camuflado.


Una forma elegante que encontraron los norteamericanos para manifestar el apoyo a la guerra es colgar una bandera en la ventana de sus casas. En Washington se ven muchas, sobre todo en los suburbios elegantes como Falls Church, una pequeña ciudad de Virginia, a unos 30 minutos del centro de Washington. Allí hay grandes casas con galerías, bosques y bicisendas, cantan los pajaritos y viven chicas bonitas. Y se ven muchas, muchas banderas. En Nueva York, en cambio, el fervor patriótico es menor, aunque se compensa en algunos edificios. Las autoridades de la Bolsa de Comercio, en Wall Street, decidieron envolver –literalmente– la gigantesca sede de la entidad con la bandera de las barras y las estrellas. Como para que a nadie le queden dudas sobre qué opina el poder económico de la aventura guerrera de Bush.



Nueva York es la ciudad que más se opone a la guerra. Una encuesta difundida por la CNN aseguró que el apoyo allí es del 50 por ciento, contra el 70 en los estados del Medio Oeste. Además, su Legislatura fue la única que, antes de que comenzaran los bombardeos, votó una declaración en contra de la invasión. Allí hace furor el documental de Michael Moore y se critica el best seller-panfleto de Ross Perot, uno de los representantes más salvajes de la derecha. Entre los estudiantes neoyorquinos que se oponen a la guerra circula un chiste. Aseguran que es cierto que Saddam tiene armas de destrucción masiva. “Los generales del Pentágono lo saben bien: ellos tienen los recibos”, sostienen.



Los medios son uno de los componentes claves de la guerra, y la ofensiva comunicacional de la Casa Blanca es impresionante. Todos los grandesdiarios están a favor de la guerra: los más populares, como el USA Today, la apoyan abiertamente, pero también los periódicos “serios”, como The New York Times o The Washington Post. Lo de la televisión es directamente insoportable. Hay imágenes que las cadenas repiten una y otra vez, hasta el cansancio: el marine rubio y de ojos celestes, con aspecto de ex estrella del equipo de football americano, mandándole saludos a su pequeña hija. O los soldados iraquíes rebeldes, el primer día de la invasión, destruyendo un poster de Saddam. La tele nunca muestra los muertos, por supuesto, y cada cadena hace lo suyo para fomentar el patriotismo. El noticiero de la noche de NBC cambió de nombre, y ahora se llama: “Cuando la diplomacia falla”. La Fox contrató como opinator al ex coronel Oliver North, responsable del escándalo Irán-contras, y convirtió a su servicio de noticias en una oficina de propaganda, que alienta permanentemente a los norteamericanos a permanecer unidos. Aunque hay matices, los canales coinciden en los momentos claves. La semana pasada, luego del discurso de Bush en el que le dio 48 horas a Saddam y sus hijos para que abandonaran Irak, las cadenas se conectaron con sus periodistas apostados en la Casa Blanca y el Pentágono. Después, con sus enviados en Medio Oriente: en Bagdad, Kuwait e Israel. Más tarde aparecieron los corresponsales en Londres y Madrid, los dos aliados principales de Washington. Y nunca, durante toda la transmisión, recogieron una opinión de París o Berlín.



El sábado 22, en Manhattan, unas 300 mil personas (100 mil según la policía) se juntaron en Times Square y marcharon hasta Washington Square, en la manifestación antiguerra más grande desde Vietnam. Todo muy prolijo, con miles y miles de policías ordenando la marcha a lo largo de las avenidas, mientras los manifestantes esperaban, pacientes y bajo un sol espléndido, que comenzara la caminata. Había banderas con los colores del arco iris, muchos tenían cámaras y filmadoras. De tanto en tanto alguno cruzaba la vereda hasta el local de Starbucks y volvía con un café.



¿Cómo hacer una manifestación, que es por definición una acción colectiva, en la sociedad más individualista de todas? El dilema se resuelve a través de los carteles. En la marcha en Nueva York, los manifestantes no estaban agrupados según partidos políticos (hay dos, y los dos apoyan la guerra). Tampoco se congregaron detrás de los sindicatos, las universidades o las organizaciones no gubernamentales. No existe allí el concepto de columna y no se escucha el ruido de los bombos. Hay, simplemente, miles de personas que se acercan espontáneamente, solos o en grupos de dos o de tres. Cada uno lleva su propio cartelito, donde anota lo que le parece interesante o ingenioso. “Detengan al cowboy loco”, decía la pancarta que sostenía una pareja joven. “Bush = Hitler”, había anotado un cuarentón, con pinta de profesor universitario, en un cartel redondo debajo de una gran svástica. “Viva Francia”, era la consigna que había elegido una señora muy elegante, que se había tomado el trabajo de pintar su pequeño cartel de azul, blanco y rojo. “No queremos petróleo, queremos paz”, decía la remera de un joven que caminaba solo. “Tirar bombas para lograr la paz es como coger para lograr la virginidad”, había escrito en su cartel una neoyorquina.

El boicot a los productos de origen francés no está avalado por la Casa Blanca ni por los medios de comunicación, al menos oficialmente. Pero se nota. Según una encuesta de la cadena NBC, la compra de mercaderías de ese origen disminuyó un 15 por ciento en algunas ciudades de Estados Unidos. La televisión repite, una y otra vez, la imagen de norteamericanos enojados rompiendo botellas de vino francés en la vereda de sus casas. El dueño del negocio de vinos ubicado en la First Avenue, en el este de Manhattan, piensa que es una estupidez. “Si es un vino buenísimo”, dice a modo de argumento. Quizá no se enteró del ejemplo más absurdo de todos, el proyecto de ley que ingresó al Congreso y que apunta a cambiar el nombrede las papas fritas: la idea es que en lugar de “french fries” se llamen “freedom fries”.



En el Reagan National Airport, adonde llegan los vuelos domésticos de Washington, la seguridad es superior a la del resto de los aeropuertos. Antes de embarcar, las valijas pasan por una cinta y uno tiene que quedarse al costado esperando, por si los rayos X o los detectores revelan algo extraño. Para ingresar al sector de preembarque hay que pasar el equipaje de mano por otra cinta y vaciar los bolsillos, sacarse los zapatos, la mochila, la campera y el abrigo, hasta quedar en pantalón y remera. Si uno pasa la prueba, ingresa a las luminosas salas de espera y se encuentra con una serie de carteles luminosos y una voz femenina, que repite en varios idiomas: “Denuncie a cualquier persona que esté en actitud sospechosa” (no aclara qué quiere decir exactamente). Otro cartel, con las mismas letras, anuncia: “Está terminantemente prohibido pararse en los primeros y los últimos 30 minutos del vuelo. Por lo tanto sugerimos que se ocupe de sus necesidades antes de abordar el avión”.



Las encuestas dicen que, en los primeros días, el apoyo a la guerra arañaba el 70 por ciento. El gordo que espera su avión en el aeropuerto de Atlanta, Georgia, es claramente norteamericano, pero no es el cosmopolita neoyorquino, ni el educado habitante de Boston, ni siquiera uno de los típicos burócratas internacionales que pululan en Washington. El gordo que come su bagel y toma café del vaso más grande del mundo se parece más al yanqui medio, de esos que suelen definir las elecciones y que ahora son el sostén clave de George W. Despatarrado en una sala de espera, el hombre está concentrado en su desayuno, aunque de vez en cuando levanta los ojos para mirar los televisores del aeropuerto, clavados en la CNN, que transmiten, en vivo, la interpelación a Tony Blair en la Cámara de los Comunes. Faltan pocos días para la guerra y el primer ministro británico, superados los viejos tiempos de la Tercera Vía, hace malabares para justificar el apoyo sin titubeos a Estados Unidos, mientras contempla cómo se deshilachan los restos de su poder. El gordo mira la televisión, donde Blair se defiende de una pregunta particularmente difícil con una respuesta que dura quince minutos pero que termina con una frase contundente. “Sacar a Saddam del poder es lo correcto, lo que todos deberíamos hacer. Y lo que vamos a hacer”, dice Blair. El gordo apoya el bagel al costado del asiento y aplaude. Es espontáneo, y no está solo: lo acompañan otros estadounidenses que comen sus desayunos hipercalóricos y esperan sus aviones y ni siquiera ahora se han convencido de la insensatez de la guerra.

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